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Columna
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La Sudáfrica de Mandela

El expresidente emergió de una ordalía de casi tres décadas sin rencor, abrazando a sus verdugos y haciendo de su país una potencia en el respeto a los valores de Occidente

Como no han conseguido el papa Wojtyla, que será oficialmente santo en abril de 2014, ni una madre Teresa que ya parecía vivir en el más allá antes de morir, el expresidente sudafricano Nelson Mandela ha sido universalmente proclamado en vida, en algunos casos no sin retórica interesada, el gran santo laico de nuestro tiempo.

Colonizada la punta sudafricana del continente negro en los siglos XVII y XVIII por Holanda, la ocupación británica se produciría a comienzos del siglo XIX, tras la derrota de Napoleón y como castigo a sus vasallos, entre los que se hallaba la república bátava. La mayoría de la población europea seguiría siendo, sin embargo, de origen holandés, la llamada “tribu blanca”, los boers o afrikáner, que habían desarrollado como lengua nacional el afrikaans, patois del holandés con injertos ingleses y lenguas locales.

La vida en la colonia fue siempre dramáticamente adversa para la mayoría negra, pero las autoridades británicas, a fuer de su empirismo genético, preferían el racismo de facto a un estatuto formal de “limpieza de sangre”. Pero, tras la independencia de la Unión Sudafricana en 1910, la segregación racial o apartheid se impuso legalmente a partir de 1948 con la gobernación de Daniel F. Malan, descendiente de hugonotes (calvinistas franceses), y ministro ordenado de la Iglesia Reformada de Holanda, que encontró los adecuados pasajes de la Biblia con que fundamentar la ignominia racista. El régimen colonizó los espacios públicos para que, desde los urinarios a los transportes públicos pasando por las cavernas del Estado, quedaran herméticamente segregados, así como prohibió cualquier intimidad personal entre razas. Y no es ocioso señalar que los únicos lugares públicos abiertos a todos los sudafricanos fueron los templos católicos, por el santo temor que Pretoria sentía por la ira de Roma.

Durante el 'apartheid' los únicos lugares públicos abiertos a todos los sudafricanos fueron los templos católicos

¿Por qué pudo Sudáfrica sostener medio siglo el apartheid? El régimen justificó la separación de razas proclamando “la igualdad en la diferencia”, con lo que se suponía que blancos, negros y mestizos gozarían de las mismas oportunidades, pero cada bloque alojado en containers rigurosamente vigilados. Y esa permanencia en el tiempo se explica también porque la URSS pugnaba en los años setenta por establecerse en África, lo que hacía especialmente valiosa la base de Simonstown, vigía privilegiado en el cabo de Buena Esperanza, a horcajadas entre Atlántico e Índico, y ruta de los grandes petroleros que por su calado no podían atravesar el canal de Suez. Cuando la Unión Soviética se aplicó la eutanasia (1989-1991) Pretoria dejó de ser esencial para Occidente, y Nelson Mandela, auxiliado por un jefe de Gobierno ilustrado, Frederik W. de Klerk, que lo libró en 1990 de la cárcel, estaba allí para recoger el testigo de la democracia sin distinción de razas.

El expresidente fallecido emergió de una ordalía de casi tres décadas sin el más mínimo rencor, abrazando a los verdugos de ayer, y haciendo de su país una potencia de color en el respeto a los valores de Occidente.

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