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Un molesto gatito para el imperio

EE UU "reafirma" su apoyo al pueblo venezolano y su interés en desarrollar una relación constructiva

Antonio Caño
Hugo Chávez durante su intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas, en Nueva York, en 2005.
Hugo Chávez durante su intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas, en Nueva York, en 2005.TIMOTHY A. CLARY (AFP)

La desaparición de Hugo Chávez del escenario latinoamericano y mundial supone un gran alivio para Estados Unidos y una gran oportunidad de construir una nueva era de cooperación en un continente en el que la sombra del famoso comandante venezolano, aunque nunca una amenaza real, era hasta ahora un freno en cualquier intento de aproximación a Washington.

En una primera reacción por escrito, Barack Obama manifestó anoche que “EE UU reafirma su apoyo al pueblo venezolano y su interés por desarrollar unas relaciones constructivas con el Gobierno de Venezuela”. “Cuando Venezuela abre un nuevo capítulo de su historia”, añade el comunicado, “EE UU continúa comprometido con su política de promoción de los principios democráticos, el imperio de la ley y el respeto a los derechos humanos”.

Hugo Chávez jugó a ser para los últimos gobiernos norteamericanos el Fidel Castro de los tiempos modernos. Idéntico en su teatralidad guerrera y en su retórica antiimperialista, Chávez sustituyó en la mística izquierdista al líder de la revolución cubana como símbolo de la hostilidad natural con la gran potencia del norte

Sin embargo, a diferencia de lo que ocurrió con el castrismo, Washington manejó el chavismo con habilidad y desdén. Para irritación del militar venezolano, y pese a sus reiteradas acusaciones en sentido contrario, EE UU nunca lo reconoció públicamente como una amenaza ni movilizó recursos apreciables para desalojarlo del poder. George W. Bush jamás se refirió a Chávez por su nombre, y Barack Obama no ha modificado esa actitud.

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Este martes mismo, poco antes de que se anunciara oficialmente su muerte, Washington ni siquiera se dignó a comentar el último dislate del régimen: que EE UU, en una acción coordinada con cómplices burgueses y militares traidores, era culpable de la enfermedad que ha acabado matando a su jefe.

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Por debajo de esa indiferencia, existía, no obstante, una preocupación en los despachos de Washington por la desestabilización que Chávez representaba en América Latina, pero también en otras partes del mundo. El chavismo parecía últimamente una fuerza cuya expansión estaba bastante controlada, pero Chávez había ayudado en los años recientes a la incursión en la región del principal enemigo actual de EE UU: Irán.

Los coqueteos del antiguo golpista con el régimen de los ayatolas anuló cualquier esperanza, siempre escasa, de que pudiera llegar a entenderse con Obama. La primera vez que se encontraron, fortuitamente, en los pasillos de la Cumbre de la Américas de Trinidad y Tobago en 2009, Chávez le entregó al presidente norteamericano una copia del libro Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, un gesto que no presagiaba nada bueno.

Nunca más volvieron a verse las caras. Obama intentó consolidar las relaciones con los países más amigos de América Latina —México, Chile, Colombia, Perú…— sin entrar en conflicto abierto con otros que, al menos superficialmente, se entendían con Chávez –Brasil, Argentina o Ecuador-.

Durante todo el tiempo, la estrategia de Washington fue la de anular a Chávez, sin dar lugar a una crisis que le distrajera de otras prioridades internacionales –Afganistán, Oriente Próximo, Asia- o que tuviera efectos perjudiciales en los mercados mundiales de petróleo.

El petróleo ha sido siempre un factor determinante de las relaciones de EE UU con Venezuela. Lo era en los tiempos en los que gobernaban en Caracas presidentes amigos y lo ha sido durante el periodo reciente. EE UU necesitaba el crudo venezolano, al menos para mitigar la dependencia de los exportadores árabes, y Chávez necesitaba el mercado norteamericano, entre otras cosas para presumir de su poder en territorio enemigo.

Aunque el año pasado, la importaciones de petróleo procedentes de Venezuela representaron solo el 5,8% del total del crudo comprado por EE UU, esa cantidad, al menos hasta ahora, era suficiente razón como para no desencadenar un problema necesario. Del lado venezolano, los motivos para no llevar más lejos el enfrentamiento con sus enemigos ideológicos son aún más contundentes, puesto que este es el destino de alrededor de la mitad de las exportaciones de petróleo de Venezuela.

Entre las extravagancias que se le recuerdan al personaje, se incluye aquella de 2008, en plena crisis económica en este país, en la que decidió que la empresa concesionaria de Petróleos de Venezuela en EE UU, Citgo, abasteciera gratuitamente de energía a más de 100.000 familias pobres de las grandes ciudades norteamericanas.

Gestos como ese fueron interpretados siempre por Washington como los molestos arañazos de un gatito. Chávez nunca alcanzó un grado más alto en la lista de los enemigos histórico de EE UU. Aunque la narrativa oficial en Caracas era —repetición del tradicional discurso cubano— la de un régimen popular acosado sin piedad por el gran demonio imperialista —“aquí huele a azufre”, dijo en una célebre intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas, aludiendo al paso de George Bush por esa misma tribuna—, la realidad es que, tanto Bush como Obama, intentaron fórmulas de entendimiento con Chávez o, al menos, le permitieron construir su coalición bolivariana sin verdadera y frontal oposición. En el fondo, para EE UU, Chávez era una garantía de estabilidad en Venezuela, estabilidad antidemocrática, pero estabilidad al fin.

Chávez no fue el tigre antiimperialista que presumía ser. Probablemente él mismo era consciente de que su batalla contra Washington se libraba, casi exclusivamente, en el campo de las palabras. Nunca se comprobará hasta dónde hubiera sido capaz de llegar en el caso de haber encontrado en EE UU un enemigo a muerte, como le ocurrió a Fidel Castro.

Su desaparición, no obstante, libera a la Administración de Obama de un peso innecesario y abre perspectivas nuevas. En un primer momento, las preocupaciones pueden agravarse. Chávez deja un vacío que nadie sabe muy bien quién puede rellenar. Obviamente, las primeras palabras oficiales de Washington serán para apoyar el tránsito de Venezuela hacia un régimen democrático. Pero eso no servirá para disimular que la peor pesadilla para EE UU sería la de un largo y violento proceso de inestabilidad en el país con las mayores reservas de petróleo del mundo.

EE UU intentará ayudar, con mucha precaución, en el proceso de democratización de Venezuela, pero no tiene un caballo en esta carrera. Enrique Capriles, que estaba en Nueva York un día antes de anunciarse la muerte de Chávez, no es el hombre de Washington. Podría llegar a serlo, pero, de momento, no hay preferencias claras. Cualquiera que garantice un proceso ordenado puede valer.

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