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Tribuna
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Desde la guerra doméstica

Todos los mexicanos nos hacemos la misma pregunta: ¿en qué momento llegamos a esto?

El rescatista descendía por el túnel hacia el hedor acumulado en el fondo; peldaño a peldaño, se sumergió en los 150 metros del viejo pozo clausurado. La lámpara aferrada al casco alumbraba la pared de la mina; delineaba siluetas suspendidas en el vacío, trabadas en las vigas, y rocas con tallones de sangre. Al fondo del viejo respiradero, en vez de piso encontró un charco de agua estancada del que emergía una montaña formada por bultos parecidos a lomos de cerdos. Pero eran personas. Una pila de restos humanos, entre brillosos y parduscos, con la textura jabonosa de la descomposición. Sus rostros estaban firmados con el rictus de la angustia. Todos con la marca registrada del crimen organizado: las muñecas atadas por la espalda, la cinta canela clausurándoles la vista, el calzón hecho nudo adentro de la boca o el costal anudado a la cabeza al momento de las torturas.

Todavía un mes después, el día que lo entrevisté, el rescatista que ayudó a destrabar los 55 cuerpos encontrados en el pozo de la mina de Taxco, Guerrero, tenía pesadillas y no lograba responderse la pregunta que nos hacemos todos los mexicanos: ¿en qué momento llegamos a esto?

Este sexenio, el sexenio de los más de 50.000 muertos a partir de que el presidente Felipe Calderón arrojó su lanza de guerra contra el crimen organizado, a muchos nos cambió la vida.

En mi caso, de ser una periodista que cubría asuntos sobre la desigualdad social de un momento a otro, y sin haber salido de mi país, me encontraba escribiendo sobre temas propios de un corresponsal de guerra: hallazgos de fosas comunes, la necesidad de crear bancos genéticos, la urgencia de programas sociales para las miles de familias a las que les arrancaron al padre y proveedor, las sesiones de duelo para colectivos de niños huérfanos, el envío de aviones a la frontera para evacuar a familias desplazadas por la violencia, los pueblos fantasmas donde ya no soportaron las pesadillas de lo vivido o las siempre inexplicables masacres, sean de 72 migrantes, 15 estudiantes o 19 reos.

Desde la urgencia, con los testimonios acumulados en las libretas, escribí un libro sobre las víctimas de la narcoviolencia como una manera de rebelarme al discurso oficial que pedía no alarmarnos, que los muertos eran delincuentes y se asesinaban entre ellos.

El sexenio de Calderón en el que ha habido 50.000 muertos a muchos nos ha cambiado la vida
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Fue un intento de exorcizar las historias acumuladas los primeros tres años de corresponsal de guerra. Para mostrar en el Distrito Federal, la capital que se mantiene como una burbuja, la balcanización del resto del país, nuestro holocausto doméstico. Historias como la de la niña-viuda que vio a su marido deshecho por 36 balazos, la niña que en la Navidad no pidió nada a Santa Claus porque consideró que —como todos— él también estaba siendo extorsionado, el reportero que se despidió de su esposa y de sus hijos y se sentó en la sala a esperar durante toda la noche a que pasaran por él los sicarios, el paramédico de la ambulancia interceptada por sicarios que remataron al herido que transportaba, el sacerdote que fungió como ministerio público dando fé de que los 13 cuerpos rafagueados en su pueblo eran de jóvenes y un niño que pasaron por su pila bautismal, la señora que busca a su hijo de nueve años, a su esposo y sus cuñados, todos desaparecidos en una carretera.

Era el momento de hablar de esas familias nómadas que engendró el sexenio, pues a partir de la desaparición de uno de sus miembros viven recorriendo cementerios, procuradurías, hospitales; peinan montes y tapizan postes con las fotos del perdido; hacen antesala en oficinas de políticos que se burlan de ellos; visitan adivinos y brujos o caen en manos de extorsionadores; recorren el país para asomarse a cada fosa descubierta; se convierten en expertos investigadores y son revictimizados una y otra vez por los funcionarios del Gobierno que se niegan a investigar los nuevos datos que aportan.

Muchas veces he sentido que ya vi todo el horror posible, que lo último es lo más extremo, pero la realidad siempre me sorprende. Como aquella fila de cientos de personas que esperaban cotejar su ADN con los 170 cadáveres apilados en bolsas negras, hediondos, tiradas en el piso de la morgue. La fila de 30 mujeres con las fotos de sus hijos en la mano que no querían irse sin contarme su historia con la esperanza de que la publicara, al menos una línea. La entrevista a aquel padre que busca dientes, no huesos, porque sabe que a su hijo lo disolvieron en ácidos.

El año pasado las víctimas salieron a la calle, recorrieron el país, hablaron en las plazas y las vimos en la televisión contando su dolor y exigiéndole al presidente que terminara con la barbarie y les hiciera justicia.

¿Cómo exorcizas estas historias reales? ¿Dónde colocas tanto dolor? ¿Puede convertirse en una fuerza motora? ¿De qué manera mantenemos viva la indignación y la esperanza ante la tragedia? ¿Cómo seguimos cubriendo sin que esto nos robe la alegría de vivir?

Muchos hemos entrado al club de los periodistas con pesadillas. En mi caso duró unos meses, sicarios me perseguían y yo caía en una piscina de pozole, cadáveres me caían del suelo o eran arrastrados a una esquina y dispuestos como bolsas de basura. En otros colegas he visto cómo los buitres anidan en su mente y ya tienen hecho su testamento. Pero al final el humor negro nos sirve para reírnos de todo esto.

En el camino vas descubriendo a defensores de derechos humanos, abogados, psicólogos, religiosos, periodistas, escritores, artistas, estudiantes y jóvenes que comparten la indignación y las ganas de revertir el curso de esta historia de sangre. Cura saberte en red. Construir memoriales virtuales con periodistas y escritores. Formar equipos para contar muertos y recuperar sus historias. Saber que la indignación está viva. Rescatar las historias de amor extremo y de esperanza. Darse cuenta que aunque las golpeen las víctimas se siguen levantando y organizando para pelear contra los mecanismos de la impunidad.

En este nuevo México, además de dolor, encuentras milagros. Padres y madres que se inmolan del puro amor que tienen por sus hijos, pues investigar su paradero es condenarse a muerte. Familias de víctimas que se organizan para recuperar a sus desaparecidos o devolverle la dignidad a sus muertos. Poetas, raperos y cirqueros que recuperan plazas abandonadas por la comunidad desde que amaneció con un cadáver. Amas de casa que estudian tanatología para ayudar a otras familias a comenzar el duelo. Ciudadanos que suben a youtube el video de la balacera que el Gobierno niega. Madres que se convierten en investigadoras y se hacen expertas en buscar a sus hijos. Nuestras Madres de la Plaza de Mayo versión mexicana.

En el ocaso del sexenio, la emergencia no ha pasado. Continúan las noticias de la guerra entre bandas en el centro de cualquier ciudad a plena luz del día y cada semana una nueva familia llega a la redacción a denunciar que a su hijo lo desaparecieron. Y siempre te cuestionas de qué manera escribir para que el muerto 5, el 500 o el 50.000 siga importando, para repetir que en este país desaparece gente por millares, y que esa noticia siga importando, para que no nos acostumbremos al horror.

Marcela Turati es periodista mexicana y autora del libro Fuego cruzado, publicado en 2011.

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