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Barba y kipá en el cuartel

El Ejército israelí se acomoda al estilo de vida 'haredim' para seducir a los judíos ultraortodoxos que se niegan a alistarse

Protesta en Tel Aviv contra la exclusión de los ultraortodoxos de la mili.
Protesta en Tel Aviv contra la exclusión de los ultraortodoxos de la mili.JACK GUEZ (AFP)

A mediodía, la Kyria, el cuartel general de las fuerzas armadas israelíes es un hormiguero de uniformados, que se dirigen a las cantinas, donde les sirven un almuerzo subvencionado. La mayoría son muy jóvenes. Hay hombres y mujeres. Los hay que llevan kipá y los hay que no.

En uno de los comedores se concentran los soldados religiosos. Allí pueden elegir entre distintos platos de comida kosher, según su grado de observancia religiosa y la corriente del judaísmo a la que pertenezcan. En la pared cuelga el certificado rabínico que garantiza que los alimentos que van a comer están elaborados respetando las leyes del judaísmo ortodoxo. De postre hoy hay polo de hielo, sin trazas de leche para respetar el dictado bíblico que prohíbe mezclar leche con carne en la misma comida. Garantizar a los soldados religiosos su alimentación es una de las medidas con la que el Ejército israelí quiere asegurarse de que los haredim —literalmente temerosos de Dios— que quieran servir en el Ejército puedan hacerlo.

El Gobierno israelí trabaja contra reloj en una ley que obligue a los ultrarreligiosos a alistarse y que rompa una tradición que dura ya 64 años, los mismos que han pasado desde la creación del Estado de Israel. La inmensa mayoría de los haredim no quiere hacer el servicio militar obligatorio porque piensa que su misión en la vida consiste en estudiar en las escuelas talmúdicas día y noche. Defender su país con las armas sería una intolerable desviación de ese camino. Además, mezclarse con hombres y sobre todo con mujeres que no son como ellos y que comen, visten y se relacionan de manera diferente supone un claro desafío al estilo de vida que preservan en las herméticas comunidades haredim.

El actual Gobierno, como muchos anteriores, considera la situación insostenible, debido al meteórico crecimiento de la población haredim. Consideran que sin los religiosos cada vez son menos proporcionalmente las familias que envían a sus hijos al Ejército. El Tribunal Supremo ha anulado tal exención que ha juzgado discriminatoria.

Algunos ultrarreligiosos se atreven a romper el consenso que rige en sus barrios y sinagogas. Hay rabinos que incluso aconsejan a sus discípulos alistarse, porque dicen que no todos los chicos valen para pasarse día y noche estudiando en la yeshiva y porque no todas las familias, por muy austeras que sean, pueden permitirse vivir en exclusiva de las donaciones y subsidios estatales a los estudiantes. El Ejército les proporciona un salario —en torno a mil euros, por ejemplo, para los casados con hijos— y tal vez algo aún más importante. Ofrece una formación puntera a una comunidad que tiende al analfabetismo funcional durante los tres años que dura el servicio militar.

Un joven soldado ultraortodoxo cuenta cómo un día le corrieron a gorrazos por atreverse a caminar vestido de uniforme por Mea Sharim, el barrio haredim por excelencia de Jerusalén
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En una de las oficinas de la Kyria, Yehuda Glickman, judío ultraortodoxo de la rama lituana, con barba, kipá negra y uniforme militar, cuenta su caso. Cuando decidió que quería alistarse fue a ver a su rabino y le expuso sus dudas. El rabino, cuyo nombre Glickman prefiere ocultar para evitar represalias en la comunidad, le dijo que sí. Su familia le apoya, pero “en el entorno haredim no siempre es fácil que te acepten”, confiesa. A su lado, otro joven soldado ultraortodoxo cuenta cómo un día le corrieron a gorrazos por atreverse a caminar vestido de uniforme por Mea Sharim, el barrio haredim por excelencia de Jerusalén.

Glickman es el encargado de escuchar las quejas y preocupaciones de los ultraortodoxos que quieren desmarcarse de su comunidad y alistarse en el Ejército. Su misión también incluye garantizar que los que entran no se contaminen del modo de vida del israelí medio y se desvíen de la ortodoxia.

Este padre de dos hijos, —“gracias a Dios”— explica que una de las principales preocupaciones es el roce con las mujeres. “No es que tengamos problemas con que una mujer sea comandante, pero intentamos proporcionar al soldado un entorno en el que no tenga una relación directa con ellas. Es una cuestión cultural, al fin y al cabo hemos crecido separados”. La alimentación y los permisos diarios para rezar y estudiar los textos bíblicos son otras de las singularidades de estos reclutas. En las bases en las que están destinados no se enciende la televisión y se restringe el acceso a Internet, y les mandan a casa para que puedan respetar el shabat, el día sagrado de descanso para los judíos.

Glickman asegura que para muchos haredim el Ejército es un auténtico trampolín; que los ultrarreligiosos vienen con la cabeza llena de “preguntas y respuestas talmúdicas, de un pensamiento metódico”, que, asegura, cuando por ejemplo lo aplican a la programación de software da unos resultados espectaculares.

Las supuestas ventajas de pertenecer a lo que en Israel llaman “el ejército del pueblo” y sin duda la columna vertebral de esta sociedad, no acaba de convencer, sin embargo, a la mayoría de los haredim, que se aferran a sus estudios talmúdicos y que quieren que sus hijas se casen con sabios y no con soldados.

Puede que la nueva ley en la que trabaja el Ejército obligue a los ultraortodoxos a alistarse, pero para que los uniformes caquis colonicen los tendederos de los barrios haredim va a hacer falta algo más que una ley con penas de cárcel incluidas para los infractores. “El rabino está por encima de la montaña. Solo él ve lo que está al otro lado. Los haredim harán lo que decidan los grandes rabinos. De ellos depende todo”, termina Glickman.

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