_
_
_
_
_

De la guerra a la guerrilla en Malí

La aparición de atentados suicidas y los ataques a los árabes son los grandes desafíos pendientes en el país del Sahel

José Naranjo
El ministro de Defensa alemán, Thomas de Maiziere, se reúne con representantes gubernamentales en Bamako, Mali, a mediados de marzo.
El ministro de Defensa alemán, Thomas de Maiziere, se reúne con representantes gubernamentales en Bamako, Mali, a mediados de marzo.OLIVER LANG (EFE)

El pasado miércoles por la noche, un terrorista suicida a bordo de un coche repleto de explosivos y con los faros apagados se dirigió hacia un puesto de control militar a la entrada del aeropuerto. Cuando se dieron cuenta de su presencia, ya era demasiado tarde. La detonación costó la vida al yihadista y a un soldado. En las horas siguientes, otras diez personas murieron en un intento de infiltración en la base militar. No ocurrió en Irak ni en Afganistán, sino en la mítica ciudad de Tombuctú, en el norte de Malí, una región que gracias a la intervención francesa ha logrado librarse de la ocupación por parte de grupos de corte islamista radical, pero que ahora se enfrenta a ataques y atentados que proceden de un enemigo invisible que se esconde en el desierto, entre la población o en los pequeños pueblos que salpican un inmenso territorio.

El primer atentado suicida tuvo lugar el 8 de febrero. Un adolescente con explosivos adosados a su cuerpo se abalanzó subido en una moto contra un control militar en Gao. Pocos días antes, dos minas habían costado la vida a cuatro soldados. Semanas después era Kidal el escenario de ataques similares. Y ahora también Tombuctú, con un ataque que ha sido reivindicado por el Movimiento por la Unicidad del Yihad en África del Oeste (Muyao), una escisión del brazo magrebí de Al Qaeda. El rápido avance de las fuerzas francomalienses desde el sur, que comenzó el 10 de enero, los intensos bombardeos aéreos de las primeras semanas de la guerra y el cierre de fronteras por parte de Mauritania, Argelia y Níger impidieron la huida de centenares de yihadistas que ahora se están convirtiendo en una pesadilla para la seguridad en la región.

El mismo día que tuvo lugar el ataque en Tombuctú, el presidente francés, François Hollande, aseguraba que la retirada de las tropas francesas, unos 4.000 soldados desplegados sobre el terreno entre los que se han producido cinco bajas, comenzaría “a finales de abril”. Es cierto que la guerra propiamente dicha está en su fase final, con los soldados galos y chadianos localizando y eliminando los últimos focos de resistencia de los terroristas y destruyendo sus arsenales en el Adrar des Ifoghas, junto a la frontera con Argelia. Pero tras las palabras de Hollande subyacen razones como el coste económico de una operación militar que soporta casi en exclusiva (unos 50 millones de euros al día) y el coste político que le podría acarrear una presencia prolongada en Malí, con el riesgo añadido de la suerte que puedan correr los quince rehenes franceses que siguen secuestrados por grupos radicales en África, repartidos entre Malí y Nigeria. Esta semana, AQMI anunció la ejecución de uno de ellos.

Lo que la mayoría de los malienses esperan es que la retirada del grueso de las tropas francesas no se produzca, al menos, hasta que desembarque el relevo: la Misión de Naciones Unidas para la Estabilización en Malí. Está previsto que en los próximos días se elabore una propuesta de resolución que llegará al Consejo de Seguridad en abril. La idea es integrar a los soldados africanos ya desplegados en Malí (unos 6.000) y sumar 4.000 efectivos más hasta llegar a un total de 10.000 y compensar así la retirada gala, con la idea de que las nuevas tropas puedan estar sobre el terreno en el mes de julio. Sin embargo, el peligro frente a la situación actual es que la figura jurídica otorgada a esta misión (estabilización y no mantenimiento de la paz) permitirá el uso de la fuerza en la defensa de su mandato, pero esto no autoriza la lucha antiterrorista.

El otro gran problema es que el detonante de este conflicto, la cuestión tuareg, no sólo está lejos de haberse resuelto sino que se ha agravado. Fue el Movimiento Nacional de Liberación del Azawad (MNLA) quien en enero de 2012 inició la rebelión que abrió las puertas a los grupos yihadistas y sus miembros han sido acusados de todo tipo de abusos y exacciones contra otras etnias, como los songhai o los bambaras, durante los primeros meses de la ocupación. Ahora que el Ejército de Malí controla buena parte del norte los abusos han cambiado de bando y son los tuaregs y los ciudadanos de origen árabe quienes sufren detenciones arbitrarias, torturas e incluso ejecuciones extrajudiciales. El riesgo de conflicto étnico late con fuerza.

Ahora que el Ejército de Malí controla buena parte del norte los abusos han cambiado de bando
Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Pese a su marginalización en el resto del país, en Kidal, la ciudad más al norte del país y feudo de los tuareg, es el MNLA quien patrulla las calles junto a los soldados franceses y chadianos. El Ejército maliense aún no ha hecho acto de presencia porque se teme, y con razón, que se puedan producir enfrentamientos. Kidal es una espina clavada en el discurso triunfal de la operación Serval y necesitará de un enorme ejercicio de diálogo y consenso para extraerla sin que se produzcan daños, un diálogo que tendrá que extenderse a todo el norte del país.

Si la situación en el norte sigue siendo inestable, en Bamako, la capital de Malí, el futuro inmediato no es nada halagüeño. El capitán Amadou Haya Sanogo, el mismo que hace un año lideró un golpe de estado contra el presidente Amadou Toumani Touré, sigue al timón del país en la sombra y se permite destituir al primer ministro o detener a periodistas que le son críticos, como ocurrió hace tan solo dos semanas con Boukary Daou, director del diario El Republicano. La paradoja es que un Ejército tan débil, falto de medios y dividido que ha mostrado su incapacidad para hacer frente a la amenaza que venía del norte es quien mantiene secuestrado al gobierno del presidente interino, Dioncounda Traoré.

Las elecciones deberían celebrarse en julio, a tenor de la hoja de ruta fijada por la Cedeao, la Comunidad Económica de Estados de África Occidental pero nada parece más complicado. La integridad territorial no se ha restablecido del todo, las condiciones de inseguridad y las exacciones impiden aún el retorno a sus hogares de unas 400.000 personas, la mitad de ellas en países vecinos, el censo electoral no está listo y, lo que es más grave, con los militares controlando la maquinaria del Estado nadie puede garantizar unos comicios libres y transparentes. “La única solución que se me ocurre es que la ONU se implique a fondo en la organización de las elecciones”, asegura Tiebile Dramé, ex ministro de Asuntos Exteriores y líder del Partido por el Renacimiento Nacional (Parena). Pero incluso con Naciones Unidas al frente, julio sigue pareciendo una fecha muy optimista. Y prolongar esta transición en un Malí dirigido por un capitán golpista que parece empezar a perder apoyos, pero que mantiene a un presidente como rehén, no parece la mejor opción.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_