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Las víctimas olvidadas de la violencia peruana

Una ley indemniza a los perjudicados por los enfrentamientos entre 1980 y 2000 pero ignora al resto

El ministro de Defensa peruano (centro) inaugura una base en octubre
El ministro de Defensa peruano (centro) inaugura una base en octubreANDINA

En Perú, una ley de 2005 reconoce que las víctimas de la violencia ocurrida entre 1980 y 2000 tienen derecho a recibir reparaciones del Estado, pero las víctimas de hechos posteriores se encuentran en una especie de limbo. Viven además en zonas permanentemente declaradas en emergencia, con restricciones de tránsito y reunión. Son los olvidados entre los olvidados del conflicto terrorista. 

En los dos últimos años, diez civiles han muerto a causa de acciones de fuerzas del orden en el Valle de los ríos Apurímac y Ene (VRAE), en los límites de la sierra y selva sur del país. El último de ellos el pasado miércoles. Otros diez muertos civiles o desaparecidos se deben a acciones de Sendero Luminoso, de acuerdo a lo informado por la prensa en su momento. Si se suman los heridos (20) y las personas desplazadas (170), son más de 200 víctimas de la violencia desde marzo de 2011, y más de 300 si se consideran las bajas de policías y militares en combate o emboscados. Ninguno tiene derecho a una indemnización del Estado.

Sendero Luminoso se replegó en el 2000 a un reducto en Vizcatán, zona de difícil acceso en Ayacucho, cuando la cúpula de la organización terrorista fue detenida en Lima. En 2006 el Gobierno decidió enfrentarlo militarmente y en 2007 nuevamente se produjeron acciones armadas de ambos lados. Desde entonces hay víctimas en la población civil contigua a las bases contrasubversivas o cercana al paso de miembros de Sendero Luminoso.

Un civil que supuestamente realizaba obras en la base contrasubversiva Unión Mantaro (Huanta, Ayacucho) fue muerto por disparos el sábado pasado. La prensa local informó que se debió a un ataque de Sendero Luminoso. Hasta la fecha se desconoce la identidad del ciudadano fallecido y ninguna entidad pública se pronuncia sobre el caso. En la misma semana, a las 20:30 del miércoles 16, un helicóptero militar lanzó cohetes a una zona urbana del centro poblado de Nueva Esperanza. Un comunicado del Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas indicó que se trató de una “operación aérea disuasiva” contra terroristas que prepararían trampas explosivas en los caminos hacia la base contrasubversiva de Mazángaro.

Sin embargo, horas después los residentes desmintieron la versión, pues los militares les habían dicho que no salieran en esos días a sus chacras (tierras de cultivo) porque iban a “limpiar” la zona. Paradójicamente, el hombre que murió a causa de los impactos de piedras causadas por uno de los misiles es Paulino Huamán, miembro del comité de autodefensa, es decir, una organización comunal que enfrenta a Sendero Luminoso, o también la delincuencia.

“Antes han hecho operativos en el campo ¿por qué ahora en el pueblo?”, comentó al diario La República Alberto Toscano, uno de los ciudadanos que firmó un acta a las 6.00 del día siguiente relatando lo ocurrido. El ministro de Defensa, Pedro Cateriano, reconoció la noche del domingo en un programa de TV que se trató de un error, que el hecho está en investigación y que indemnizarán a los afectados. Sin embargo, la promesa del ministro Cateriano no se inscribe en alguna formalidad institucional y los afectados no tendrían cómo exigir su cumplimiento.

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La niña de ocho años Zoraida Caso murió durante una operación militar que pretendía desmontar un campamento de Sendero Luminoso en Ranrapata (Junín, sierra central). Los agentes escondieron el cuerpo en unos matorrales, entregaron a la madre y a dos hermanos a las autoridades como si hubieran sido rescatados del terrorismo. En junio de este año la Fiscalía indicó que no tenía elementos para determinar a quién pertenecía el proyectil que le causó la muerte y la investigación quedó archivada. Si Zoraida Caso fuera considerada una víctima de la violencia en el marco de la ley 28592, a sus padres les correspondería dividirse una reparación económica de diez mil soles, unos 3.500 dólares, pero como su muerte ocurrió después del 2000, el Estado no la considera víctima de la violencia.

En Nueva Esperanza hay toque de queda a partir de las 21.00 y los que no viven en la zona tienen que pedir permiso a las autoridades militares para circular. “Es otro mundo”, comenta a EL PAÍS una fuente que estuvo en el lugar antes del ataque aéreo. “Es un pueblo de una sola calle, todo está cerca, la escuela, las casas pegadas una al lado de la otra, son unas 80 familias. La base militar, a unos 50 metros”.

En abril del año pasado, la agricultora Asunción Gavilán resultó con graves heridas producto de una operación militar aérea con misiles en Sanabamba, Huanta, departamento de Ayacucho. Las fuerzas armadas suelen utilizar cohetes para ‘despejar’ la zona de posibles francotiradores de Sendero Luminoso. La mujer se encontraba en una zona de cultivo y fue evacuada a pie por lugareños que la socorrieron. Tardaron dos días en llegar a un centro de salud.

En mayo último, soldados del Ejército dispararon contra nueve civiles que se trasladaban de madrugada en una camioneta rural en el distrito de Kepashiato (La Convención, Cusco). Pese a que la versión militar indicó que desde el techo de la camioneta un hombre les disparó y que tenían información de inteligencia de que pasaría un vehículo con narcotraficantes, los heridos se identificaron posteriormente como comerciantes conocidos en su zona de origen. Las investigaciones aún no dilucidan responsabilidades: varios meses después el dueño de la camioneta rural reclamaba que no le devolvían su vehículo, que tenía las marcas de los disparos, y que era su herramienta de trabajo.

La Defensoría del Pueblo envió el año pasado al Congreso una carta en la que solicita que modifique la ley 28592 para extender el período en el que el Estado reconoce a las víctimas de la violencia. “Hemos hecho la recomendación también en dos informes defensoriales en los que evaluamos el cumplimiento del Plan Integral de Reparaciones”, refirió a EL PAÍS Gisela Vignolo, la Adjunta de Derechos Humanos y Discapacidad de la Defensoría del Pueblo. El Plan Integral de Reparaciones es el conjunto de indemnizaciones económicas, y reparaciones en salud, educación, vivienda y documentación que el Estado debe entregar a las víctimas de la violencia.

“Uno de los casos emblemáticos que figura en nuestros informes es el de la señora Lucy Pichardo”, agrega Vignolo, en alusión a la muerte de cuatro familiares y la desaparición de dos niños en Vizcatán, durante una operación militar en 2008. Hasta la fecha, no ha habido respuesta del Estado en torno a estos casos. El entonces ministro de Defensa, Antero Flores Aráoz, dijo que las operaciones se hicieron respetando los derechos humanos.

El padrón de víctimas reconocidas por el Estado y con derecho a alguna reparación incluye a 186.350 personas, más de 5.600 comunidades y 46 organizaciones de desplazados por causa de la violencia. Según la Comisión Multisectorial de Alto Nivel (CMAN) que coordina la entrega de reparaciones, hasta julio, 1.877 comunidades habían recibido la compensación colectiva que les corresponde, es decir, el 32% de los afectados.

De las más de 70.000 personas que tienen derecho a una reparación económica, “se ha beneficiado a 17.652, el 23% del universo”, reportó CMAN en su informe anual difundido en julio. En Perú tienen derecho a los diez mil soles las personas o sus familiares directos que hayan sufrido asesinato, ejecución arbitraria o extrajudicial, desaparición forzada, violación sexual, o que como consecuencia de atentados o agresiones tengan una discapacidad física o mental permanente, parcial o total. A estas reparaciones no tienen acceso las víctimas de la violencia que sigue sufriendo el país andino.

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