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La ‘primavera árabe’ impone un nuevo equilibrio de poderes en Oriente Próximo

La oposición hace una demostración de fuerza en Egipto dos años después de la revolución Los grupos islamistas y seculares pugnan por el poder en la zona

Concentración en la plaza de Tahrir, en El Cairo, durante el segundo aniversario de las revueltas
Concentración en la plaza de Tahrir, en El Cairo, durante el segundo aniversario de las revueltasKHALED DESOUKI (AFP)

Después de dos años de revolución, nada parece seguro en Oriente Próximo. Los levantamientos populares que comenzaron en diciembre de 2010 hicieron caer gobiernos autoritarios en Túnez, Yemen, Libia y Egipto, que este viernes celebra, de forma convulsa, el segundo aniversario de su propia revuelta. Otros regímenes aun aguantan embestidas o bien fuertes, como Siria, o bien sin excesiva tracción, como Jordania. En los países en los que la revolución triunfó inicialmente, hoy las fuerzas islamistas y seculares pugnan entre sí por imponer nociones de democracia diferentes y, a veces, enfrentadas.

La caía de Zine el Abidine Ben Ali en Túnez y de Hosni Mubarak en Egipto en sólo dos meses de 2011 pulverizó la idea preconcebida, arraigada en años de larga historia, de que los países árabes estaban condenados a regirse por regímenes autoritarios. Aquello envalentonó a muchos opositores, y abrió la puerta a nuevos gobiernos y también a un nuevo equilibrio, aun cambiante más de dos años después de que germinara la primavera árabe. Occidente se vio dividido, entre la voluntad de mantener la estabilidad en la zona, ganada a base de hacer concesiones ante arraigados aliados autoritarios, y la necesidad de apoyar las ansias de democracia del pueblo.

“Hoy hay un retraimiento de los poderes occidentales, porque, sobre el terreno, los nuevos Gobiernos tratan de construir nuevos sistemas, y ese es un proceso complicado y largo”, explica Maryam Abolfazli, directora del programa para Oriente Próximo y Norte de África de la fundación Eurasia. “EE UU y Europa no tienen muchos líderes que puedan ser interlocutores en este momento, no tienen peso e influencia sobre un proceso que en realidad se decide a nivel local. De ahí esa frustración por parte de unos poderes occidentales que quisieran ver un avance más rápido y unos gobernantes a los que pudieran emplear como interlocutores permanentes”.

Egipto es un ejemplo del complejo efecto liberador de la primavera árabe. Mohammed Morsi ha triunfado en dos elecciones: las que le llevaron al poder y las que aprobaron su constitución de corte islamista. Pero se enfrenta ahora a una oposición heterogénea que ha hecho causa común en su contra; a un poder judicial en rebeldía, y a un poderoso Ejército que se considera garante de la seguridad del país y que ha dado indicaciones de que intervendría para evitar fuertes confrontaciones civiles. Las elecciones legislativas, en abril, serán una nueva prueba de fuego en la que se pondrá a prueba su verdadero poder.

“Es inevitable que después de una revolución las expectativas sean tan elevadas. En el caso de Egipto, como en el de Túnez, gente de procedencias e ideales muy diversos dejó de lado sus diferencias en una plataforma unida contra el régimen. Una vez cayó este, hubo un acuerdo respecto a que el nuevo proceso político debería ser de algún modo democrático”, explica Gregory Gause, profesor en la Universidad de Vermont e investigador en el Centro de Doha de la Institución Brookings. “En el proceso posterior, los islamistas se alzaron como una mayoría, pero ahora ven un contrapeso en el embiste de otros grupos, seculares, progresistas y de izquierdas, que desde luego no van a apartarse a un lado en todo este proceso”.

En ese sentido, Libia fue un caso diferente. Allí, el Gobierno era en realidad un solo hombre, Muammar El Gadafi, con control sobre una gran cantidad de recursos petrolíferos. Cuando él cayó, en octubre de 2011, el régimen se derrumbó. Cayeron el ejército, la administración pública y las instituciones. El vacío dejado lo ocupó a duras penas un nuevo Gobierno, que se enfrenta ahora a todo tipo de milicias regionales y locales, muchas infiltradas por grupos islamistas, como el que mató el 11 de septiembre a cuatro norteamericanos en el consulado de Bengasi.

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En Siria, a medida que el presidente Bachar El Asad queda más y más arrinconado en su bastión de Damasco, ese parece el mismo camino que puede seguir su país, en cuyo conflicto han fallecido ya 60.000 personas, según Naciones Unidas. “Con el complejo entramado de grupos opositores, y la influencia de Al Qaeda, es posible que con el tiempo en Siria se de paso a una república islámica que siga más el ejemplo de Irán, salvando las grandes diferencias entre las poblaciones chií y suní y las diferencias de Irán con el mundo árabe”, explica Ido Zelkovitz, del Departamento de Oriente Próximo de la Universidad de Haifa.

Esa es, de momento, la disyuntiva: un sistema islámico y secular, como el de Turquía, o un régimen teocrático, como el de Irán. Hay una tercera opción: la de mantener el status quo, la que prefieren sin duda las monarquías árabes del Golfo Pérsico, que, aunque -a excepción de Bahrein- se han librado de momento de las revueltas, ven con recelo cómo en Oriente Próximo los Hermanos Musulmanes participan activamente en una regeneración por la vía de la revuelta y el proceso político y Al Qaeda encuentra nichos en Siria, el Sinaí y el Norte de África.

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