_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Sabes con quién hablas?

No traigo verdades en los bolsillos, sino más dudas. No ofrezco certezas, sino preguntas

Estimado lector, ya que nos vamos a encontrar en este espacio con alguna frecuencia, permítame antes de todo presentarme: me llamo Luiz Ruffato. Luiz es un nombre ordinario en toda la Península Ibérica, y, por consecuencia, también en la América dicha Latina. Ruffato, sin embargo, es un apellido raro en Italia, de donde proviene, y no muy común en las zonas de colonización del sur y sureste de Brasil – una vez que otra, debido a las facilidades de las redes sociales, presuntos parientes me buscan, que firman Ruffato, Rufato, Rufatto, Ruffatto... A pesar de las diferentes grafías, todos posiblemente oriundos del mismo tronco anclado en la región del Véneto…

De profesión, hace diez años soy escritor. Pero antes hice de todo un poco. Labradores sin tierra, mis padres, Sebastião y Geni, tras sus bodas se trasladaron hacia Cataguases, ciudad donde nací, en el interior de Minas Gerais, ya que intuían que solo la escuela podría salvar a sus hijos de la privación material. En aquel tiempo, años cincuenta, Cataguases era un polo importante, con una industria textil consolidada y fuerte vocación cultural. Analfabeta, mi madre lavaba hasta doce fardos de ropa por semana – y aún hoy siento el olor a lejía que exhalaba de sus manos azuladas por la piedra de añil. Semianalfabeto, mi padre trataba de adaptarse a la rutina del reloj de fichar y de los jefes arrogantes, cosa que jamás logró, y pronto adquirió un carrito de palomitas, de color verde musgo, ¿cómo olvidarlo?, con lo cual durante una buena parte de su vida ayudó a mantener a su familia.

Desde temprano, comencé a trabajar para ayudar en el presupuesto doméstico. Al principio, vendía aguardiente, golosinas y tabaco detrás de una barra que quedaba a la altura de mis ojos – yo me ponía de pie sobre una caja de madera para atender a la clientela, constituida por prostitutas y proxenetas, puesto que la zona del meretricio quedaba cerca, y de obreros que vivían en un conventillo del cual aquella taberna era una suerte de puesto avanzado. Un poco más tarde, me esforzaba para agradar a la clientela, básicamente femenina, interesada en las menudencias – botones, cremalleras, agujas, remates de costura, cintas de gorgorán, corchetes, ojales, lentejuelas – en una cintería del centro de la ciudad.

A los quince años, ingresé en una fábrica de algodón hidrófilo. Por la noche, estudiaba en colegios donde dividía mi cansancio con compañeros mayores, que anhelaban cambiar el calor asfixiante de las tejedurías por el aburrimiento de una oficina de contabilidad… A los diecisiete, fabricaba piezas de acero y hierro fundido en el torno mecánico de un taller en Juiz de Fora, adonde me trasladé en búsqueda de alguna cosa que no sabía lo que era, la felicidad, quizás. Allá, me licencié en periodismo, ensanché mi gusto por los libros y tuve contacto con personas que ejercían la literatura y discutían política, soñando con una sociedad más justa.

Los ochenta, la llamada “década perdida”, me sorprendieron como aprendiz – reportero, redactor, editor – en humildes diarios del interior. Las mejores tardes y noches las pasaba en interminables discusiones sobre todo: yo intentaba llenar los huecos de mi ignorancia, pensando comprender así mejor un universo en todo distinto de aquel del cual era originario. Y en esto había cierta urgencia, pues me parecía que el mundo se despedazaba… En el comienzo de los años noventa, desilusionado, creí que no poseía talentos para el periodismo. Abandoné la profesión, pasé a ser  gerente de una cafetería, fracasé, vendí libros de puerta en puerta… Hasta que finalmente me trasladé a São Paulo y reanudé mi carrera, ahora en un gran periódico nacional. Tras 13 años en los cuales salté todos los peldaños dentro de una redacción – reportero, redactor, subeditor, editor, redactor jefe – me convencí… de que lo mío era la literatura… Entonces, desde el 2001, vengo intentando recrear, a partir de los harapos de la memoria, historias de gente sin nombre y sin rostro, con la ilusión de que en algún lugar alguien se acordará de nuestro paso por la Tierra…

Si expongo el recurrido es porque no quiero olvidar de donde partí. A lo largo de la trayectoria, me di cuenta de que cuanto más aprendo menos sé. Por eso, no traigo verdades en mis bolsillos, sino más dudas. No ofrezco certezas, sino preguntas. No espero respuestas, sino reflexiones. Y sí sigo soñando con una sociedad más justa…

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Ahora ya sabes con quien estás hablando. ¡Mucho gusto!

Luiz Ruffato es escritor y periodista.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_