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Agustín Román, obispo de la diáspora cubana

Fundó la Ermita de la Caridad en Miami, punto de encuentro de los exiliados del país caribeño

El obispo Agustín Román ante la Ermita de la Caridad de Miami.
El obispo Agustín Román ante la Ermita de la Caridad de Miami.

Estaba a punto de cumplir los 84 años, 51 de ellos fuera de su Cuba natal y 46 en Miami. Más de la mitad de su vida, como tantos exiliados. Monseñor Agustín Román, obispo emérito de la archidiócesis de Miami, estaba jubilado desde los 75, pero aún daba clases de catequesis. Cuando el miércoles fueron a buscarle porque tardaba en llegar a la que impartía habitualmente, le encontraron muerto dentro su automóvil. Llevaba largos años con problemas de corazón, que esta vez se le paró definitivamente.

Con este hombre menudo, de palabra pausada y voz suave se le ha ido a la diáspora cubana uno de sus referentes más emblemáticos. En tiempos convulsos para los cubanos católicos, divididos por las posturas de la Iglesia en la isla y la polémica visita de Benedicto XVI, esta muerte ha dolido aún más a un exilio que puede creer en el más allá, pero ve caer en este mundo, uno tras otro, a sus peones más representativos sin ver el final del castrismo.

Agustín Román nació el 5 de mayo de 1928 en San Antonio de los Baños, localidad situada al oeste de La Habana. De padre campesino de origen español, su carrera religiosa iba a estar marcada irremediablemente por la política. Ordenado sacerdote el 5 de julio de 1959, apenas unos meses después del triunfo de la Revolución, su futuro en el país quedó hipotecado pronto: fue de los 132 sacerdotes expulsados de Cuba el 17 de septiembre de 1961 en el barco español Covadonga.

En España solo estuvo unos meses, y entre 1962 y 1966 trabajó en Chile antes de llegar a Miami. Fue tras un viaje a Canadá, origen de la orden de los Padres de Misiones Extranjeras a la que pertenecía. Siempre creyó que la Revolución caería pronto, como tantos cubanos, y podría volver a la patria.

En 1967, se puso al frente del proyecto de construcción de un templo que iba a ser punto de encuentro espiritual en Miami para la creciente llegada de cubanos huidos de la isla. Desde 1973 fue párroco de la Ermita de la Caridad del Cobre, la virgen patrona de Cuba, y por ello el líder y símbolo espiritual más conocido de la diáspora. En 1979 el Papa Juan Pablo II le nombró obispo y en 1987 se valoró mucho su mediación para evitar una tragedia con los cubanos amotinados en las cárceles de Atlanta (Georgia) y Oakdale (Louisiana). Fue un suceso protagonizado por delincuentes que Fidel Castro liberó y unió a las más de 100.000 personas que salieron de Cuba en el éxodo del Mariel, en 1980. Detenidos tras volver a delinquir, se negaban a ser deportados.

El obispo no se significó especialmente en sus posturas políticas y fue más un hombre de paz que rezaba por una solución o reconciliación entre los cubanos. Vivió con emoción la reciente visita del Papa, y sufrió una vez más con la doble moral vaticana al admitir una recepción a Fidel Castro, pero olvidarse de las Damas de Blanco y otros disidentes detenidos o golpeados. Tampoco estaba en disposición de juzgar desde la cómoda trinchera de Miami a la criticada Iglesia cubana, que busca espacio políticamente en terrenos procelosos. Aunque su cardenal Jaime Ortega incluso pidió al Gobierno expulsar a unos disidentes encerrados en una parroquia para evitar incomodidades ante la visita papal, el exilio duro olvida que gracias a su diplomacia las cárceles cubanas están un poco menos llenas. Y en Miami nadie se ha movilizado para ayudar a los liberados cuando España ya no puede.

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Monseñor Román no llegó a ver construida la réplica del muro del Malecón de La Habana, proyectada a orillas de la bahía de Vizcaya, en Miami, donde se encuentra la Ermita de la Caridad. Es un lugar hermoso y muy carismático. En él, aunque hay carteles que lo prohíben, son arrojadas las cenizas de muchos cubanos que así lo dispusieron.

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