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Tribuna
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Inclusión

Egipto vive el peor tipo de conflicto político al que puede hacer frente un país: el que se abre paso cuando la legitimidad se fractura en dos

Un país no puede ser gobernado desde dos legitimidades contrapuestas: un Estado necesita que los ciudadanos le concedan el monopolio legítimo de la violencia. Pero véase lo que ocurre en Egipto: tú dices hoja de ruta, yo digo golpe de Estado; tú dices tener la legitimidad de las urnas, yo la de las calles; tú dices querer instaurar una democracia, yo sostengo que quieres devolvernos a la dictadura. Egipto vive el peor tipo de conflicto político al que puede hacer frente un país: el que se abre paso cuando la legitimidad se fractura en dos.

No merece la pena pues malgastar mucho tiempo debatiendo sobre calificativos: sin duda que la intervención del Ejército constituye un golpe de Estado. A quienes quieren retorcer los conceptos hasta el punto de querer hablar de un golpe de Estado democrático conviene advertirles de que eso en nada cambia las cosas, al revés: pone aún más de manifiesto hasta qué punto la ruptura en la legitimidad será difícil, si no imposible, de cerrar.

A un lado tenemos los Hermanos Musulmanes, que se consideran legitimados para gobernar por haberse alzado con la presidencia tras la victoria en unas elecciones. Ahora, tras haber sido desalojados del poder por el mismo Ejército que durante décadas ha estado reprimiéndoles, tienen que decir si su apuesta por la democracia, al menos en su versión electoral, ha merecido la pena y debe ser continuada o si, por el contrario, como claman los más duros, es inútil esperar nada del viejo y corrupto Estado autoritario de Mubarak. La pasividad de las fuerzas del orden ante el asalto, saqueo e incendio a su sede, junto con la preocupación por que los salafistas no recojan la cosecha del desencanto, sin duda que pesará mucho en su decisión. Vista desde este lado, la democracia es un juego trucado al que nunca te dejan ganar.

Al otro lado, la oposición se considera legitimada por el volumen de la protesta callejera, la deriva autoritaria del presidente Morsi y el desastre económico que ha sido su gestión. Sin embargo, las cosas no pintan mucho mejor para los liberales pues al renunciar a actuar como oposición democrática y arrojarse en brazos del Ejército, hipotecan el futuro del país, que inevitablemente pasa por desmantelar el poder del Ejército. Incluso si logra construir una democracia, la oposición egipcia, que lleva meses promoviendo la intervención militar, debe saber que esa democracia terminará en los cuarteles, detrás de cuyos muros habrá una esfera de impunidad. Si es, Egipto será una democracia tutelada y, por tanto, disminuida e incompleta.

El catálogo de desastres que representa Egipto plantea un desafío de enorme magnitud a los europeos

La tragedia que vive Egipto tiene una sola explicación: la exclusión. Un sistema democrático solo puede sobrevivir si los perdedores de unas elecciones tienen la certeza de que podrán volver al poder. Si los ganadores utilizan los resortes del poder y las instituciones para hacer imposible la vuelta de la oposición, entonces esta perderá cualquier incentivo para hacer una oposición razonable y buscará su supervivencia a cualquier costa. El presidencialismo, adoptado por Egipto, agrava este problema pues los sistemas presidenciales son muy proclives a la polarización. Para que el presidencialismo no degenere en autoritarismo es necesario una sociedad civil vibrante, un sistema judicial independiente, unos medios de comunicación libres y una cultura política consolidada. De lo contrario, el conflicto está servido. En el caso de Egipto, se prueba, una vez más, que la democracia sin liberalismo lleva al autoritarismo, es decir, que la democracia no consiste solo en que gobierne la mayoría, sino que los derechos políticos de los individuos estén por encima del juego de mayorías y minorías de tal manera que la pérdida de las elecciones solo signifique la pérdida del poder, pero no del catálogo de derechos políticos esenciales del que todo ciudadano debe disfrutar.

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Todo este catálogo de desastres que representa Egipto plantea un desafío de enorme magnitud a los europeos. Tanto hablar en los documentos de estrategia elaborados por las instituciones europeas de la necesidad de promover un marco de “democracia profunda” en el Norte de África; tanto hablar de la necesidad de apoyar estos procesos escalonando la ayuda de tal manera que los países recibieran “más por más” cuando hubiera avances y “menos por menos” cuando hubiera retrocesos; tanto debatir sobre la condicionalidad democrática y aquí estamos: rodeados de grises, obligados a discernir cuál es el peor de los males, paralizados por la falta de influencia sobre el terreno y dudando sobre qué agravará más las cosas, si pronunciarnos o callarnos. Llegados aquí, el juego de los adjetivos (democracia o dictadura) o de las tomas de partido (Hermanos Musulmanes o Ejército) ha dejado de tener sentido: lo único realmente relevante es cómo apoyar a los que están por la inclusión y cómo marginar a los que están por la exclusión.

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