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Columna
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El laboratorio tunecino

La elaboración de una nueva Constitución en Túnez parece indicar que está emergiendo un islam político en vías de secularización

Empecemos por la buena noticia. ¿Recuerdan que hace casi exactamente tres años comenzaba en Túnez un amplio movimiento que luego iba a extenderse y daría en llamarse primavera árabe? Es cierto que, desde entonces, a causa de los trastornos libio y egipcio y, sobre todo, de la dimensión de la tragedia siria, impera la sensación de que el movimiento ha dado marcha atrás. Así ocurre con todas las revoluciones: son procesos lentos, caóticos, casi siempre trágicos y jalonados por numerosos avances y retrocesos. Al fin y al cabo, la República no se instaló en Francia hasta un siglo después de la Revolución...

Pues bien, tres años después, en el país donde arrancó la primavera árabe, hay que celebrar la aprobación por parte de la Asamblea Constituyente tunecina de los primeros artículos de la futura Constitución, que garantizan la libertad de conciencia y designan al Estado —este punto será seguramente muy difícil de interpretar— como “protector de lo sagrado”, pero, sobre todo, disponen que este se guiará por la “primacía del derecho”. Esto, después del rechazo de varias enmiendas que pretendían instituir el islam como fuente de derecho.

Este texto, que, acompañado por una ley electoral, deberá ser concluido y adoptado antes del próximo 14 de enero, fecha del tercer aniversario del movimiento, es por supuesto fruto de un compromiso: el rechazo del islam como fuente de derecho —contrariamente a lo que pedían los islamistas del partido Ennahda— a cambio del reconocimiento de este como religión nacional —contrariamente a lo que deseaban los laicos—.

Túnez debe ser contemplado como un laboratorio. Desde tal punto de vista, este camino hacia el compromiso, que sucede al intento de Ennahda, mayoritario en el Gobierno, de islamizar la sociedad, es muy importante. En Egipto, un intento similar por parte de los Hermanos Musulmanes, igualmente catapultados al poder por las urnas, fue frustrado por el ejército, que, recordémoslo, cuenta con el apoyo de otros islamistas: los salafistas y el rector de la mezquita de Al Azhar (este último más discreto). En Turquía, pese a la represión, buena parte de la sociedad civil expresa, con la esperanza puesta en unas nuevas elecciones, el mismo rechazo hacia la islamización cada vez más manifiesta y radical impulsada por el primer ministro Erdogan, que, por otra parte, ha fracasado en su intento de imponerse como modelo para los países que han conocido la famosa primavera árabe.

Tal vez todos estos acontecimientos sean la señal de que las revoluciones árabes no producirán un islam político. Pero, como explica el politólogo francés Olivier Roy, el curso de los acontecimientos obligará al islam a desenvolverse en política sin ocupar todo el espacio. Así pues, está emergiendo progresivamente un islam actor, entre otros, de una sana política en vías de secularización. Esto implica aceptar la competencia. En todo caso, por el momento, es lo que parecen prometer el ejemplo tunecino y los trabajos que acompañan a la elaboración de la Constitución de este país.

El caso sirio debe ser contemplado desde otro ángulo. Aunque también aquí el control de la oposición al régimen de Bachar el Asad por parte del islam radical está siendo combatido desde el interior. En efecto, los rebeldes sirios han decidido luchar en dos frentes: contra el presidente Bachar el Asad, por supuesto, pero también contra los yihadistas vinculados a Al Qaeda, de obediencia suní.

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Pero el patrón de interpretación que se impone aquí es antes que nada el del conflicto entre el chiismo iraní y el sunismo saudí, es decir, entre Irán y Arabia Saudí, que se enfrentan en la región. Basta con observar la situación en Irak, donde los yihadistas suníes han vuelto a tomar Faluya, o los enfrentamientos que intentan prender en Líbano. Aquí, el elemento fundamental que no hay que perder de vista es por supuesto la retirada norteamericana y la reorientación estratégica de Estados Unidos, que abandona una región en la que ellos mismos provocaron el caos. Ese caos del que, según nos explicaban los neoconservadores, la mejor forma de salir era la guerra de Irak.

Todavía no hemos terminado de pagar el precio de este error mayúsculo. Por ahora, la doctrina Obama es clara: a Estados Unidos no le interesa verse atrapado en los conflictos de Oriente Próximo ni implicarse en lo que parece un área de conflictos a los que, hoy por hoy, nadie ve final. Esta es, evidentemente, la mala noticia de este comienzo de año.

Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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