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Tribuna
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Prisioneros del partido

En EEUU conocemos a los candidatos, pero no quién será el presidente. En China ocurre al revés

En diciembre pasado, fueron numerosos los analistas que señalaron que, dada la coincidencia de las elecciones estadounidenses con el relevo de la cúpula del poder en China, 2012 sería un año clave para la política mundial. Como se señala a menudo con ironía en el mundo de los analistas, predecir los acontecimientos, especialmente si se trata del futuro, es particularmente complicado. Bien, pues esta vez parece que no andaban muy desencaminados.

A un lado de este G-2 informal constituido por EEUU y China que parece, si no gobernar el mundo, por lo menos determinar en gran medida su destino, sabemos de las dificultades de Obama para lograr su reelección y, también, de los problemas de Mitt Romney para asegurarse la candidatura republicana. Gracias a los medios de comunicación y al carácter democrático y abierto de la política estadounidense, vamos siendo informados puntualmente de qué posiciones adoptan los candidatos sobre los temas más relevantes, desde la reforma fiscal a la interrupción voluntaria de embarazo o la política internacional, quiénes los apoyan y financian y en qué contradicciones incurren.

Al otro lado del G-2, es decir, en China, las cosas no pueden ser más diferentes, y no pueden marcar mejor el contraste entre esos dos mundos tan absolutamente diferentes como condenados a entenderse. Allí, en lugar de elecciones, se celebran selecciones. La renovación de la cúpula comunista, en sí un gran mérito, tiene lugar mediante el procedimiento de cooptación entre las élites del partido. Hasta ahora, al igual que el auge de China se ha venido vistiendo de “ascenso pacífico” y “desarrollo armonioso”, el proceso de renovación del liderazgo se ha vendido como un proceso de deliberación colectivo basado en el principio de mérito y orientado a la búsqueda de la sabiduría colectiva.

Esa farsa ya estaba bastante en entredicho, no sólo por razones de sentido común, sino por la doble paradoja que supone que conozcamos antes de iniciarse el proceso quién va a ser el sustituto del actual presidente Hu Jintao y, al tiempo, por el hecho de que desconozcamos absolutamente todo sobre cuál es la visión política y programa del hombre (Xi Jinping) destinado a gobernar los destinos del segundo país más influyente de la tierra. No deja de ser asombroso que las decenas de artículos publicados sobre Xi Jinping coincidan en señalar que, pese a que conozcamos perfectamente su biografía, lo desconocemos todo sobre sus planes. Por tanto, frente a EEUU, donde estamos perfectamente acostumbrados a saber quiénes son los candidatos, pero no quién será el presidente, en China ocurre exactamente al revés: sabemos quién será el presidente pero desconocemos quiénes eran los candidatos y con qué ideas ganaron la candidatura.

Es por esa razón que la defenestración la semana pasada de Bo Xilai, el populista secretario del Partido Comunista Chino (PCCh) en Chongqing, uno de los candidatos al Comité Permanente del Politburó, el órgano que realmente gobierna China, hace tanto daño al régimen. Frente al ideal de desarrollo armónico y de gobierno basado en la deliberación, la caída en desgracia de Bo Xilai pone de manifiesto un viejo axioma de la política en los regímenes autoritarios: cuando suprimes la competición política entre partidos, la trasladas al partido único, y cuando la suprimes dentro del partido, la trasladas a la cúpula del partido, donde degenera en una lucha de facciones. En una declaración bastante explícita para lo que suele ser común allí, el primer ministro Wen Jiabao ha advertido de que sin reforma política las reformas económicas peligran, e incluso ha blandido la amenaza de una nueva Revolución Cultural.

Zhao Ziyang, secretario general del PCCh en tiempos de Tiananmen, cuenta en su libro, Prisionero del Estado, cómo en 1989 las elites del partido dieron un golpe de Estado, le expulsaron del poder y acabaron mandando los tanques contra unos estudiantes desarmados que se manifestaban, paradoja, en memoria de Hu Yaobang, otro secretario general del PCCh defenestrado por su corte reformista. Por eso, aunque la advertencia y deseos de Wen Jiabao puedan ser sinceros y estén cargados de razón, su recomendación sobre la reforma política es sin duda inviable: él mismo, y el futuro dirigente, Xi Jinping, son la prueba de que sólo aquellos que se disfrazan de tecnócratas, ocultan sus preferencias, flotan como los corchos y construyen el poder en la sombra llegan a la cúpula. Todos los demás, desde el ingenuo de Zhao Ziyang hasta el demagogo Bo Xilai, son la prueba de que el partido sólo teme a una cosa: a sus divisiones internas, y que está dispuesto a todo con tal de sofocar cualquier atisbo de competición por el poder que no sea gestionada ordenadamente por los que ya detentan el poder. Las élites, y no sólo los chinos, son también prisioneros del partido. Por eso la reforma desde dentro es imposible.

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