_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

De México a Paraguay

Los mexicanos avanzan hacia la democracia mientras los ‘golpistas legales’ quedan aislados

El próximo domingo habrá nuevo presidente en México y el sábado pasado Paraguay cambió el suyo. No puede haber, sin embargo, mayor disparidad entre ambos acontecimientos; tanta como lo que separa un proceso como el mexicano, plagado de dificultades pero que avanza hacia su plena consolidación democrática, en comparación a una democracia electoralista como la paraguaya, en la que la sorprendente elección en 2008 del exobispo Fernando Lugo, políticamente tan inexperto como bien intencionado, sembró el pánico entre la clase política, hasta el punto de que ha creído necesario destituirlo, eso sí, dentro de tan estricta legalidad como evidente ilegitimidad.

El proceso político mexicano presenta tres grandes opciones válidas y diferenciadas. De entre ellas, es sumamente difícil que gane el PAN, representado por Josefina Vázquez Mota, porque la victoria de la candidata derechista daría al partido un tercer sexenio consecutivo, cuando el segundo, el de Felipe Calderón, está por concluir con el desastre de la guerra contra el narco y 50.000 muertes en los últimos seis años; no lo tiene más fácil Andrés Manuel López Obrador, candidato del izquierdista PRD, con sus constantes bandazos entre su enigmática invocación a una “república amorosa” y el recuerdo de la insurrección de gran guiñol con que adornó su derrota ante Calderón en 2006; y, aún con visibles carencias de aplicación y estudio, el gran favorito es Enrique Peña Nieto, del PRI, que a la fuerza hace de centro por indefinición programática de su partido, al tiempo que asume un eslogan político de cinismo solo concebible en un país de arraigado hispano-catolicismo: “Seremos corruptos, pero sabemos gobernar”. El PRI, que durante 70 años fue lo que el sociólogo mexicano Roger Bartra calificaba de “oficina electoral centralizada para el reparto de beneficios”, ha sabido convertirse, sin embargo, en un verdadero partido, que se apoya en una coalición de gobernadores de Estado, y que, como el Partido Comunista en Rusia pero sin la carga del naufragio marxista-leninista, forma parte de la propia urdimbre nacional del siglo XX y de la revolución mexicana (1910-1924).

En Paraguay lo desconcertante fue que ganara un perfecto outsider como el antiguo prelado. El país había conocido la longeva dictadura del general Stroessner, cuya caída sintonizó con la del comunismo europeo en 1989, y a quien sucedió una democracia de bajísima intensidad, en la que se eternizaba en el poder el Partido Colorado, que ya había dirigido el general. Con los números en la mano, Lugo no debería haber alcanzado jamás la presidencia, porque en su candidatura había de todo menos luguistas y sí, en cambio, una mayoría de miembros del Partido Liberal Radical Auténtico, que es una de las múltiples formas que adopta la derecha de los propietarios en América Latina, y cuya principal razón para acarrear sufragios era oponerse al coloradismo. Y aunque Lugo no haya cambiado gran cosa en una gobernación que le venía ancha como una estola, con sus propósitos bastaba. Los llamados liberales y la facción más derechista del Partido Colorado, que inspira Horacio Cartes, se han aliado para juzgar en el Senado y destituir al presidente. La excusa, como en el caso del presidente hondureño Manuel Zelaya, derrocado en 2009 por un referéndum que dicen que quería convocar, en Paraguay ha sido una masacre ocurrida en el desalojo de una finca propiedad de un exsenador colorado. Y la razón de fondo que Lugo, de nuevo comparable a la gesticulación chavista del presidente hondureño, alentaba con declaraciones poco avisadas la okupación de fincas.

Finalmente, el objetivo de la mayor parte de la clase política ha sido, tanto en Paraguay como en Honduras, destruir al aguafiestas, pese a que unas elecciones próximas —en el caso paraguayo en 2013— habrían dirimido la disputa por el poder. Porfirio Lobo sucedió a Zelaya, normalizando con cuentagotas la situación internacional de su país, y se pretende ahora algo similar con quien, Colorado o Liberal Auténtico, trate de reemplazar a Lugo el año próximo. Pero el aislamiento de los golpistas legales en América Latina es hoy casi total.

Los mandatos de Vicente Fox y Felipe Calderón en México, cualesquiera que hayan sido sus peores errores, han asistido a una explosión de los medios que hace virtualmente imposible —quien quiera que gane el domingo— el repliegue al tiempo de “la dictadura perfecta”, que dijo Vargas Llosa. En Paraguay, el Estado de derecho es, diferentemente, una flor de estufa al que no puede dar todo el calor que necesita un solo hombre, por muy episcopal que haya sido.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_