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5. A falta de un plan B de Angela Merkel, se ruega una “fase intermedia”

Con las elecciones de septiembre a la vista, la canciller alemana estudia escenarios diferentes

Viñeta cedida por 'The Economist'

Tras el sepelio de Margaret Thatcher en Londres se pudieron leer de nuevo en la prensa frases como estas: ¿no nos había prevenido la Dama de Hierro respecto a Alemania? ¿No condenó el euro como un instrumento de dominación bien camuflado de esos germanos? De hecho, ¿no son los alemanes, a fin de cuentas, los verdaderos beneficiarios de la crisis y viven estupendamente de los problemas de los demás?

La cancillería ha incluido estos artículos en el dossier de prensa y lo mismo han hecho el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Ministerio de Hacienda de Wolfgang Schäuble. Los sensores llevan ya mucho tiempo activados. Pero ahora que el tema vuelve a estar de actualidad por segunda o incluso por tercera vez, ahora que se vuelve a buscar un culpable de las miserias del continente. Ahora cunde un poco el desconcierto en el epicentro de la política alemana que no pocos consideran ya el epicentro de la política europea.

Así que pasemos breve revista a aquellos que mueven los hilos desde Alemania. Se trata de un puñado de personas en Berlín, no más. El ambiente: de un sosiego que a veces resulta casi provocador, seguido de un breve estallido de rabia unida a la falta de comprensión. El elemento constante: la resolución. Este Gobierno federal está resuelto a no apartarse ni un milímetro de los principios fundamentales de su política de crisis. Y si hay alguien resuelto y firme, esa es la canciller federal, que concita todas las enemistades en Europa pero cuyo cerebro-ordenador programado para la racionalidad no admite ningún plan B. El plan A es persistente. El plan A se puede variar, se pueden hacer un par de ajustes aquí y allá. El plan A es la contribución de Alemania al restablecimiento de Europa. Incluso aunque no lo entiendan en muchos lugares de esa misma Europa; Merkel dice siempre que nadie le ha presentado todavía otro plan serio.

En la cancillería se habla ahora de una “fase intermedia”. Europa ya ha vivido un par de estas fases intermedias a lo largo de la crisis. Momentos supuestamente tranquilos antes de que los problemas vuelvan a reventar como forúnculos. Pero esta fase intermedia es diferente: es de naturaleza táctica, porque en septiembre hay elecciones al Bundestag [Parlamento]. En septiembre los alemanes elegirán su próximo parlamento aunque, en realidad, van a votar sobre el futuro de Europa. Si Merkel vuelve a ser canciller, Europa tendrá que encontrar su camino con ella. Si no sale elegida, a la mañana siguiente habrá largas listas de exigencias sobre la mesa del nuevo canciller.

Merkel tenía un plan muy simple: el pasado diciembre quería presentar al Consejo Europeo una agenda de reformas para una mejor coordinación de la unión económica y monetaria, casi el primer paso hacia un gobierno económico europeo. Porque, de acuerdo con el análisis alemán, de los tres males de la eurozona – endeudamiento excesivo, sistemas bancarios ruinosos y falta de competitividad –, el tema sobre el que más hay que incidir es el de la competitividad.

Pero la cumbre del mes de diciembre se convirtió para Merkel en una batalla defensiva contra lo que estaba convencida eran los planes inmaduros de la Comisión y la presidencia del Consejo para implantar algo así como un seguro de desempleo europeo. Por tanto, decidió lanzarse a una segunda intentona en junio y sabía que entonces iba a necesitar al mejor aliado: Francia. Ahora, dos meses antes de la cumbre, casi todas las esperanzas se han venido abajo. Todavía no se ha redactado un documento que recoja la posición de ambos Gobiernos a pesar de que estaba previsto contar con él este mes de mayo. En Berlín se contempla con resignación al Gobierno francés y sus problemas internos. No se ha recibido ninguna propuesta de París para la reunión del Consejo que tendrá lugar en junio. Por lo que parece, el presidente ha tomado una decisión: esperará a las elecciones al Bundestag. Francois Hollande está enredado en demasiados problemas como para simplificarle la vida a Angela Merkel. Y a eso en Berlín lo llaman fase intermedia.

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No obstante, Merkel quiere aprovechar el tiempo. Sigue teniendo su plan y ese plan tiene tres etapas. Fase uno, el objetivo para la próxima cumbre: al menos debería ser posible ponerse de acuerdo sobre qué se quiere debatir en Europa. En la cancillería se habla de “parámetros”. También se podría decir: la eurozona debe aprender primero a comunicarse en un único idioma si pretende hablar de competitividad y coordinación en política económica. Porque, ¿qué es exactamente lo que se debe coordinar; ¿qué es lo que se debe comparar?; ¿y cuáles son las escalas? Por ejemplo, ¿debe vincularse la renta de los países del euro a la inflación o al producto interior bruto? Esa es una cuestión importante para ponerse de acuerdo acerca de cómo medir la productividad. ¿O se podrá al menos llegar a un entendimiento para armonizar los presupuestos de investigación en cada país? ¿No debería ser posible medir unos estándares mínimos en infraestructura como, por ejemplo, oficinas del catastro o agencias tributarias que funcionen?

Este es el objetivo de Merkel para la próxima cumbre: hay que hablar por fin de instrumentos comunes y hay que ponerse de acuerdo acerca del uso que hay que darles. Se buscan herramientas analíticas, sensores para un sistema de medición aceptado por todos. “Este debate nos mostrará dónde está el consenso en política económica”, comentan en el Gobierno federal. También se podría decir: ¿queremos realmente lo mismo o no? Por lo menos, en la cancillería han llegado al punto de reconocer que no pueden imponer nada a la fuerza.

Y aquí entra en juego el binomio resignación y rabia: Merkel siente que la han dejado sola en el debate de la reforma. Ciertamente, se percata de que en muchos países se puede detectar una aprobación por principio del modelo alemán. Alemania es modelo a seguir y espanta a la vez. Pero la política es demasiado lenta al abordar temas concretos. La austeridad – el ahorro forzoso – no es el tema central para Merkel. Aunque se la ha caricaturizado como la “dominatrix” del ahorro europea, en su opinión son los mercados los que marcan la pauta. Todo el que no ahorra es castigado con el recargo de intereses más elevados. Además ¿no ha hecho Alemania enormes concesiones, no ha asumido tremendos riesgos y ha aceptado, en contra de la tradición de su Bundesbank [Banco Central] un Banco Central Europeo más que activo en el terreno político?

“Tenemos que esforzarnos más en explicar esto”, comentan abatidos en Berlín. “Tenemos que hacer algo para que la crisis no se presente de repente como un invento alemán”. O también: “Lo que resulta verdaderamente inquietante es que Alemania ya no es solo el actor central, sino que los motivos cada vez son menos lisonjeros”. Sobre todo, resultan muy poco lisonjeras para Angela Merkel las caricaturas nazis, las imágenes con bigote. Según dicen, no impugna estas comparaciones porque las considera demasiado simplistas. Pero eso no es del todo cierto: en la opinión pública cunde el disgusto, es un tema que polariza y se puede hacer un uso impropio de él en la campaña electoral. Los asesores de Merkel han llegado a preguntarse de manera semipública dónde está el sentido común de los amistosos vecinos. ¿Por qué no toma la palabra ningún respetado estadista y declara indignos esos estereotipos? ¿Por qué callan todos?

En la fachada alemana se detectan grietas. Atestiguan la duda creciente. Se ha exigido demasiado en demasiado poco tiempo, se han cometido errores. En el primer programa destinado a Grecia se impusieron intereses punitivos, cosa absurda desde la perspectiva actual. Hasta el FMI evalúa actualmente sus tablas empleando otros coeficientes. Hay que dar más tiempo, dicen ahora. Pero sobre todo, siguen considerando válido el leitmotiv de la lógica de rescate alemana, “prestación por contraprestación”. No obstante, cabe concebir la posibilidad de que se atenúe la carga, de que se pueda aprobar más rápidamente un paquete de ayudas prometido por Merkel, de hasta 15.000 millones de euros, financiado con los ingresos del impuesto sobre transacciones financieras aprobado recientemente. Ese dinero podría beneficiar a los países en crisis. Sin poner como condición la aprobación previa del paquete de reformas completo. Bastaría con que se fijaran por lo menos los parámetros, casi como un primer paso hacia una mentalidad común. ¿Una mentalidad alemana?

El Gobierno federal se esfuerza todavía por lograr una apariencia de normalidad. Las elecciones al Bundestag tienen ahora máxima prioridad y no encajan bien con un continente histérico. Las dimensiones de la verdadera planificación de fondo salen a relucir subrepticiamente, casi en un comentario al margen. Que nadie diga después que no se estaba preparado para todo lo que pudiera ocurrir. El abandono del euro por parte de un solo país. El colapso de toda la unión monetaria. La reintroducción del marco alemán. Hace ya mucho que se debatieron a fondo y en petit comité todos los escenarios posibles. Creen tener respuesta a todas las preguntas, tanto desde un punto de vista puramente abstracto como puramente técnico. Pero la realidad, como empiezan a barruntar los gestores de la crisis en la cancillería y en el Ministerio de Hacienda, no se puede simular: reconocen que existe una enorme probabilidad de que, a pesar de todas las planificaciones de emergencia, la desintegración de la eurozona no termine en otra cosa que en un absoluto caos.

Pero ¿qué ocurriría entonces si un país grande como Italia estuviera al borde de la insolvencia?; ¿si la salida del euro fuera inminente? O, peor aún, si el país siguiera siendo miembro de la unión monetaria, pero simplemente se negara a llevar a cabo las reformas exigidas. Si millones de personas del sur de Europa salieran a la calle. Si los gobiernos fueran barridos por las elecciones o simplemente por la presión ejercida desde la calle. En Berlín no existe un proverbial plan B rodeado de misterio, aunque puede que sí se hayan hecho algunas reflexiones. En el epicentro de estas reflexiones está el Banco Central Europeo que, en ese caso, probablemente tendría que arrojar todos sus principios por la borda y – al igual que la Reserva Federal su homólogo estadounidense – se vería obligado a convertirse definitivamente en el financiador de los estados. Probablemente no habría que insistirle, asumiría su nuevo papel llevado del más puro instinto de conservación.

El Gobierno federal tampoco conoce otra áncora de salvación. Y lo que los dirigentes de la coalición amarillo-negra callan es que, debido a la implicación que han tenido hasta ahora en la crisis del euro, hace mucho que el banco emisor introdujo por la puerta trasera una especie de eurobono.

Así que esta sería la última esperanza: que una crisis de este calado brinde al menos la oportunidad de que surja un impulso radical integrador en Europa nacido de la pura necesidad, con la creación de un Ministerio de Hacienda europeo, por ejemplo, o con la revalorización masiva del Parlamento Europeo. Aunque desde la perspectiva del Gobierno federal, ese solo sería el mejor de los peores escenarios posibles.

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