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El asesino de Newtown mató a los 20 niños en cinco minutos

Adam Lanza, de 20 años, usó las armas de su madre para matarla en su propia casa antes de dirigirse al colegio

Antonio Caño
Una mujer llora en un servicio en una iglesia episcopaliana en Newtown.
Una mujer llora en un servicio en una iglesia episcopaliana en Newtown. EMMANUEL DUNAND (AFP)

Alrededor de las nueve de la mañana del viernes, Adam Lanza inició en su casa de Newtown (Connecticut) su macabra misión para vengarse del mundo y dejar para siempre su huella en la historia. Ninguna otra razón más precisa se ha encontrado aún para explicar este sangriento episodio en el que perdieron la vida 28 personas y que ha causado una conmoción particularmente profunda porque 20 de ellas eran niños.

Para abundar en la complejidad psicológica del asesino, su primera víctima fue su propia madre, Nancy, a la que mató antes de salir del domicilio y, paradójicamente, con las mismas armas que ella había comprado, registrado legalmente y guardado en su hogar con la esperanza, ahora irónica, de que le sirvieran para proteger la vida de su familia.

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Vestido para matar, con ropa de fatigas y chaleco, cargó en el coche las armas –una pistola Sig Sauer, una Glock y dos fusiles semiautomáticos de uso militar- y se dirigió a la escuela de primaria Sandy Hook, en el mismo Newtown. ¿Por qué ese lugar? ¿Era esa la fuente de su tormento o, simplemente, un sitio como otro cualquiera para dejar su firma con sangre? Él fue alumno de ese centro en sus primeros años y es posible que todavía conociera a alguna gente allí. ¿Guarda esto alguna relación? ¿El objetivo de Adam era el entorno de su infancia o alguna disputa más reciente? Preguntas sin respuestas todavía.

Llegó al parking de la escuela en pocos minutos. Cogió los largos cargadores de que disponía y se distribuyó su poderoso arsenal de la manera más cómoda para proceder a su trabajo. Llegó a la entrada del recinto antes de las 9.30. Es posible que supiera que, pocos días antes, se había instalado en el lugar un sistema de seguridad que cerraba automáticamente todas las puertas a las 9.30 en punto y las mantenía así hasta la hora de la salida.

En todo caso, algo delató sus intenciones y no se le permitió el acceso al edificio principal. Tal vez su indumentaria o la expresión de su rostro desataron la alarma. Incluso es posible que, resuelto como debía de estar a actuar, llevara las armas a la vista, orgulloso de provocar el pánico con su sola presencia. La policía no ha esclarecido la situación, pero sí ha confirmado que Adam encontró resistencia al intentar entrar en la escuela. Allí, se ensañó con los niños, cada uno de ellos recibió varios tiros, según explicó la policía.

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Por los relatos de los testigos y, a falta de confirmación oficial –la policía contaba con continuar, al menos, durante todo el día de ayer recolectando pruebas en las dos escenarios del múltiple crimen-, todo indica que se vivieron en ese momento y en ese lugar acontecimientos heroicos. Algunas profesoras hicieron frente al criminal sin más armas que su valor. Un docente de ellos ha contado que una de sus compañeras trató de contener la puerta con su propio cuerpo para impedir el avance del intruso, que la mató en el desigual forcejeo. Seis adultos, además de la madre y del autor de la matanza, están en la lista de víctimas mortales.

La directora de la escuela, Dawn Hochsprung, es una de ellas. Estaba a punto de empezar una reunión con sus colaboradores cuando se escuchó el jaleo. Rápidamente corrió hacia el lugar para averiguar lo que sucedía. La sicóloga del centro, Mary Sherlach, salió detrás de ella. Hasta dónde llegaron en el cumplimiento de su responsabilidad –una de ellas intentó conectar los altavoces del recinto para dar alerta y pedir auxilio-, cómo fueron exactamente las circunstancias en que cayeron, es aún un misterio, pero los cuerpos de ambas fueron encontrados más tarde en el pasillo que da acceso a las clases.

Alguien, en alguna oficina del edificio, llamaba al teléfono de emergencias 911 alrededor de las 9 y media. Otros profesores, alarmados por los disparos y los gritos, trataban de proteger a los alumnos de cualquier modo, escondiéndolos en armarios, bajo los pupitres, entre sus propios brazos.

¿Por qué ese lugar? ¿Era esa la fuente de su tormento o, simplemente, un sitio como otro cualquiera para dejar su firma con sangre?

Fui inútil para muchos de ellos. El asesino logró entrar en una clase y disparó a quemarropa contra todos los que encontró. Después se trasladó a otra aula, en la que aumentó la cuenta de cadáveres, todos entre los 6 y los 7 años, 12 de ellos niñas. Son imaginables los instantes de desesperación que debieron de vivirse entonces en una escuela en la que, como en todas, solo se escucha habitualmente el bullicio estimulante de los niños. Algunos se apiñaron junto a sus maestros, más obedientes que nunca. Otros buscaban escondites, como en un juego. Uno de ellos consiguió salir por una puerta trasera, y corrió y corrió y corrió hasta llegar a casi un kilómetro de distancia, donde fue recogido por un transeúnte.

Quizá porque no encontró más objetivos fáciles a la vista o quizá por su munición o su energía se habían consumido, Adam disparó contra sí mismo la última bala. Cuando la policía llegó lo encontró ya tendido en algún punto de su recorrido. Todo duró alrededor de cinco minutos, según la memoria confusa de algunos testigos.

Muchos padres, envueltos en sus ocupaciones diarias, recibieron las primeras noticias de la tragedia como hoy se conocen esas cosas, en las alarmas de sus teléfonos móviles o de sus ordenadores en el trabajo, aunque muy pocos podía imaginar la dimensión de lo sucedido.

Cuando llegaron a la escuela, la encontraron rodeada por las fuerzas de la SWAT, con sus aparatosos uniformes y armamento. Entre éstas y los maestros, los alumnos fueron conducidos en filas hasta otro edificio más pequeño del recinto escolar. Fue allí donde los padres pudieron abrazar a sus hijos por primera vez y comprobar que, a ellos, esta vez, no les había tocado. La confusión, los llantos, el dolor, la desesperación, obviamente, lo inundaban todo. Es difícil saber si, en ese momento, es mayor la alegría por ver a tus hijos vivos o la amargura por la pérdida de tantos otros inocentes.

Ante la evidencia de la tragedia ya inevitable, los profesionales de la escuela y expertos en psicología se esforzaron por aliviar la pena de los supervivientes. Es difícil explicarles a niños de seis, siete u ocho años que es lo que había ocurrido. Padres y maestros intentaron tranquilizar a los niños, mientras la policía comenzaba a recoger pruebas y se aseguraba de que no había más víctimas.

El tirador había actuado con dramática precisión. En este tipo de episodios, desgraciadamente frecuentes en Estados Unidos, suelen contarse muchos heridos, explicable por el caos de una escena como esta. Adam Lanza, en cambio, solo dejó uno. Dos de los niños muertos fueron aún subidos con vida a las ambulancias, pero murieron rápidamente en el hospital. El pistolero había sido certero, casi infalible, como si se hubiera entrenado durante mucho tiempo para esta ocasión.

Se desconoce si fue así. Su madre era aficionada a las armas, y se sospecha que, en alguna oportunidad, había llevado a sus dos hijos a los ejercicios de tiro a los que ella solía acudir con cierta frecuencia. El otro hermano, Ryan, fue detenido en New Jersey por la policía, que, tan confundida como todo el mundo en un primer momento, creyó que podría tener alguna relación con la matanza. También el padre, Peter Lanza, divorciado de la madre hace varios años, fue interrogado, aunque no está considerado un sospechoso ni parece que tenga tampoco ninguna vinculación con el caso.

Todo indica que se trata de un asesino solitario, como suele ocurrir en la mayoría de estas tragedias. Poco se sabe de Adam Lanza, como es natural. Es uno de esos personajes de los que hay poco que saber. Algunos de sus amigos o conocidos lo describen como un tipo extraño, diferente. Por supuesto, eso no explica nada. La gente diferente no va por ahí matando niños. Este es una de esos actos cometidos por un ser humano que no tiene explicación, como tantos.

La policía trata de hacer, no obstante, una reconstrucción lo más precisa posible de los hechos. Una de las razones para ello es la descartar cualquier complicidad. Parece que no la hay, más allá de esa complicidad involuntaria de su madre al comprar las armas del crimen. Otra razón es la de tranquilizar a los familiares de la víctimas. Parece que las muertes inexplicables son aún más dolorosas que las demás. Triste consuelo. En el fondo, no hay mucho que investigar. La versión final del suceso no distará mucho de lo que sabe hasta hoy. En última instancia, este es un episodio con el que la gente de Newtown tendrá que lidiar en la monotonía de su vida cotidiana, y que las familias destrozadas por la pérdida de un hijo tendrán que afrontar en la intimidad de un hogar desolado para siempre.

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