_
_
_
_
_

El sueño del criador de ostras

El pequeño chiringuito de Toshimi Abe es un símbolo de la férrea voluntad del pueblo japonés de sobreponerse al desastre

Tashimi Abe, en su chiringuito.
Tashimi Abe, en su chiringuito.J. REINOSO

Toshimi Abe tuvo que vivir una pesadilla para poner en marcha un sueño. El 11 de marzo del año pasado, cuando el terremoto de magnitud 9.0 sacudió el noreste de Japón con una fuerza jamás registrada en el país asiático, este criador de ostras que vive en Higashimatsushima, localidad de unos 43.000 habitantes, 420 kilómetros al norte de Tokio, en la prefectura de Miyagi, fue a buscar a sus dos hijos que se encontraban en casa, situada a 300 metros del mar. Recogió al niño de ocho años, pero la niña de 5 se la había llevado otro padre amigo.

Más información
Viaje a la herida del tsunami
La industria nuclear comienza a capear el tsunami
El Gobierno japonés barajó la evacuación de Tokio

“Había cascotes por todos lados y no podía acceder. Utilicé una carretilla elevadora para despejar el camino, y una rueda del coche se pinchó. Intenté cambiarla, pero en ese momento oí un ruido profundo, gente gritando y el graznido ensordecedor de las gaviotas”, explica. “Nos dirigimos corriendo al edificio de la asociación de pescadores, que está cerca de mi casa. Estábamos mi esposa, los niños y yo, pero faltaba mi padre, de 66 años. De repente, vi cómo llegaba el tsunami. Era una pared de agua coronada por una masa de árboles. Estábamos en el segundo piso, y el nivel seguía subiendo. Pensamos que debíamos encaramarnos en el tejado, pero el agua se detuvo cuando llegaba a nuestros pies. Logramos salvar a una persona que iba flotando entre maderos y casas. Había gente dentro de coches”, dice con la mirada vacía.

A las cinco de la tarde –unas dos horas después del seísmo- el nivel bajó a 50 centímetros, y fue a su casa a recoger algunos colchones, una radio y agua embotellada. Esa noche, medio centenar de personas durmieron, en medio de la oscuridad y el miedo, en el edificio que les había salvado la vida. “El ejército llegó al tercer día. Los soldados cargaron a algunos ancianos que no podían moverse y se los llevaron en helicópteros”. Abe y su familia se instalaron en un centro de refugiados durante varios días.

El cuerpo de su padre apareció dos semanas después del desastre. “Condujo su coche al puesto de evacuación. Era miembro del cuerpo de bomberos. Creemos que quiso ayudar en las labores de alerta y el tsunami le atrapó”.

Del centro de refugiados, la familia se mudó a casa de su suegro, en el sur de Miyagi, desde donde Abe iba y venía a Higashimatsushima. Ahora, viven en una casa prefabricada temporal.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

En mayo, fue a visitar lo que quedaba de los dos criaderos de ostras que tenía antes de la catástrofe, uno a 500 metros de la orilla y otro, cinco kilómetros mar adentro. “No pude ir antes porque mi barco fue destrozado por el tsunami”, afirma. Lo que vio no lo olvidará nunca. “Habían pasado dos meses y aún había coches semihundidos, árboles y casas flotando, todo enredado. La prioridad de las autoridades fue despejar las carreteras”.

En la pared de un comercio, alguien ha desmontado los letreros de un supermercado. Solo queda la huella oscura sobre la fachada. “Mucha gente ha quitado los rótulos de los nombres porque crean una imagen de deshonor con el edificio medio destruido”, explica un vecino de Sendai (capital de Miyagi). Solares vacíos, unos árboles rotos y otros vencidos hacia tierra adentro dibujan un paisaje de desolación en la zona. Un camión transporta chatarra oxidada. Las excavadoras trabajan por todos lados.

Toshimi Abe era miembro de la cooperativa de criadores de ostras en esta región de gran actividad pesquera. “Yo recogía 420 toneladas al año. El maremoto destruyó todas las instalaciones. Es un milagro que la industria haya podido producir esta temporada -que va de octubre a marzo- un 10% de lo que criaba antes”, asegura. Para lograrlo, los pescadores limpiaron el mar, pagados por el Gobierno local. “En 40 años de negocio familiar, tuvimos tifones y otros problemas. Pero nunca algo como esto”.

Tras el desastre, pensó dejar el oficio que heredó de su padre y ejercía desde hacía 10 años. “No renové mi pertenencia a la cooperativa. Pero tenía que hacer algo, había perdido 80.000 euros en las instalaciones y la producción, y unos 20.000 euros de la vivienda”.

Ese algo llegó en forma de chiringuito-restaurante de ostras, que levantó con un socio que se dedicaba anteriormente a la comercialización del molusco en Internet. El local está situado temporalmente en una carpa de plástico en el malecón en Ishinomaki, ciudad de 160.000 habitantes a unos 9 kilómetros de Higashimatsushima. A primera hora de la tarde, su media docena de mesas están llenas. Los clientes asan en las parrillas las ostras, que ocasionalmente estallan arrojando un chorro de agua caliente sobre los comensales. La docena cuesta 2.500 yenes (23 euros). Abe habla con dignidad, sentado en un banco de madera con la espalda recta y las palmas de las manos apoyadas sobre las rodillas bien separadas. “Decidí que además de producir ostras tenía que venderlas directamente a los clientes. En octubre, estuve en Francia y vi que muchos criadores tienen restaurantes. En la década de 1970, cuando Francia sufrió una plaga que diezmó sus criaderos, la generación de mi padre envió semillas de ostras para ayudarles a recuperar el cultivo. Ahora, nos están ayudando ellos”.

Abe dice que “en Japón, la mayor parte de las ostras se comercializan sin la concha, por lo que el beneficio es mucho menor”. “Además, el proceso de producción no ha cambiado desde hace décadas. No es como en Francia, donde siempre están investigando nuevos métodos”, explica mientras voltea dos piezas sobre la rejilla humeante.

“Allí, las ostras crecen en redes -no en cuerdas que cuelgan en el mar- y tienen forma más regular. Quiero exportar algún día ostras a todo el mundo, pero para ello necesito que su forma sea como la de las francesas”.

Abe cobró 15.000 euros del seguro por el barco destrozado, del que aún tenía que devolver el 50% del préstamo que había pedido para comprarlo. Ahora, está a la busca de inversores para los criaderos y el restaurante que quieren construir en el futuro.

En la aventura, le acompaña también Masaki Hirano, un hombre de 35 años que ha dejado su puesto en una multinacional farmacéutica británica para unirse al proyecto como responsable comercial en Sendai. “Quiero promover el consumo de productos locales y atraer turismo a la región. Creo que todos debemos pensar en lo sucedido y volver a plantearnos nuestras vidas. Quiero hacer un trabajo con una orientación más humana”, afirma. Abe coincide: “El tsunami ha obligado a repensar muchas cosas. Estoy triste por quienes murieron, pero la catástrofe ha traído oportunidades para ver las cosas desde una perspectiva diferente”.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_