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Salvada por la guerra de Malvinas

La obsesión por recuperar el archipiélago de manos argentinas permitió a la primera ministra superar dos elecciones e imponerse a sus correligionarios

Margaret Thatcher visita a las tropas británicas en las islas Malvinas durante la guerra con Argentina.
Margaret Thatcher visita a las tropas británicas en las islas Malvinas durante la guerra con Argentina.AP

El irredentismo de Margaret Thatcher a la hora de encarar el conflicto de las Malvinas aparece como una metáfora de su propio carácter, el de una mujer de acero casi imposible de intimidar y el de una política con plena convicción en la defensa primordial de los intereses británicos por encima de cualquier otra consideración. El 2 de abril de 1982, y desde el primer momento en el que fue informada sobre el desembarco de 5.000 soldados argentinos en Puerto Stanley, la capital de las islas, la primera ministra británica decidió recuperarlas por la fuerza para Reino Unido. El sentido práctico de la hija del tendero le indicaba que la diplomacia de las palabras, es decir, la negociación, siempre puede abrir alguna vía, pero que las armas son las que en definitiva permiten ganar la guerra.

Thatcher llevaba entonces tres años en el número 10 de Downing Street y todavía no había afianzado esa posición de la que haría gala en tiempos sucesivos, la de la dirigente conservadora que no admite contestación ni matices a sus decisiones. Sus papeles privados, difundidos públicamente el pasado marzo, revelan las dudas expresadas en el seno de su Gobierno y del grupo parlamentario conservador sobre la capacidad militar británica y las tensiones que suscitó la resolución de la líder de emprender la acción bélica en defensa de un territorio lejano y poblado en su mayoría por ganaderos de ovejas. Convencida de la victoria final, esta fue su invariable respuesta a todas las presiones: “Recuperaremos las Falklands (Malvinas) para sus habitantes, que deben lealtad a la corona y quieren ser británicos”.

Personaje obstinado como pocos, ni siquiera cedió un ápice cuando el presidente Ronald Reagan la decepcionó al confirmar la neutralidad de Estados Unidos ante la crisis, una posición que en cierta medida Thatcher acabó revirtiendo al conseguir un cierto apoyo logístico por parte de su aliado y amigo. Antes del desencadenamiento de las hostilidades, el Gobierno británico analizó un informe del Ministerio de Defensa (con fecha de septiembre de 1981) que analizaba las posibilidades de disuadir a los argentinos de actuar contra las Malvinas y contemplaba diversos escenarios, desde ataques a barcos británicos en la zona u ocupación de islas deshabitadas, hasta una pequeña invasión o la invasión total del territorio. La Dama de Hierro optó desde el primer momento por esta última opción, que, a pesar del resultado final de la contienda, en su momento planteaba grandes dudas.

En el plano interno y a lo largo de los dos meses y doce días de duración de la guerra, la primera ministra acabó recabando el estado de ánimo favorable por parte de un amplio sector de la sociedad británica, con medidas tan populistas como el enrolamiento del príncipe Andrés, tercer hijo de la reina de Inglaterra, en la misión militar británica a bordo del HMS Invincible.

“Alegrémonos, alegrémonos”, proclamó una Thatcher risueña ante su residencia oficial de primera ministra cuando fue inquirida sobre la pronta “reconquista” militar de la isla de South Georgia. Aquella jactancia contó con el apoyo de periódicos tan leídos como el tabloide The Sun, que proclamó a toda portada y a raíz del hundimiento del navío argentino Belgrano: “Gotcha!”, que en una traducción libre significaría “Te tengo” o “te he cazado”.

La victoria en aquella guerra que acabó con el poder de la junta argentina fue doble para Margaret Thatcher: logró imponerse al desafío argentino pero también entre sus propias huestes, que desde entonces ya no osaron plantarle cara. El conflicto de las Malvinas inauguró para la Dama de Hierro un era de victorias electorales (volvió a ganar las elecciones de 1983 y 1987) y el respeto o temor de todos aquellos conservadores que hasta entonces recelaban de su liderazgo.

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