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Catástrofe en Asia

“No sé adónde iremos, porque el Gobierno no tiene planes”

El estado de descomposición de los cuerpos complica la identificación de las víctimas del Haiyan El despliegue de los militares estadounidenses y filipinos acelera el reparto de la ayuda

Naiara Galarraga Gortázar
Un helicóptero de EEUU descarga ayuda en la isla de Manicani.
Un helicóptero de EEUU descarga ayuda en la isla de Manicani.DENNIS M. SABANGAN (EFE)

El doctor Álex Uy Rodríguez tiene ahora mismo la misión más ingrata en Tacloban. Agente del laboratorio criminal de Mindanao, está en la ciudad para identificar a los muertos por el paso del supertifón Haiyan. Cadáveres como los más de 80 alineados el viernes en bolsas negras a la orilla del mar, detrás del Ayuntamiento, o cerca de 40 alineados a 500 metros. El sol de las ocho de la mañana ya calienta y el hedor siete días después de la catástrofe que azotó Filipinas es insoportable. Pese a los cadáveres y a las miles de toneladas de escombros, la ciudad más devastada de las muchas poblaciones castigadas por la tormenta tropical empieza a recuperar algo de vida. El paisaje en toda la zona de todos modos es desolador. Raras son las casas que han aguantado intactas.

Los vecinos, los supervivientes, son prácticamente lo único que queda del Tacloban previo al tifón. El resto es pura ruina. La gente hace cola con orden y paciencia para conseguir agua limpia —un galón diario por familia— potabilizada en una planta móvil (muchos echan mano del ingenio para transportarla de vuelta a casa a falta de vehículo), para que médicos voluntarios venidos de una ciudad vecina les curen las heridas y para cargar sus móviles e informar a sus parientes de que están vivos o de que alguien ha muerto. Los vientos de más de 300 kilómetros y la posterior subida del agua han matado a 6.633 personas, han herido a 12.487 y han convertido en desaparecidas a otras 1.197 personas.

La ciudad, que hasta el día 8 era el hogar de 220.000 personas, está tranquila, no hay un solo negocio abierto, tampoco las gasolineras, el hospital quedó destruido. Las avenidas han sido despejadas pero las calles más estrechas siguen cortadas por árboles, ramas, trozos de tejado de latón, maderas, barro. La temperatura ronda los 30 grados con mucha humedad. Como las condiciones sanitarias no mejoren rápido, es el caldo de cultivo perfecto para enfermedades y epidemias. La policía patrulla; no se percibe sensación de inseguridad ni parece que los saqueos continúen, pero los sacos de arroz tirados a las puertas de un centro de reparto saqueado a las afueras de Tacloban son el recordatorio de la furia desatada por el hambre y la desesperación inmediatamente después de la tragedia. Nadie se lo lleva porque está mojado, explica un vecino.

El reparto de comida mejora y se extiende por la ciudad y hacia los barrios. El Programa Mundial de Alimentos (PMA) de la ONU lleva varios días organizando una distribución de paquetes de comida. Justo después del tifón, localizaron un almacén en la ciudad con 2.400 toneladas de arroz. Y lo compraron inmediatamente. Unos 160 voluntarios lo empaquetan en raciones de tres kilos con algunas latas de sardinas o de carne, explica Silke Buhr, portavoz del PMA en Tacloban. Un paquete para cada familia de cinco personas. Parte lo distribuyen diez camiones militares en municipios cercanos; la otra parte la reparten las autoridades municipales en los barrios. Para los que no tienen ni siquiera una bicicleta ni dinero para coger un mototaxi —que tuviera gasolina para circular tras una semana con las gasolineras cerradas—, era la primera ayuda que recibían de las autoridades. La ONU ha entregado alimentos básicos a 107.500 personas.

El desembarco de los militares estadounidenses y filipinos, que asumieron la gestión del aeropuerto, ha acelerado muchísimo la llegada de suministros y la evacuación de los vecinos de la isla. Aunque la mayoría de las ONG trabajan con frecuencia en Filipinas, castigada cada tanto con un terremoto, una erupción o un tifón, admiten que este desafío logístico es mayúsculo por la magnitud y la extensión del daño en varias islas mal comunicadas con el exterior. Helicópteros estadounidenses salen desde el portaaviones George Washington para lanzar paquetes con agua y comida sobre comunidades aún incomunicadas. Un barco cargado de agua dulce se dirige a Tacloban. También múltiples cargamentos humanitarios como el de Acción Contra el Hambre: 102 toneladas que incluyen potabilizadoras, letrinas, mantas, tiendas de campaña, utensilios de cocina o herramientas, según explica su portavoz en Tacloban, Daniel Burgui; los kits de higiene (jabón, pasta de dientes, detergente para la ropa y los platos) para 10.000 familias entregados por Oxfam o las tiendas de campaña y mosquiteras enviadas por ACNUR.

Marie del Reyes, que abandonó su casita de cemento en la costa la víspera del tifón siguiendo la recomendación gubernamental, intenta retomar una cierta normalidad. Mientras su hijo mayor va a por agua, cuenta que se refugió en una escuela con su marido y su prole de cuatro. “El Gobierno dice que tendremos qué comer, pero por ahora nos tenemos que arreglar nosotros. Intercambiamos lo que tenemos con otras familias”. Haiyan, aquí bautizado como Yolanda, se llevó su casa entera; solo quedó el retrete, asegura a la puerta de la escuela donde su familia comparte un aula con otras 13. Aquí estaba cuando llego el tifón más potente registrado en tierra firme. Y cuando subió el agua como un pequeño tsunami: “Fue horrible, pero tuvimos suerte. Estábamos en el segundo piso cuando subió. Por eso estamos vivos”. Embarazada de siete meses del “quinto y último”, desconoce hasta cuándo estarán en la escuela o qué harán después. “No sé a dónde iremos porque el Gobierno no tiene planes”. Marie y sus vecinas intentan normalizar sus vidas en la pequeña medida de lo posible. Hierven arroz sobre un fuego y hacen la colada a mano en cubos. En muchos rincones se ve ropa tendida.

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Pero la anormalidad está a la vuelta de la esquina. El tráfico es escasísimo porque falta gasolina y un barco arrastrado por el Haiyan sigue en medio de una céntrica calle. Rodrigo Tuazón y su equipo de rescate de la Autoridad de Desarrollo de Metro Manila son los encargados de recoger entre los escombros los cuerpos que identificarán los forenses. “Les tomamos muestras de ADN y, si tienen huellas dactilares, también se las tomamos”, explica el doctor Uy. Está acostumbrado a los cadáveres, normalmente de crímenes, pero también de catástrofes naturales. Esto es Filipinas y aquí son muy frecuentes. Hace unos meses identificó a los fallecidos en el tifón Sandong. Admite que aquello fue más fácil. “Los cuerpos no estaban tan descompuestos”.

El trabajo del doctor Uy y del rescatador Tuazón será esencial para conocer cuántos murieron y quiénes eran. Los alineados de la trasera del Ayuntamiento, cuyas descripciones anotaba meticuloso un agente de policía el jueves, según contó un trabajador humanitario, fueron recogidos el viernes por la tarde por un camión y enterrados en una fosa común.

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Sobre la firma

Naiara Galarraga Gortázar
Es corresponsal de EL PAÍS en Brasil. Antes fue subjefa de la sección de Internacional, corresponsal de Migraciones, y enviada especial. Trabajó en las redacciones de Madrid, Bilbao y México. En un intervalo de su carrera en el diario, fue corresponsal en Jerusalén para Cuatro/CNN+. Es licenciada y máster en Periodismo (EL PAÍS/UAM).

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