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Un país ni en guerra ni en paz

La ONU advierte de que la situación en Líbano es “cada vez más precaria”. Todos los actores en el conflicto sirio tienen intereses en el Estado vecino.

Manifestantes contra El Asad, ante la Embajada de Damasco en Beirut.
Manifestantes contra El Asad, ante la Embajada de Damasco en Beirut.WAEL HAMZEH (EFE)

“No es posible que no afecte a Líbano”, comentaba meses atrás a este diario un veterano observador político libanés. La incógnita es en qué medida la guerra va a contaminar al pequeño vecino desgajado de Siria por la potencia colonial francesa tras la caída del imperio otomano, y donde solo hace siete años había todavía desplegados 15.000 soldados de Damasco. Porque abundan los ingredientes que pueden propiciar estallidos más violentos que el que padece desde el lunes Trípoli.

Las fieles de cualquiera de las confesiones, a veces familiares, viven a ambos lados de la frontera; los intereses económicos sirios en Beirut son —al margen de que consideran Líbano parte de Siria— enormes; las fracturas sectarias entre los cuatro millones de libaneses son centenarias; las sectas suníes, chiíes, cristianas y drusas se han armado hasta los dientes —más de lo que ya estaban— y un buen puñado de poderosos países libran también una guerra con sus testaferros sobre el terreno.

El chispazo —podría valer cualquiera de los acontecimientos estos días cotidianos: secuestros, ataques a tiendas de sirios, amenazas de matar rehenes, frecuentes cortes de carreteras en el aeropuerto de Beirut o en pasos fronterizos— puede prender un enorme fuego aunque los actores en liza, libaneses y foráneos, no lo pretendieran. Muchas potencias —Siria, Estados Unidos, Francia, Arabia Saudí, Catar, Irán— juegan esta macabra partida. Aunque es el presidente Bachar el Asad, acorralado en su palacio de Damasco, quien parece llevar la iniciativa desestabilizadora, que encuentra siempre inmediata respuesta. En Líbano nadie espera. Nadie se fía de nadie. El deterioro de la situación, por paulatino que sea, hace sonar con más estridencia que nunca las alarmas.

“Mientras la crisis en Siria continúa deteriorándose, la situación en Líbano es cada vez más precaria y el apoyo internacional al Gobierno y a las Fuerzas Armadas libanesas es cada vez más importante”, dijo ayer el subsecretario general de la ONU para Asuntos Políticos, Jeffrey Feltman, ante el Consejo de Seguridad. Exembajador de Estados Unidos en Beirut la pasada década, Feltman expresó “la preocupación” de Naciones Unidas ante “los intentos de implicar a Líbano en los acontecimientos de la región”, pese al compromiso de las autoridades del país por mantenerse al margen de la crisis. No lo dijo el diplomático estadounidense explícitamente, pero su dedo acusador apuntaba a Damasco.

El 9 de agosto un exministro de Información, el cristiano partidario del régimen sirio Michel Samaha, fue detenido en posesión de explosivos. Las evidencias de que planeaba atentar contra líderes o comunidades suníes deben ser de tal calibre que incluso Hezbolá, firme aliado de El Asad, elude salir en defensa de Samaha. Los 4,2 millones de libaneses son conscientes de que los próximos días y semanas son decisivos.

"Nadie comenzará una guerra civil porque Hezbolá puede rápidamente derrotar a cualquier combinación de enemigos", afirma el analista Rami Khouri.
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El primer ministro libanés, Najib Mikati, que se las ve venir, ampliaba al máximo el elenco de los responsables, a diferencia de Feltman: “Ningún partido político puede considerar que no tiene responsabilidad por los recientes acontecimientos y sus repercusiones. Nuestra prioridad ahora es evitar las luchas [sectarias]... Pero está claro que varias partes quieren empujar a Líbano al conflicto”. En una línea similar, aunque más contundente, se pronunció el Ejército.

El mando de las Fuerzas Armadas arremetió ayer en un comunicado contra dirigentes políticos de todo pelaje: “Los políticos, al margen de su afiliación y sus diferencias, deben abstenerse de alimentar los combates, dejar de entrometerse en los acontecimientos en Trípoli y asumir su responsabilidad en este tiempo crucial”. Y advirtió contra los “intentos de crear más tensión y aprovechar la situación regional”.

Es temerario pronosticar acontecimientos en semejante avispero, pero algunas voces respetadas reducen la probabilidad de que estalle otra guerra civil como la que arrasó Líbano entre 1975 y 1990, sanguinaria y fratricida como pocas. “Fue como la Liga de fútbol, lucharon todos contra todos y a doble vuelta”, describe un experto.

“La emergencia de Hezbolá como la milicia más poderosa significa que nadie comenzará una guerra civil porque Hezbolá puede rápidamente derrotar a cualquier combinación de enemigos. Al mismo tiempo, el Gobierno, respaldado por Hezbolá, y las fuerzas de seguridad están actuando más decisivamente que antes y sofocando las pequeñas erupciones violentas en todo el país”, escribió la semana pasada el analista Rami Khouri. No obstante, no elimina el riesgo: “Los libaneses han tenido muchas oportunidades en la pasada década para caer en otra guerra civil y siempre han dado un paso atrás desde el borde del precipicio… Pero al mismo tiempo, están siempre preparados para llegar al precipicio”.

Y si cae Líbano por el barranco, la guerra se librará sobre todo en las ciudades. Porque en ellas residen, muy mezclados, los fieles de las 18 confesiones que cohabitan en los 10.452 kilómetros cuadrados del que era hace 40 años un paraíso mediterráneo.

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