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Columna
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Etiquetas con precio

Benjamín Netanyahu se ha impregnado de la política de represalias de los colonos cisjordanos

Lluís Bassets
Unos obreros palestinos trabajan en las obras de construcción de un edificio de apartamentos en Jerusalén Este.
Unos obreros palestinos trabajan en las obras de construcción de un edificio de apartamentos en Jerusalén Este.JIM HOLLANDER (EFE)

Todo lleva su etiqueta. Quien toca algo debe saber cuánto cuesta. Sirve para mantener las cosas tal como están. Para que nada cambie. Es la política del pricetag (etiqueta con precio), que practican los colonos israelíes desde el desalojo de las colonias de Gaza por orden de Ariel Sharon en 2005. Cada vez que se ven obligados a desalojar una de las instalaciones ilegales de los colonos, uno de los llamados outpost, se lo hacen pagar al primer palestino que tienen a mano o a sus propiedades. A veces también lo pagan otros: por ejemplo, las fuerzas de seguridad israelíes.

Esta política es una forma de terrorismo de baja intensidad. Poniendo precio a cada objetivo circunstancial todos se hacen una idea de lo que significaría devolver el conjunto de los territorios ocupados por Israel. La colonización fue concebida por los más moderados como una forma de asegurar una negociación ventajosa con los palestinos el día en que se entrara seriamente a pactar la devolución de los territorios (los otros la concibieron como el expolio territorial permanente que es hasta el momento). No hay que olvidar que los palestinos parten a su vez de una exigencia negociadora muy alta, e inaceptable para Israel, pues a la devolución de Cisjordania se añaden el regreso de los refugiados y la capitalidad en Jerusalén. Los colonos, con sus prolíficas familias numerosas y sus nutridas subvenciones públicas, son la fuerza de choque que primero ocupa y después pone y marca el precio de la devolución.

El historiador israelí Zeev Sternhell, especializado en la historia de los fascismos que ha sufrido en propia carne esta violencia fanática, ha comparado estas actividades con la violencia política europea de entreguerras, propia de los nacionalismos étnicos. Los Gobiernos de Israel reprueban estas prácticas, que a veces se han cebado sobre miembros de sus fuerzas de seguridad. Nadie que defienda el Estado de derecho puede aprobar que jóvenes colonos incendien coches, arranquen olivares, hostiguen a la población, ataquen a los transeúntes o prendan fuego a las mezquitas y a las iglesias cristianas. Otra cosa es que se les persiga y castigue con la diligencia y el rigor merecidos. Es difícil que suceda porque, a fin de cuentas, los colonos están muy bien representados en el Gobierno y todavía lo estarán más si el tándem Netanyahu-Lieberman vence en las elecciones del 22 de enero. Son numerosos los ministros y parlamentarios, el propio ministro de Exteriores Lierberman entre otros, que viven en Cisjordania y se identifican directamente con los intereses de la colonización.

No es por tanto gamberrismo violento y sistemático a gran escala, sino una estrategia meditada, basada en una idea supremacista que confiere mayores derechos y menos obligaciones a los ciudadanos de Israel que a los ciudadanos palestinos e, incluso, a los árabes de nacionalidad israelí. Cuando una comunidad humana se considera superior a las otras que conviven con ella en un territorio también le suele suceder de puertas hacia afuera, en sus relaciones con las otras comunidades, incluidas las amigas y aliadas. No es extraño, por tanto, que la política de Netanyahu esté impregnada toda ella de la filosofía moral, o inmoral, de los colonos y de su pricetag.

La culminación de esta identidad de propósitos y de medios la ha proporcionado la reacción gubernamental al reconocimiento de Palestina por la Asamblea General de Naciones Unidas. El Gobierno de Israel, como los colonos de los outpost, no admite amenazas ni presiones de nadie, pero a la vez no deja sin castigo ni un solo acto que considera hostil o perjudicial para sus intereses. El precio del voto clamoroso de la Asamblea General de Naciones Unidas en favor del Estado palestino ha quedado marcado inmediatamente con el anuncio de la construcción de viviendas en la zona E1, que aísla Jerusalén, divide Cisjordania y hace inviable el Estado palestino e imposible un acuerdo definitivo. Es el pricetag. Israel se lo cobra a la Autoridad Palestina e indirectamente a Obama y a sus propósitos de paz para su segundo mandato.

Netanyahu está ahora mismo en la cumbre de su aislamiento. Holanda y Alemania, los dos amigos más incondicionales de la UE, no pueden aguantar más tanta intransigencia. Según la doctrina Merkel, fruto de las trágicas lecciones de la historia de Alemania, la relación con Israel forma parte de la razón de Estado de la República Federal. Obama podría suscribir su frase: “La seguridad de Israel es sagrada”. Hasta ahora nadie ha puesto en cuestión las ventas de armas y los acuerdos de seguridad. Es la última trinchera, que a Netanyahu no le interesa dejar desnuda con nuevas y mayores provocaciones. A fin de cuentas el pricetag también terminará encontrando sus límites, y habrá un momento en que pasará factura a quien se dedica a pegar las etiquetas.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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