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Columna
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Europa año V d. C.

La ausencia de una supervisión bancaria europea nos ha llevado a la situación actual

Estamos en el año V d. C. (después de la crisis). El desempleo en la eurozona se sitúa en los 18,1 millones de personas. Las economías del sur de Europa siguen en caída, y sin perspectivas de mejora. Es el caso de Grecia (-6,0%), de Portugal (-3,0%), de Italia (-2,5%) o de España (-1,5%). Tan sombrías perspectivas en los países deudores del Sur no se complementan con buenas noticias provenientes de los acreedores del Norte. La locomotora alemana está al ralentí, con un crecimiento muy débil (0,9%). Tampoco le van mejor las cosas a aquellos que escoltan a Alemania en la austeridad y el rigor: Austria crece un modesto 0,9%, Finlandia el 0,2% y Holanda cae un 0,5%. Los países que están fuera de la eurozona, escandinavos incluidos, tampoco se libran del contagio.

La magnitud de la crisis económica está, inevitablemente, haciendo mella en la imagen de la Unión Europea. En paralelo al deterioro de los indicadores de crecimiento y empleo, crece la desafección hacia las instituciones europeas. Y, de nuevo, no lo hace sólo en los países en régimen de intervención (Grecia, Portugal o Irlanda) o subyugados por los mercados de deuda (España e Italia), sino que también lo hace en los países acreedores. Si desde que se lanzara el euro, la satisfacción con la UE se había movido en unos márgenes relativamente seguros del 45-50%, quedando los eurocríticos muy por detrás, en torno al 15-20%, la crisis ha recortado esas distancias hasta dejar a estos últimos a sólo tres puntos de los primeros (31-28%). La Comisión Europea, e incluso el propio Parlamento, que habían venido gozando de la confianza mayoritaria de los ciudadanos, también se encuentran hoy en el punto de mira pues son más los ciudadanos que desconfían de estas instituciones que los que confían en ellas (46% que desconfían frente a 36% que confían en el caso de la Comisión y 46% frente a 40% en el caso del Parlamento). El tradicional europeísmo del Sur de Europa, que siempre pareció inmutable, se ha visto particularmente sacudido: según el último Eurobarómetro tres de cada cuatro griegos, dos de cada tres españoles o uno de cada dos italianos desconfían de la Comisión o el Parlamento Europeo.

Que la legitimidad de la Unión Europea, que tradicionalmente se ha sostenido sobre los resultados, y menos sobre los procedimientos o la identidad, se encuentra hoy bajo mínimos parece evidente. Una Europa que no funciona, difícilmente puede ser atractiva. Ello explicaría por qué, pese a la evidencia de que de esta crisis sólo saldremos avanzando en la integración económica y política de la eurozona, la perspectiva de una mayor traslación de competencias a Bruselas se contemple por muchos con más preocupación que ilusión. Desde el punto de vista técnico, nadie discute que la supervivencia del euro pase por completar la unión monetaria, esto es, el euro, con una unión bancaria, fiscal y económica. Es precisamente la ausencia de una supervisión bancaria europea, de un sistema común de garantía de depósitos y un mecanismo de resolución de crisis bancarias lo que nos ha llevado a la situación actual. De ahí la unión bancaria. En el mismo sentido, sin mecanismos de coordinación y supervisión más estrecha de los presupuestos de los estados y de sus políticas fiscales tampoco podremos ir a un sistema, llámese de eurobonos o como se quiera, donde emitamos deuda de forma conjunta y la garanticemos mancomunadamente. De ahí la unión fiscal. E, igualmente, sin mecanismos de gobierno económico eficaces que puedan unificar las políticas económicas de los estados miembros, no podremos prevenir la acumulación de desequilibrios estructurales que nos han traído hasta aquí, sean en los mercados de trabajo, los sistemas de pensiones o cualquier otro ámbito. De ahí la unión económica.

De lograrse completar la unión monetaria con estos tres pilares (bancario, fiscal y económico), los europeos habríamos logrado, sin llamarlo como tal, una verdadera federación económica. A la vista de la experiencia de la década pasada con la fallida constitución europea, el problema será, una vez más, que tan formidable avance en la integración no podrá llevarse a cabo sin el consentimiento de los ciudadanos. El empeño en legitimar políticamente esa construcción que se dibuja en el horizonte no es caprichoso ni estético, sino inevitable por cuanto, de completarse, supondrá una transformación de gran calado en el papel, soberanía y competencias de unos Estados maltrechos y también deslegitimados, pero en los que, hoy por hoy, los ciudadanos siguen depositando sus lealtades y sus expectativas. Ese ejercicio será, además de complicado, sumamente arriesgado, y tendrá que hacerse en un contexto de pésimos resultados económicos y máximas tensiones entre los estados miembro así que los baches están garantizados. Abróchense pues los cinturones.

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