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Misterio Monti

El tecnócrata que llegó de Europa para salvar a Italia es el político con más popularidad de la historia reciente. Pero agotado el relumbrón de sus primeras medidas, empiezan los problemas. Nadie ve en Italia el final del túnel ni signos de crecimiento. Y el tiempo de las palabras ya pasó

Mario Monti a finales de 2011.
Mario Monti a finales de 2011. GABRIEL BOUYS (AFP)

A los romanos les apasionan las preguntas sin respuesta, también llamadas misterios. Por ejemplo, ¿por qué en la cripta de la basílica de San Apolinar, junto a cardenales y obispos, está enterrado Enrico de Pedis, uno de los capos de la sangrienta banda de la Magliana, asesinado a tiros junto al Campo dei Fiori en febrero de 1990…? No hay capítulo de la historia antigua o reciente de Italia que no esté envuelto en el papel de regalo de los misterios. También el reinado efímero de Mario Monti al frente del Gobierno —fue colocado en el cargo en noviembre de 2011 y tendrá que dejarlo en la primavera de 2013— está salpicado de preguntas sin respuesta. La primera de ellas: ¿qué dedo, con nombres y apellidos, lo colocó en el cargo? La última —por el momento— puede girar en torno a su popularidad: ¿por qué un primer ministro que recorta las pensiones, abarata el despido, pone la gasolina por las nubes, resucita el impuesto de bienes inmuebles y deja sin sustento a decenas de miles de prejubilados sigue gozando de una popularidad, dentro y fuera de Italia, sin precedentes?

Hace unos días, en el transcurso de un vuelo entre El Cairo y Roma, el flemático Mario Monti, de 69 años recién cumplidos, perdió la calma. La Bolsa de Milán, que desde hacía semanas experimentaba una ligera mejoría, había caído de nuevo y, por si fuera poco, la dichosa prima de riesgo estaba otra vez en el palomar de los 400 puntos. El antiguo comisario europeo de la Competencia y exasesor de Goldman Sachs, visiblemente enojado, exclamó ante sus colaboradores:

—¡La culpa la tiene España… y la Marcegaglia!

Sus colaboradores se fueron de la lengua ante los chicos de la prensa y al día siguiente la ira inusitada del primer ministro presidía todas las portadas. Lo de España tiene fácil explicación. Una vez corneada Grecia, parece que la fiera de la crisis busca otra víctima y Mario Monti, como el francés Nicolas Sarkozy, prefiere que sea el recién llegado Mariano Rajoy el que cargue con el muerto. A la hora de salvar el pellejo, no hay afinidades políticas que valgan. Pero, ¿y lo de Marcegaglia…?

¿Por qué un primer ministro que recorta las pensiones y abarata el despido sigue gozando de tal popularidad?

Emma Marcegaglia, de 46 años, es la presidenta de Confindustria, la patronal italiana. Aunque ya está de salida del cargo, durante los últimos meses ha desempeñado un papel muy relevante en la política italiana. A finales del pasado año, su voz —unida a la de otros empresarios como Diego della Valle, dueño de los zapatos Tod’s y restaurador del Coliseo— sirvió para estrechar la soga alrededor del cuello del inefable Silvio Berlusconi. Cuando el caimán todavía estaba vivo políticamente y daba coletazos, la presidenta de los industriales tuvo la valentía —o el sentido de la oportunidad— de entonar un público basta ya. “Los italianos”, denunció, “ya estamos hartos de ser el hazmerreír de la comunidad internacional. Y los emprendedores estamos cansados de ir al extranjero representando nuestros productos y ser acogidos con sonrisitas por culpas que no tenemos nosotros. Eso daña al orgullo nacional y a nuestra capacidad de exportación”.

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Cobrada la pieza —y qué pieza—, Marcegaglia, como todo el país, acogió con un suspiro de alivio la llegada al Gobierno de Italia de un hombre serio, con una sólida formación económica —estudió en Bocconi y en Yale y fue discípulo del Nobel James Tobin—, con los colmillos suficientemente retorcidos —ya en los setenta participó en un lobby fundado por David Rockefeller y más recientemente asesoró a Coca-Cola y a Goldman Sachs— y con un bagaje en Europa —desde 1995 a 2004 fue comisario del Mercado Interior y de la Competencia— que lo convertían en un profundo conocedor del laberinto europeo. De hecho, a mediados de noviembre de 2011, Europa y los mercados —o la Europa de los mercados— lo colocaron al frente del Gobierno de Italia, al modo en que el Imperio nombraba a sus gobernadores para que gestionaran las provincias conquistadas. La bendición del presidente de la República, Giorgio Napolitano, un viejo excomunista que goza de un respeto y una simpatía unánimes, y el alivio general por la marcha de Berlusconi hicieron el resto. Partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales —también Marcegaglia— y, sobre todo, los sufridos italianos otorgaron a Monti un voto de confianza, un salvoconducto para explorar los viciados y viciosos territorios de la política, un “doctor, proceda” para que amputara sin anestesia viejos y sacrosantos derechos adquiridos.

Exhibió un fino sentido de la ironía desvelando qué compró, dónde y cuánto pagó por su sobria cena de Nochebuena

Además, ciertos detalles de su personalidad o de su conocimiento del marketing —llegó a Roma cargando su maleta de ruedas, esperó en el andén de Termini la llegada de su esposa, exhibió un fino sentido de la ironía desvelando qué compró, dónde y cuánto pagó por su sobria cena de Nochebuena, y no dudó en destituir fulminantemente a un colaborador que en el pasado se había dejado convidar a un hotel de lujo por empresarios de dudosa reputación— le granjearon la confianza, el respeto, la estima y la simpatía incluso de quienes, por principios, se muestran contrarios a la permanencia de un tecnócrata que no se sometió a las urnas al frente del Gobierno de la República. La popularidad del profesor Monti, que llegó a ser de casi un 80%, decayó tras los primeros ajustes, pero aún sigue estando muy por encima de la de cualquier político italiano del presente o del pasado, no digamos de aquel que durante dos décadas dirigió —es un decir— los destinos del país y que ahora entretiene sus días y su fortuna comprando palacios —el último, en el lago de Como— y tratando de que los jueces no lo condenen por corrupción o inducción a la prostitución de menores…

Desde el principio, el primer ministro Monti, que además se reservó para sí la cartera de Economía, tuvo claro que de nada servirían las reformas emprendidas en Italia si Europa y el mundo no tenían constancia de ellas. No estaba mal que los italianos lo estimaran, pero lo verdaderamente importante era que Europa, los mercados y hasta la opinión pública mundial lo consideraran uno de los suyos. Su proyecto navegaba viento en popa —con laudatoria portada de la revista Time incluida— hasta que Emma Marcegaglia descolgó hace unos días el teléfono y, al oído del Financial Times, declaró:

—La reforma laboral de Monti es muy mala. No es la que habíamos acordado. Hubiese sido mejor no haber hecho nada, porque esta reforma no es la que necesita el país. En ningún país de Europa existen unos contratos tan rígidos…

Su tono académico no es exactamente divertido, pero los italianos ya se divirtieron con el anterior primer ministro

A los políticos, y también a los tecnócratas metidos a políticos, hay que juzgarlos más por sus enfados que por sus sonrisas. Suelen ser más sinceros los primeros que las segundas. Salvo en el caso de Berlusconi, cuyas palabras tenían la misma autenticidad que su bronceado o su creciente cabellera. Monti montó en cólera por las declaraciones de la líder empresarial. Hasta ese momento había dejado que la reforma laboral fuese gestionada por la ministra Elsa Fornero, aquella que rompió en llanto al anunciar el recorte de las pensiones. El primer ministro, de hecho, se había dedicado a las relaciones públicas. Si, justa o injustamente, la caricatura de Rajoy es ya la de un presidente haciendo mutis por el foro del Senado, la de Monti es la de un primer ministro que habla y habla sin descanso, por la mañana, por la tarde, a la prensa nacional, a la prensa extranjera, a los políticos propios y a los ajenos, en Roma y en Milán, en Bruselas y en Londres, en Seúl y en Nueva York… Su tono académico no es exactamente divertido, pero los italianos ya se divirtieron suficientemente con el anterior primer ministro hasta que se les heló la sonrisa y hasta el futuro. No obstante, ante las palabras de Marcegaglia, Monti perdió la compostura. Se enfadó. Mucho, según quienes lo escucharon y corrieron a contárselo a la prensa. Tanto se irritó el primer ministro que acusó a la presidenta de los industriales de esconder oscuras motivaciones tras sus críticas al Gobierno:

—Emma Marcegaglia quiere entrar en política y por eso nos ataca. Y el problema es que con sus declaraciones traslada a los mercados la sensación de que los empresarios italianos desconfían del Gobierno. Sus declaraciones [a Financial Times] hacen daño porque tienen una enorme influencia sobre los mercados…

En solo 24 horas se cargó las aspiraciones de Roma a los Juegos Olímpicos y anuló la compra de 41 aviones de combate

El asunto no parece ni mucho menos anecdótico. Al contrario que los remotos gobernadores del Imperio, Monti sabía dónde se metía cuando a mediados del pasado mes de noviembre aceptó el encargo —de Europa, de los mercados, del presidente napolitano y de ese dedo misterioso…— de corregir la deriva de Italia hacia el precipicio. Nada más llegar al Gobierno, Monti aprobó un decreto que llamó Salva Italia y que contempla un ajuste de 30.000 millones de euros entre 2012 y 2014, el resultado de reducir 12.000 millones de gastos y aumentar la recaudación en 18.000 millones. A continuación, y sin tomarse un respiro, anunció un ambicioso plan para recortar los privilegios de ciertos colectivos —desde notarios a farmacéuticos, pasando por abogados, taxistas o dueños de gasolineras— que hasta ahora eran intocables. El imperturbable primer ministro italiano fue capaz, en solo 24 horas, de cargarse las aspiraciones de Roma a los Juegos Olímpicos, de anular la compra de 41 aviones de combate, de pronunciar un discurso en Estrasburgo en el que por poco lo sacan a hombros y, para rematar la faena, de anunciar que la Iglesia italiana (la mayor casera de la República) tendrá que pagar a partir de ahora el impuesto de bienes inmuebles, un viejo privilegio que Silvio Berlusconi agrandó ladinamente para intentar desgravar unos meses de su imparable camino hacia el infierno.

Cercano al Papa y a “los poderes fuertes” de Italia, Mario Monti, cuyo padre nació y se crió en Luján (Argentina), donde su familia había instalado una fábrica de cervezas y licores, sigue caminando sobre las aguas de la política, un mar muerto desde hace años por la corrupción y las malas artes. De hecho, desde que Monti llegó a la vida política de Italia, los escándalos han ido visitando a un partido tras otro sin olvidarse de uno. Tal vez sea fruto de la casualidad, de otro misterio romano o de la sibilina mano de Monti, pero lo cierto es que fiscales y policías han destapado en las últimas semanas un conglomerado de actuaciones irregulares que afectan a todo el arco parlamentario, desde la izquierda moderada de Pier Luigi Bersani a la derecha nacionalista, obscena y xenófoba de la Liga Norte, cuyo líder y baluarte de los últimos Gobiernos de Berlusconi, Umberto Bossi, ha tenido que marcharse avergonzado por unos hijos trincones y una esposa que dedicaba el dinero de los contribuyentes a extraños rituales de magia negra. El caso es que lo que esta semana ha advertido el ministro Luis de Guindos a la opinión pública española —o hacemos los recortes nosotros o vendrá un tío de Bruselas con peores pulgas— ya lo había dicho también Mario Monti a los italianos. Yo o el caos. Ese es su lema. De hecho, en el primer conato de enfado, a finales de marzo, el profesor de Economía amenazó con tomar el portante: “Si el país, representado por las organizaciones sindicales y los partidos políticos, no está listo para que hagamos una buena reforma laboral, el Gobierno puede marcharse…”.

De las cuatro banderas que enarboló —rigor, crecimiento, desarrollo e igualdad— solo se tienen noticias de la primera

No se irá. Pero ganas no han de faltarle. La Italia que le dejó Berlusconi, con la colaboración de una oposición que no pudo o no supo plantear alternativas, deja mucho que desear. Infraestructuras insuficientes y anticuadas, sanidad pública desbordada, jóvenes con el futuro bloqueado por la gerontocracia y los enchufes, la criminalidad en aumento, las cárceles a rebosar, la Mafia poniéndose las botas —si los bancos no prestan, a quién acudir en busca de dinero fresco…— y una burocracia gruesa, pesada, sin capacidad para ejecutar los planes de austeridad o de lucha contra la evasión que requiere la coyuntura. El resultado es muy preocupante. De las cuatro palabras que enarboló Monti como las cuatro banderas de su gestión —rigor, crecimiento, desarrollo e igualdad—, solo se tienen noticias de la primera. Un rigor que de tan excesivo se puede convertir en rigor mortis. Que se lo digan si no a las decenas de miles de trabajadores que se están quedando colgados del abismo al saltar del trabajo a la jubilación. Muchos de ellos —el Gobierno dice que son 60.000, pero los sindicatos aseguran que serán cientos de miles— pactaron la prejubilación con sus empresas, pero al ser aumentada la edad de jubilación se han quedado sin nada. Sin sueldo, sin jubilación, sin derecho al desempleo. Tienen 57, 60, 63 años… Los llaman “esodati”, una palabra de difícil traducción al español, pero que viene de éxodo. Son los exiliados del trabajo, la diáspora del bienestar…

El presidente Napolitano, su gran valedor, acaba de declarar que ya se acabó el tiempo de las grandes palabras

El tecnócrata que llegó de Europa para salvar a Italia, el profesor en el que sus compatriotas siguen confiando, el político que aún tiene el apoyo del arco parlamentario, empieza a tener graves problemas. Y no solo porque sus reformas no les gusten ni a los sindicatos —que el viernes retomaron las calles— ni a los empresarios, sino porque aún nadie ve al final del túnel algún reflejo de crecimiento, desarrollo o igualdad. Sus planes para recortar los privilegios de las castas se quedaron prácticamente en nada y a su foto en la portada de Time le están saliendo ojeras. Lo difícil no es llegar, sino mantenerse. Y el presidente Napolitano, su gran valedor, el referente moral de la República, acaba de declarar que ya se acabó el tiempo de las grandes palabras.

—Ahora hacen falta hechos. No basta con invocar continuamente la palabra crecimiento…

Es el primer aviso serio. Nada más y nada menos que del presidente de la República, el que lo nombró senador vitalicio unas horas antes de encargarle el Gobierno. El reinado efímero de Mario Monti, al que se le empieza a agriar el carácter a medida que se le nubla el horizonte, está acompañado de varios misterios. Se sabe que contó con el apoyo explícito e incondicional de Giorgio Napolitano, y que éste mantuvo charlas con Angela Merkel en las vísperas de su entronización. Pero ¿quién lo propuso realmente? ¿Cuáles eran los términos del contrato…? No hay contestación a ninguna de las preguntas ni tampoco prisa por responderlas. En Roma gustan mucho los misterios. Sobre todo si son irresolubles. ¿Por qué hay un mafioso enterrado en la cripta de la basílica de San Apolinar junto a cardenales y obispos…?

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