_
_
_
_
_
Europa / 2
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La Comisión Europea debe ser democrática y transparente

Es necesario abordar el déficit democrático de la UE. El presidente de la Comisión debería ser elegido democraticamente y, a su vez debería poder seleccionar a los comisarios

El mayor logro económico del euro es sin duda alguna haber impedido que la economía europea se fracturase en la crisis económica y financiera desencadenada por la quiebra de Lehman Brothers. Sabemos, por el ejemplo de los años treinta, que en tiempos de crisis los Gobiernos nacionales tienen la tentación de creer que la devaluación y el proteccionismo redundan en beneficio de los intereses de sus electores; y qué destructivo es para todos que los Gobiernos nacionales caigan en esa tentación. La moneda única europea ha servido y seguirá sirviendo de baluarte contra dichas tendencias. Quienes afirman que el euro no es más que una camisa de fuerza de la que los Gobiernos nacionales harían bien en liberarse lo antes posible están diciendo, en definitiva, que la manipulación de divisas y el nacionalismo económico son la vía ideal para alcanzar la prosperidad. No lo creo en absoluto. Ni tampoco lo creen en su mayoría, por irónico que resulte, los más feroces críticos del euro cuando hablan de cualquier otro tema que no sea la moneda única.

Ahora bien, las ventajas económicas del euro no han consistido solo en evitar posibles daños. La baja inflación, la eliminación de los riesgos del cambio, el aumento del comercio en la eurozona y la mayor integración de los mercados financieros europeos han contribuido a la cultura fundamental de estabilidad monetaria y previsibilidad económica que el euro ha aportado a Europa. Las economías europeas bien administradas, en particular Alemania, han aprovechado esa estabilidad para mejorar su comportamiento económico, con una reacción apropiada a los incentivos y las disciplinas del sistema de la eurozona.

Otros Estados miembros de la eurozona no han reaccionado tan bien como Alemania a los retos del euro. Cada vez se es más consciente de que incrementar la deuda para financiar un gasto público improductivo es un callejón sin salida que perjudica el crecimiento sostenible. Pero es muy difícil pensar que estos países hubieran podido estar mucho mejor fuera de la eurozona. El caso de Italia es especialmente significativo. Mario Monti, respaldado por una mayoría abrumadora en el Parlamento Italiano, está llevando a cabo en el país las reformas económicas y financieras que, como todo el mundo sabe ahora, otros Gobiernos italianos son responsables de no haber hecho. Sin tales reformas, la economía italiana no puede prosperar, ni dentro ni fuera de la eurozona. Me parece irónico que muchos de esos comentaristas que tanto gritan para exigir la reforma total del modelo económico europeo tradicional acojan a regañadientes esa misma reforma cuando surge de los propios mecanismos de la eurozona.

Las acusaciones de dictadura e inflexibilidad que se hacen a Alemania demuestran gran ignorancia

El papel que ha tenido Alemania durante los dos últimos años en la crisis de la deuda soberana en la eurozona ha suscitado críticas considerables, muchas de ellas injustas. Las acusaciones de dictadura e inflexibilidad que se le hacen demuestran gran ignorancia. Si hay alguna crítica que se le puede hacer a la señora Merkel es que, a menudo, ha dado la impresión de que le faltaba una visión estratégica para el gobierno de la eurozona. Sin embargo, es posible que tenga una visión que, por motivos políticos, está tardando en articular. La postura alemana sobre el carácter, el alcance y la duración de la ayuda financiera que debe darse a los miembros de la eurozona que están o pueden estar en dificultades ha evolucionado mucho en los últimos 18 meses. Y no existen motivos para pensar que esa evolución haya llegado a su fin. Igual que sus predecesores en la cancillería alemana, Merkel cree firmemente que el futuro económico y político de Alemania está dentro de la Unión Europea, de la que el euro es una manifestación fundamental. Pero no parece haber encontrado todavía un equilibrio político sostenible entre la necesidad imperiosa de estabilizar la eurozona y la comprensible resistencia de sus electores (y los de otros Estados importantes) a apoyar con dinero a otros Estados miembros que, hasta cierto punto, son responsables de sus propias desgracias. La señora Merkel no se equivoca al afirmar que, en países como Grecia, la reforma económica debería ser requisito previo para recibir ayuda financiera del resto de la eurozona. Lo que ocurre es que es un argumento que, llevado al extremo, podría acabar causando daños inmediatos irreparables por defender unos supuestos intereses a largo plazo.

Cuando se implantó el euro en 1999, los Gobiernos nacionales trataron de conservar la mayor autonomía posible en la toma de decisiones económicas. En retrospectiva, podemos ver que esa fue una estrategia inadecuada. Durante el último año y medio ha habido que dedicar mucho tiempo a reparar las brechas en la estructura original de gobierno del euro. El proceso no está terminado todavía, pero ya se ven unos cambios de estrategia extraordinarios en todos los Estados miembros de la eurozona. Ahora debemos pensar en el crecimiento y en cómo restablecerlo de forma sostenible, sobre todo en la periferia.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete
La reforma económica debería ser requisito previo para recibir ayuda financiera del resto de la eurozona

El Pacto Fiscal es una parte necesaria de lo que está por venir. Sin embargo, el proceso debe ir más allá para garantizar el futuro del euro. A juicio de algunos observadores externos, sigue habiendo un gran interrogante sobre el futuro a largo plazo de la eurozona. Pero poner un signo de interrogación no es lo mismo, en absoluto, que dar una respuesta. Al fin y al cabo, ninguna de las profecías de destrucción tan frecuentes en el pasado se ha hecho realidad hasta la fecha. Es más, nuestros avances, aunque a tropezones, nos han hecho comprender cada vez más a todos que debemos estar más unidos, no menos, para que Europa tenga prosperidad en el futuro. Eso significa que debemos combinar el análisis y las recetas económicas con la defensa política de una verdadera unión entre los pueblos de Europa. Lo cual entraña un grado de cohesión entre los países de la eurozona que refleje una unión política, y no un matrimonio provisional de conveniencia.

Los mercados mundiales no están aún convencidos de hasta dónde están dispuestos a llegar los países del núcleo duro de la eurozona para mantener la divisa y son conscientes de que para conseguirlo habrá que tener no solo disciplina en la periferia sino también crecimiento. Por ejemplo, ha habido un silencio relativo sobre los mecanismos -y su aplicación- que podrían utilizarse a la hora de dar ayuda (tal vez préstamos para gastos de infraestructuras). También falta claridad sobre las perspectivas y las condiciones de cualquier «mutualización» de la deuda pública. En este último aspecto, se ha producido lo que se ha llamado una mutualización «condicional» de la deuda soberana en la UEM, pero al problema del sobreendeudamiento no se le ha prestado toda la atención necesaria.

Es decir, queda mucho por hacer tanto en el plano político como en el económico, y, por supuesto, ambos se solapan. Mantener un apoyo general al proyecto a base de apagar fuegos es indispensable pero no suficiente. Necesitamos una visión de futuro que exprese un respaldo inequívoco a la integración permanente.

Al problema del sobreendeudamiento no se le ha prestado toda la atención necesaria

En el plano político, puede ser difícil, en un momento en el que, como es lógico, toda la atención parece centrada en la crisis de la deuda y el euro. Además, es comprensible que la suerte del llamado Tratado Constitucional y el atormentado proceso que llevó a la ratificación del Tratado de Lisboa disminuyan las ganas de los Gobiernos nacionales de pensar en más reformas sustanciales. Sin embargo, no hay duda de que la reforma es imprescindible para abordar la realidad innegable del déficit democrático. La verdad es que el Parlamento Europeo, con todo lo valiosos que son sus esfuerzos legislativos, no ha suministrado la legitimidad requerida. Lo que necesitamos es que se lleven a cabo, además, otros dos cambios.

El primero es la elección democrática del presidente de la Comisión, junto con nuevas medidas para dar legitimidad nacional a cada uno de los comisarios que él nombre. La elección del presidente de la Comisión es esencial. A su vez, el presidente debería tener la potestad de escoger a sus comisarios de unas listas nacionales de candidatos y al mismo tiempo mantener el requisito de que estén representadas todas las nacionalidades. En su selección debería tener obligatoriamente en cuenta el equilibrio político en el órgano propiamente dicho y como reflejo de la opinión pública en cada uno de los Estados miembros. La selección de los que estarían incluidos en las listas podría hacerse a través de los parlamentos nacionales o mediante un sistema de elecciones primarias como el de Estados Unidos. El segundo requisito para poder abordar el déficit democrático es que los parlamentos nacionales participen más en las deliberaciones de sus representantes en el Consejo europeo de ministros sobre las propuestas de legislación que haga la Comisión. Este es un elemento necesario para mejorar la calidad de las leyes y para dar a conocer a los electores todas las consecuencias de esas propuestas legislativas. Los apaños tecnocráticos, y a menudo indecorosos, que se llevan a cabo hoy en la trastienda entre la Comisión y los Estados miembros deben dejar paso a una mayor implicación nacional y la prueba definitiva de la transparencia pública.

Peter Sutherland fue comisario europeo y director de la Organización Mundial de Comercio. Es miembro del Consejo sobre el Futuro de Europa del Nicolas Berggruen Institute.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_