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Obama se pone al frente de una ofensiva nacional contra las armas

Cualquier tramitación legislativa para imponer mayores controles costará un tremendo esfuerzo

Foto: atlas | Vídeo: David Goldman (AP) / Atlas
Antonio Caño

Barack Obama se ha comprometido a encabezar una nueva ofensiva nacional contra las armas de fuego, con algunas prohibiciones, mayores controles legales y un nuevo enfoque de la seguridad personal que exige una profunda transformación de la cultura dominante en Estados Unidos a lo largo de su historia. Por primera vez en muchas décadas, la tragedia de Newtown, distinta a otras anteriores en varias circunstancias, crea el espacio adecuado para conformar una mayoría ciudadana a favor de esa cruzada.

No solo numerosos congresistas contrarios a las armas se han puesto ya a preparar la legislación necesaria para limitarlas, algunos de los más leales seguidores de las Asociación Nacional del Rifle (NRA), como el senador Joe Machin, miembro de ese poderoso lobby desde hace años, se sumó ayer a los partidarios de imponer mayores controles. “Es tiempo de dejar atrás la retórica, necesitamos sentarnos y hacer algo”, declaró.

Efectivamente, es un tiempo nuevo. El país vive bajo una conmoción nunca antes vista. Millones de padres que el lunes por la mañana dejaron a sus hijos en el colegio tenían en su memoria aún las espantosas escenas vividas el viernes en la escuela Sandy Hook. Niños, profesores y familias hablan constantemente de eso, de cómo pudo pasar algo tan horrible, de qué hay que hacer para que no vuelva a repetirse.

Obama recogió ese sentimiento popular en un discurso, en la noche del domingo, en Newtown, en el que prometió utilizar “todo el poder” del que dispone en su cargo para cambiar las cosas. Es muy probable que esta sea la gran causa de su segundo mandato y, sin duda, cualquier acción ambiciosa al respecto, sería un gran legado.

¿Estamos dispuestos a decir que la violencia que ataca a nuestros niños año tras año es solo el precio que pagamos por nuestra libertad?"

“No podemos aceptar sucesos así como una rutina. ¿Estamos dispuestos a asumir que nos sentimos impotentes ante una carnicería de esta naturaleza? ¿Qué la política no nos permite actuar? ¿Estamos dispuestos a decir que la violencia que ataca a nuestros niños año tras año es solo el precio que pagamos por nuestra libertad?”, preguntó el presidente. “Ninguna ley puede eliminar el mal del mundo ni prevenir todo acto de violencia sin sentido en nuestra sociedad. Pero eso no puede ser una excusa para no hacer nada”.

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“Tenemos que cambiar”, sentenció Obama. Y para hacerlo va a ser preciso afectar a tejidos muy sensibles de esta nación, a esos en los que se sustenta un concepto de la libertad como patrimonio irrenunciable del individuo y sometido a la amenaza constante del colectivo, la autoridad y el estado. “Si queremos educar y proteger a nuestros hijos, lo vamos a tener que hacer juntos”, sostuvo el presidente.

Esas palabras representan un desafío a la idea de que un niño se forma y solo está seguro en el seno de su familia, lo más lejos posible de los gobernantes. Nancy Lanza, la madre del autor de la matanza de Newtown, sostenía esa misma idea cuando compró las armas que guardaba para defender a su familia y que, finalmente, sirvieron para acabar con su vida y con las de otras 26 personas. Millones de norteamericanos, al menos hasta hoy, comparten ese principio de que la protección de un hijo es su sola y exclusiva obligación. En esa misma idea de la responsabilidad individual, que tantas aplicaciones positivas tiene, son educados después esos mismo niños, enormemente capacitados para emprender y competir, pero limitados para convivir.

Llevar el debate sobre las armas de fuego hasta ese terreno, como ha sugerido Obama, es tocar, obviamente, una fibra muy sensible. Este país está fundado sobre la libertad individual, y así se explica la Segunda Enmienda constitucional que protege el derecho a las armas. Pero este país es capaz también de enormes empresas colectivas, como la exploración del espacio o la creación de una sociedad multicultural, que dan sentido a su existencia. Es sobre este último potencial sobre el que el presidente trata de edificar una nueva cultura de las armas.

La traducción de eso en medidas concretas no será sencilla. Cualquier tramitación legislativa para imponer mayores controles costará un tremendo esfuerzo. Las fuerzas que se oponen a la regulación de las armas no han desaparecido de la noche a la mañana. Pero sí están debilitadas. La NRA se ha mantenido en silencio desde la tragedia del viernes. El Partido Republicano, su principal aliado en el Congreso, está también a la defensiva. Tanto, que está haciendo de repente toda clase de concesiones en el otro asunto que ocupa la actualidad, la negociación del abismo fiscal. Pero, sobre todo, ahora existe el estado de ánimo nacional propicio para hacer lo que no se ha hecho antes. Las imágenes de 20 niños de 6 y 7 años, con sus caritas sonrientes, constantemente en las pantallas de televisión, es algo que ni los corazones más duros pueden resistir.

Nuevas leyes sobre las armas no lo arreglarán todo. Tampoco puede pensarse que en Estados Unidos se van a prohibir de repente hasta la más pequeña pistola. Pero cualquier avance será un progreso comparado con el despropósito actual. El control de las armas debería de ir acompañado, por supuesto, de una mejora en la atención a la salud mental de la población, otro asunto que subyace bajo este suceso. Pero lo más importante en este momento es ponerse en marcha y, en ese sentido, se esperan noticias de la Casa Blanca pronto.

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