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Tribuna
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Papado, Reinado, Partido

La presidencialización convierte a los partidos en esferas de poder como las monarquías

Usted, yo, todos somos víctimas de algún diseño institucional. Los ingenieros construyen caminos, puentes, presas; los politólogos estudiamos las instituciones políticas e intentamos entender en qué fallan. Décadas de investigación politológica han llegado a una conclusión aparentemente trivial pero insoslayable: las instituciones importan, y mucho. Son como la levadura: sin ellas el poder no puede producir resultados y los políticos no pueden hacer política.

Pero las mismas décadas de estudio sobre las instituciones nos han llevado a constatar que las instituciones no solo son un medio, una solución, sino que a menudo se convierten en un problema de primer orden. El más frecuente es que tienden a adquirir vida propia. Esto puede deberse a varias razones: unas veces son capturadas por grupos que desde fuera quieren impedir que realicen su tarea o aspiran a orientarlas en un sentido favorable a sus intereses, pero otras lo son por sus propios responsables, que terminan sirviéndose de ellas en lugar de, como tienen encomendado, servirlas a ellas. El resultado es que muchas de ellas dejan de ser efectivas, se anquilosan y se convierten, en el mejor de los casos, en una camarilla que impide la consecución de los fines de la organización; en el peor, en una mafia que delinque bajo la cobertura formal que la organización le presta.

Todo ello explica que años de estudios sobre instituciones hayan convertido a los sociólogos de las organizaciones y a los especialistas en la llamada teoría de la elección pública en unos tipos no solo sumamente descreídos sobre la naturaleza humana, sino profundamente escépticos sobre el hecho de que el progreso de la humanidad y las burocracias (públicas o privadas) sean conceptos compatibles. No se asombren pues del cinismo subyacente en uno de los principales axiomas de la sociología de las organizaciones que sostiene que: a) toda organización tiene como objetivo principal sobrevivir e incrementar su poder; b) toda organización tiene como fin llevar a cabo alguna tarea no incompatible con a). Como han podido captar, la secuencia debería ser la inversa: primero deberían venir los fines y a continuación la organización. Es sin duda paradójico, pero la realidad es que, con tal de crecer y aumentar sus recursos, muchas organizaciones están dispuestas a sacrificar los objetivos para cuya consecución fueron fundadas. Otras, en su afán de protegerse del exterior, terminan incurriendo en prácticas autodestructivas que les condenan al ostracismo, la irrelevancia o la desaparición.

Ahí es donde entra el vínculo que une a las tres instituciones que aparecen en el título de la columna. Papado, Reinado, Partido, en todas estas instituciones el desprestigio no suele venir del escándalo, del mal hacer de unos, incluso de la comisión de delitos, sino del ocultamiento de los hechos, el encubrimiento de los culpables, la reticencia a rendir cuentas, en definitiva, del intento de lavar los trapos sucios en casa con el fin de proteger a la institución del descrédito. Manzanas podridas hay en todas partes. Eso lo sabemos. Pero también sabemos que los abusos, de cualquier tipo, ocurrirán preferentemente allí donde confluya la jerarquía con la opacidad. A mayor asimetría de poder entre jerarquía y feligreses, monarcas y súbditos, representantes y ciudadanos, administradores y administrados, cúpulas de partidos y militantes de base, mayor probabilidad de que la organización se anquilose y las manzanas podridas se salgan con la suya. Debido a su configuración institucional, que concentra una gran autoridad en manos de unos pocos y a la vez huye de la transparencia, Papado, Monarquía y Partido asumen más riesgos que otras instituciones. Máxime cuando, por deferencia hacia la autoridad, son los propios feligreses, ciudadanos o militantes los que de antemano renuncian a controlar esas instituciones y confían en que, en su sabiduría, sus responsables sabrán autolimitarse y autocorregirse.

Claro que, a diferencia de las otras, un partido es una institución democrática y, por tanto, los mecanismos de control y renovación de la institución son totalmente distintos. Sin embargo, a la tendencia a la oligarquización de los partidos políticos, documentada desde hace más de cien años, se une ahora la tendencia al hiperliderazgo. La presidencialización de los partidos políticos, debida en gran parte a las presiones que generan los medios de comunicación y las campañas electorales, acaba convirtiéndolos en esferas de poder autónomo muy parecidas a las Iglesias o las monarquías. No deja de ser una paradoja que, dejados a sí mismos, los partidos políticos tiendan a recorrer el camino inverso al de las sociedades democráticas a las que tienen que servir.

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