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Tribuna
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Bien hecho, tío

La lección de la crisis es que los supervisores deben ser supervisados, y muy estrechamente

Eso y un “estoy muy, muy orgulloso de ti” es la muy poco formal felicitación que el consejero delegado de Barclays, Bob Diamond, dirigió por correo electrónico a Paul Tucker con motivo del ascenso de este desde el puesto de jefe de mercados del Banco de Inglaterra a subgobernador de esa misma institución en diciembre de 2008. La respuesta del subgobernador no solo no desmerece la felicitación sino que enciende todas las señales de alarma: “Muchas gracias Bob, sin ti no lo habría conseguido”.

Presionen ahora el botón de avance rápido y sitúense en julio de 2012, cuando Bob Diamond se ve obligado a dimitir al reconocerse responsable de la manipulación del índice más importante del mercado interbancario, el líbor, que es utilizado como referencia para la fijación de contratos cuyo valor alcanza anualmente los 100 billones de euros, algo así como 100 veces el PIB de España. El asunto, en el que están implicados otros grandes bancos europeos, le ha valido a Barclays una multa de 360 millones de euros.

Seguramente que una tesis doctoral elaborada tras meses de dura y solitaria investigación no habría encontrado mejor evidencia empírica que la ofrecida en ese sencillo correo electrónico para demostrar fehacientemente hasta qué punto la industria financiera es capaz de capturar a las instituciones y personas que están a cargo de regularlos. Da escalofríos pensar que Paul Tucker fuera, hasta estos días, el candidato con más posibilidades de ser el próximo presidente del Banco de Inglaterra una vez dejara el puesto el actual, sir Mervin King. ¿Se imaginan la situación: el regulador en manos del regulado?

Llevamos tantos meses hablando de finanzas públicas, de sus excesos y desastres, que tendemos a olvidarnos de que esta crisis se origina por la concatenación de varios factores, siendo uno de los principales el descontrol reinante en la industria financiera, un sector enormemente poderoso, muy influyente políticamente y sumamente eficaz a la hora de prevenir y desactivar los intentos de regulación.

En Estados Unidos, el banco, también británico, HSBC se enfrenta a una multa de 1.000 millones de dólares tras haber reconocido su colaboración en el blanqueo de miles de millones de dólares provenientes del narcotráfico mexicano. Tampoco se ha quedado corto ING, que ha aceptado pagar una multa de 619 millones de dólares por colaborar a la hora de mover los activos de los Gobiernos de Irán y Cuba por el sistema financiero estadounidense. Y qué decir de Capital One, que pagará 210 millones de dólares por haber incluido en los contratos de tarjetas de crédito de sus clientes productos financieros, como seguros de impago, que estos no habían solicitado o que no entendían.

Para llegar, claro está, al caso español, donde el gobernador del Banco de España ha reconocido, por fin, que la institución actuó con “poca decisión, de modo insuficiente o inadecuado”, aunque eso sí, fiel a la reticencia tecnocrática a utilizar un lenguaje que pueda ser comprensible para el público, se refugia en una doble negación. “Sería absurdo negar que no hemos tenido éxito en la supervisión”, ha dicho, lo que traducido del lenguaje tecnocrático al democrático vendría a ser “sería lógico afirmar que hemos fracasado”.

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La buena noticia de todo esto es que a partir de ahora va a resultar muy difícil tomarse en serio a los que defienden la autorregulación de los mercados financieros. Como ha quedado de manifiesto a lo largo de esta crisis, dejadas a sí mismas, muchas instituciones financieras prefieren cualquier cosa antes de competir por sus clientes en un mercado abierto y transparente: capturar al regulador o aliarse con los rivales para saltarse las normas y ganar dinero puede ser más barato y sencillo que distinguir una buena inversión de una mala y asumir las consecuencias de los errores.

Pero, como esta crisis también ha demostrado, que la autorregulación tenga que ser descartada no significa que una regulación eficaz sea fácil de alcanzar. Si alguna lección tenemos que aprender de esta crisis es que, por paradójico que parezca, los supervisores también tienen que ser supervisados, y muy estrechamente. La pretensión de muchas instituciones supervisoras de, bajo la excusa del aparente contenido técnico y especializado de su tarea y conocimientos, quedar al margen del control democrático, ha quedado sin justificación alguna. Tanto en Estados Unidos como en Reino Unido estamos viendo unos Parlamentos muy activos a la hora de depurar responsabilidades, en los mercados y en los supervisores. La receta es sencilla: una industria financiera que tema a los supervisores, unos supervisores que teman a los Parlamentos, y unos Parlamentos que teman a los ciudadanos.

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