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Guerrero, un polvorín donde la violencia se ha vuelto costumbre

La gobernabilidad de uno de los Estados más pobres de México flaquea en medio de la impunidad, las protestas sociales y la corrupción

Raquel Seco
Una familia en el Estado mexicano de Guerrero.
Una familia en el Estado mexicano de Guerrero.PEP COMPANYS

La Escuela Normal de Ayotzinapa tiene un monumento a la bandera sin bandera. La institución, que forma a maestros rurales con pocos recursos en el Estado mexicano de Guerrero, lo construyó después de que alguien quemase la enseña en 1941 y las autoridades amenazaran con la clausura. Allí, en pleno patio principal, los estudiantes aseguran que lo único que ha vuelto a ondear es la bandera rojinegra. Pero la placa reza, solemne: “Homenaje a la enseña de la patria como testimonio de la permanente fidelidad de la sociedad de alumnos de Ayotzinapa”.

La escuela sin bandera podría ser una metáfora de este Estado del suroeste, oficialmente liderado por un gobernador veterano (que ha cambiado de camiseta política, del gobernante PRI al izquierdista PRD), pero en la práctica con una gobernabilidad dudosa. Guerrero tiene numerosos frentes abiertos y malas perspectivas en casi todos ellos: pobreza y desigualdades sociales, violencia que queda impune, corrupción política y protestas sociales.

Uno de esos frentes abiertos, quizá el más mediático en los últimos tiempos, ha sido el de los maestros. Sus protestas arrancaron prácticamente a comienzos de 2013, poco después de la aprobación de la primera reforma constitucional del sexenio del PRI, que promete mejorar la calidad de la enseñanza en un país a la cola del informe Pisa. Estados como Guerrero y Oaxaca, precisamente los que viven más protestas sindicales, están entre los que sufren mayores problemas: bajo rendimiento, altas tasas de abstinencia escolar y pésimas infraestructuras.

La reforma de la educación condiciona la estabilidad y los ascensos de los profesores a sus méritos profesionales y a los resultados de una evaluación por parte de un organismo independiente. En Guerrero, ha sido la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), una organización disidente al mayoritario Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), la que ha reaccionado con constantes ‘paros’ y durísimas protestas, incluido el incendio de varias sedes de partidos en Chilpancingo a finales de abril. Los sindicalistas denuncian intenciones privatizadoras y un castigo a sus sindicatos, con enorme poder de movilización en un país en el que nadie sabe exactamente cuántos son (no existe un censo oficial). Otra de las causas es la uniformización de las evaluaciones, que según los docentes no deben medir con el mismos rasero a escuelas de la capital, con ordenadores y niños bien alimentados, y centros como el Eucaria Apreza García.

La única computadora que hay en esta escuela de Guerrero la montaron entre dos maestros y un barrendero. Con dos CPU prestados y un monitor tirando más a 1999 que a Mac, el barrendero, “que sabe de estas cosas”, ensambló un equipo que funciona, por supuesto, sin Internet (porque no hay). Como va muy lento, el director, Vicente Fernández, de 36 años, se trae cada día su propio portátil y una impresora. Todas las tardes se los vuelve a llevar a casa –y eso que la impresora es grande y pesada–, porque en la escuela no hay puerta ni pared que resista un robo. Ni el sol, ni la lluvia. La escuela Eucaria Apreza García es, en realidad, un barracón.

A este colegio asisten unos 180 alumnos de entre siete y 10 años que se mojan en época de lluvias y se achicharran en los meses de calor. La chabola en la que estudian (mientras escuchan a las demás clases como si estuvieran en el mismo salón) no está en alguna recóndita aldea de la montaña guerrerense, donde las carencias suelen ser escandalosas, sino en Chilpancingo, la misma capital del Estado, de 240.000 habitantes.

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Las autoridades han ligado a maestros y activistas con movimientos guerrilleros y violentos, y varios han sido acusados formalmente de terrorismo. Los sindicalistas funcionan en Guerrero en comunión con otros movimientos campesinos, indígenas y de izquierdas, integrados en el Movimiento Popular Guerrerense, una unión de organizaciones sociales y policías comunitarios –la forma tradicional de autodefensa, lícita según los usos y costumbres de la zona-. Pero niegan de forma tajante cualquier relación con guerrillas o con el crimen organizado. Durante las conversaciones con esta periodista en Chilpancingo, de hecho, algunos miembros de la CNTE recordaban cómo durante sus movilizaciones tuvieron que enfrentarse en ocasiones a “los chicos malos”, los retenes paramilitares que a menudo bloquean las carreteras de la montaña.

En Guerrero se respira miedo, igual que en otros Estados de México paralizados por la violencia sin castigo, la pobreza y la corrupción omnipresente. El pasado 30 de mayo, ocho líderes campesinos de la asociación civil Unidad Popular (UP) fueron secuestrados en la localidad de Iguala. Tres de ellos aparecieron muertos a los cuatro días. Trascendió la llamada de uno de los supervivientes a una organización política: “Yo ya me voy ‘a la chingada’ porque me van a matar”, dijo antes de colgar el teléfono. Surgieron sospechas hacia el presidente municipal. Los demás miembros de UP han recibido amenazas.

Con miedo viven también los activistas medioambientales de Guerrero. Fabiola Osorio Bernáldez, de Guerreros Verdes, fue asesinada el año pasado tras oponerse a la construcción de un muelle en un manglar. Hoy los representantes de la organización solo hablan con los medios de manera anónima y reconocen que siguen temiendo las embestidas del crimen organizado. Por ahora, y ante la falta de medidas de protección, han optado por mantener un “perfil bajo”. Eva Alarcón y Marcial Bautista, líderes ecologistas de las montañas, denunciaron amenazas en su contra durante meses, hasta que fueron secuestrados en diciembre de 2012. Nadie ha vuelto a saber de ellos.

En ese ambiente de violencia, la violación de seis ciudadanas españolas el pasado mes de febrero fue un escándalo mediático, pero las autoridades se han negado en repetidas ocasiones a reconocer que el Estado tiene problemas de inseguridad. En 2012, el puerto de Acapulco se convirtió en la segunda ciudad del mundo con mayor índice de asesinatos, solo por detrás de la hondureña San Pedro Sula, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal. En la memoria de los guerrerenses aún están frescos los aproximadamente 600 campesinos desaparecidos a principios de los setenta, la matanza de otros 17 en Aguas Blancas a mediados de los noventa y, especialmente en el movimiento de los maestros, el asesinato de dos jóvenes estudiantes de Ayotzinapa durante unas protestas de diciembre de 2011. Los dos policías detenidos fueron liberados por falta de pruebas y el entonces jefe de la Procuraduría (Fiscalía) General de Justicia del Estado, Alberto López Rosas, acaba de regresar al Gobierno estatal como secretario de Trabajo.

El pasado 23 de mayo, el Secretario de Seguridad Pública del Estado, Jesús Cortés, declaró sobre el muy turístico Acapulco: “Yo no veo ningún repunte de la violencia, o sea, las cosas están tranquilas […] Eso no es violencia; van y matan a la persona que tienen que matar”.

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Sobre la firma

Raquel Seco
Periodista en EL PAÍS desde 2011, trabaja en la sección sobre derechos humanos y desarrollo sostenible Planeta Futuro. Antes editó en el suplemento IDEAS, coordinó el equipo de redes sociales del diario y la redacción 'online' de Brasil y trabajó en la redacción de México.

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