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'Gentlemen', hinchas... y todos los demás

A pesar de todo, Gran Bretaña no está rota. Y si a algunos de nuestros vecinos europeos les cuesta aceptarlo, entonces debería oír lo que decimos de ellos

AUREL (LE MONDE)

El estereotipo es en sí un estereotipo. La imagen europea del británico –el hincha de fútbol borracho y en pleno vómito o el estirado gentleman de la City, dos personajes que viven de glorias pasadas y están resentidos por tener que estar en Europa en vez de dominar el mundo– es un cliché.

Igual que los británicos sabemos que todo buen francés lleva una camiseta de rayas y una boina, y que los alemanes rubicundos viven de cerveza y salchichas, también sabemos exactamente lo que todos esos europeos piensan de nosotros. Y, por supuesto, la bebida, las clases sociales y la Segunda Guerra Mundial figuran en el boceto de los británicos que hacen nuestros colegas del otro lado del Canal. Estaría bien poder decir que nuestros vecinos se equivocan, pero, por desgracia, los tópicos son tópicos si tienen un fondo de verdad.

Empecemos por la bebida. Es cierto que podemos aferrarnos a las estadísticas que dicen que no somos, ni de lejos, los más bebedores de Europa. Es más, la última oleada de cifras de la OCDE nos colocaba en el puesto 11 de Europa por consumo de alcohol, muy por detrás de Francia, que ocupa el primer lugar, seguida de Portugal y Austria. Pero, mientras que los franceses, alemanes, españoles e italianos beben mucho menos que en 1980, los británicos beben un 9% más. En cualquier caso, no es la cantidad de pintas –o litros– consumidas lo que nos ha dado nuestra fama de borrachos. El problema es nuestra forma de beber. La cifra de Francia es alta, pero la eleva el gran número de personas que beben con moderación: una copa o dos de vino con la cena. Es una enfermedad británica que incluso se ha hecho hueco en el idioma francés: binge drinking es como llaman ahora al consumo rápido y desmesurado de alcohol con el único objetivo de emborracharse. Esas borracheras de gente que se cae y vomita, visibles en la mayoría de los centros de nuestras ciudades los viernes por la noche, es lo que ha entrado a formar parte de nuestra imagen nacional. Un estudio ha descubierto que el 54% de los británicos de 15 y 16 años confiesa haber caído en el binge drinking, frente a un promedio europeo del 43%. En otras palabras, detrás de la imagen hay una verdad considerable.

¿Qué ocurre con la descripción que nos atribuye una “terrible conciencia de clase”? Es tentador decir que es anticuada, que hoy en día la mayoría de los británicos pertenecen a la vasta y creciente clase media. Pero las cifras no son tan tranquilizadoras. La OCDE coloca a Gran Bretaña al final de la tabla de movilidad social, como se ve en este enlace de The Guardian, y llega a la conclusión de que, en este país, los niños nacidos en familias pobres tienen menos probabilidades de salir adelante que los de Italia, Francia, España o Alemania. Y, aunque las cifras no estuvieran en nuestra contra, no podemos quejarnos de que nuestros colegas europeos piensen que estamos obsesionados con las clases sociales. ¿Qué mensaje creemos que estamos enviando cuando nuestra principal exportación cultural de 2011 fue Downton Abbey, una serie que trata exclusivamente de las complejidades del sistema de clases y que da la impresión de añorar las ideas eduardianas de jerarquía? Por desgracia, no es ningún mito extranjero el hecho de que, en Gran Bretaña, la forma de hablar y la escuela en la que se ha estudiado siguen siendo muy importantes.

Tampoco podemos negar nuestra obsesión con la última guerra. Cuando David Cameron impuso su veto en la cumbre de diciembre para salvar el euro, la rapidez con la que se le comparó con el soldado británico de la famosa caricatura de 1940 –el de la estoica declaración de “Muy bien, pues solos”– fue la prueba de que somos una nación que sigue viendo Europa desde la perspectiva de aquella guerra. Por diversas razones, en absoluto malas, hemos convertido el periodo 1939-45 en una especie de mito de la creación, la noble historia del nacimiento de la Gran Bretaña moderna. Elegimos a Churchill como el británico más grande de todos los tiempos y veneramos a la reina, en parte, porque es un vínculo directo con ese capítulo de nuestra historia, el momento en el que estuvimos, inequívocamente, del lado del bien. Esa es, desde luego, una diferencia fundamental entre nosotros y nuestros colegas europeos, para quienes ese periodo es cualquier cosa menos simple e inequívoco.

Y, a pesar de todo, ningún británico podría aceptar la caricatura que se hace de nosotros sin cierta discrepancia. Para empezar, es contradictoria. ¿Cómo podemos ser un modelo de autocontrol y a la vez tener esa afición a desnudarnos en pleno estupor etílico? (Se puede responder que estamos reprimidos y necesitamos el alcohol para soltarnos, y entonces nos pasamos.) Y además, es incompleta. Porque el estereotipo captura gran parte de lo que fuimos y seguimos siendo, pero no tiene en cuenta en qué nos hemos convertido. Hoy somos una sociedad mucho más diversa y variada, sobre todo en nuestras grandes ciudades, que lo que implica la imagen del hooligan y el caballero de la City.

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La vida británica moderna tiene un dinamismo que el tópico no capta. Una pista la da la sugerencia polaca de que los británicos son “amables y amistosos con los inmigrantes”. En comparación con otros países europeos, seguramente es cierto que Gran Bretaña es, en general, más tolerante. Algunos de nuestros servicios públicos –el Servicio Nacional de Salud, la BBC– siguen siendo objeto de adoración. No somos solamente un mini Estados Unidos de mercantilismo desaforado. A pesar de todo, Gran Bretaña no está rota. Y si a algunos de nuestros vecinos europeos les cuesta aceptarlo, entonces debería oír lo que decimos de ellos.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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