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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Vaya par

Elvira Lindo
Iñaki Urdanagarin y su esposa, la infanta Cristina, en un coche a su llegada a Mallorca, el pasado 24 de febrero.
Iñaki Urdanagarin y su esposa, la infanta Cristina, en un coche a su llegada a Mallorca, el pasado 24 de febrero.TOLO RAMÓN

La justicia americana es muy peliculera. Tanto, que el joven estafador Frank Abagnale consiguió aprobar el examen que permite ejercer la abogacía en Estados Unidos gracias a empaparse durante horas de la jerga jurídica con la que estaba salpicada la célebre serie de Perry Mason. Aprendió los términos y la coreografía, el tono, la manera de acorralar al acusado. A su vez, otra película, Catch me if you can, contó la historia de este héroe de la estafa, este Houdini maestro de la falsificación de cheques que se pasó la juventud huyendo del FBI hasta que acabó redimiéndose y trabajando para los servicios de inteligencia. Una gran historia que solo podía tener un rostro, el de Leonardo DiCaprio. La justicia americana es tan peliculera que no sabemos qué sería del cine de los yanquis sin las historias de juicios. También es posible que los abogados de hoy hayan aprendido, como el ladrón Abagnale, a defender, a acusar y a pactar imitando a los grandes actores, Raymond Burr, DiCaprio, Spencer Tracy, Gregory Peck, Charles Laughton, Harrison Ford, Paul Newman; en fin, añadan ustedes los que quieran. Por suerte, los guionistas tienen en la realidad, más que una fuente de inspiración, una plantilla sobre la que calcar, porque, repito, la justicia americana es tan peliculera que cuando aparecían, casi a diario, las crónicas sobre el juicio O. J. Simpson, al lector le parecía estar siguiendo una serie más que una pieza periodística. Para el ciudadano americano, el hecho de pactar mediante dinero o declaraciones de culpabilidad puede resultar en ocasiones injusto, pero entiende que se trata de una práctica común. Esta semana, el dúo Urdangarin-Torres nos ofrecía un nuevo episodio de esta serie que súbitamente está tomando tintes peliculeros: el duque, aquel hombre demacrado que fue a los tribunales para defender su honorabilidad, le ofrecía al juez dinero y culpabilidad a cambio de no ir a la cárcel. Había otra razón que la prensa ha filtrado: sacrifica su inocencia para no perjudicar a su familia política. No sabemos cuál de las dos razones es más poderosa para el yerno, si la libertad o esa lealtad de última hora a su suegro. Por su parte, el exprofesor, examigo, exsocio del yerno amenaza con poner sobre la mesa del juez mensajes en los que se probaría el consentimiento del Rey a los negocios del que fuera un hijo político ejemplar. Sea como fuere, ya no hay manera de reconducir este turbio serial. España no es América. Ni el concepto de la justicia es el mismo. Dicen quienes saben que es una práctica relativamente común que los empresarios corruptos se libren de la cárcel devolviendo el dinero. Yo no lo sé. Sé, en cambio, que me resultaría extraño, ajeno y, aún más importante, injusto. Ofrece al ciudadano la idea de que con dinero se puede comprar la inocencia. Peor todavía, que con dinero la justicia puede aceptar el compromiso de ignorar una información que a estas alturas, gracias a la amenaza mafiosa de uno de los acusados, está en boca de todo el mundo. Uno se retrata en la vida por los amigos que tiene, también por los socios. En este caso, los miembros de este inseparable tándem se han retratado como el amigo y el socio al que cualquier persona sensata jamás se debería arrimar: en primer lugar, el duque negó cualquier responsabilidad y cargó el posible delito sobre los hombros del hombre que le enseñó a hacerse rico; a esta velada acusación, el afectado respondió amenazando con salpicar de mierda a la familia del socio, la misma que les servía de tarjeta de presentación en sus negocios gaseosos.

Mal arreglo tiene la cosa. No supieron ser honrados empresarios ni tampoco han sabido ser honorables acusados. Pero lo extraordinario es que a personajes tan correosos no les pusieran límite ni el Rey, ni sus asesores, ni el Gobierno, ni los Ayuntamientos ni las comunidades autónomas que contribuyeron a su enriquecimiento. Quisiera una pensar que esto pertenece a una época pasada en la que aquello del “no sabe con quién está usted hablando” era moneda de cambio, aunque estremece pensar que España es un país tolerante con los delitos de corrupción. Al menos, los votos no parecen verse afectados por los escándalos. Me temo que con todo aquello que roce a la familia real no se ejerce la misma tolerancia. Desde un primer momento, la opinión pública se mostró escéptica ante la idea de que un yerno del Rey fuera a la cárcel. El pacto, sea práctica común o no lo sea, refrendaría ese escepticismo popular: la justicia, se suele decir, nunca es igual para todos.

El dúo Urdangarin-Torres nos ofrece otro episodio de esta serie que tiene tintes peliculeros

Somos un país pedestre, menos peliculero, más prosaico. Nuestros jueces son menos actores que los jueces americanos, nuestras películas de juicios despiden menos brillo. Es como si nuestra realidad se impusiera con toda su crudeza y no permitiera ser traducida a la ficción. La historia del deportista que enamoró a una princesa y malbarató su privilegiada condición daría para una gran película que, probablemente, no sabremos hacer. No solo porque nos falte la bendita tradición del realismo que aquí consigue elevar la peripecia de cualquier idiota a una condición heroica; no es solo eso, es que tenemos otra idea de la justicia, menos épica, desde luego, pero más igualitaria. Está feo que la inocencia tenga un precio.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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