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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La rebelión de la familia francesa

Crece un populismo cristiano que no halla cause en la política tradicional

Los franceses, que se consideran revolucionarios permanentes, se olvidan en ocasiones de lo mucho que deben a sus raíces católicas.

El lunes pasado, François Hollande retiró un proyecto de ley presentado por su Gobierno y que modificaba varios aspectos de la legislación familiar. La víspera se habían manifestado enormes multitudes contra la “familifobia” de sus políticas. No hubo violencia ni abiertas muestras de extremismo de derecha como había sucedido unas semanas antes en el “Día de la ira”, marcado por brutalidades antisemitas, homófobas y racistas. Esta vez, fueron familias agradables y corrientes las que se manifestaron de forma pacífica para reafirmar su fe en la normalidad, un papá hombre, una mamá mujer, y para proclamar su miedo a las teorías de género importadas que se deslizan en el sistema educativo francés.

Pasan las generaciones, pero los que protestan contra el cambio pertenecen siempre a las mismas capas de la sociedad. A veces ganan: en 1984, François Mitterrand tuvo que mantener los subsidios a los colegios católicos. Muchas veces pierden: en 1974, Giscard d'Estaing, conservador, legalizó el aborto; en 1999, un Gobierno socialista instituyó la “unión civil”, con el objetivo de proteger a las parejas homosexuales.

En esta ocasión, la protesta tiene raíces más profundas. La ley de matrimonio homosexual, aprobada el año pasado, despertó inquietudes que rebasaban con mucho las tradicionales divisiones políticas. Las encuestas dicen que a estas alturas cuenta ya con la aprobación del 60% de los franceses. No obstante, las heridas que se abrieron siguen sangrando en una sociedad desestabilizada por el desempleo, la globalización y el multiculturalismo.

El movimiento actual no encaja en ningún modelo cultural claro. En la izquierda, los parlamentarios denuncian a Hollande por haberse “rendido ante los reaccionarios” y están preocupados por la pérdida de apoyo entre sus ruidosos votantes en las próximas elecciones locales. Pero al tiempo existe cierto malestar, incluso hostilidad, ante cualquier reforma relacionada con la procreación, y aprueban la táctica del presidente en unos momentos en los que no conviene contaminar las prioridades económicas.

En la derecha, la situación ha pillado desprevenida a la UMP. Desestabilizados por sus luchas internas, los conservadores tradicionales están fuera de onda. No han sido capaces de aprovecharse políticamente de otras formas nuevas de agitación social, como el movimiento de los Bonnets Rouges (Gorros rojos) en Bretaña, donde la gente con ingresos reducidos salió a la calle a proclamar su indignación contra las clases dirigentes de París. El Frente Nacional muestra más astucia cuando denuncia a esas élites de ser representantes de una conspiración europea y cosmopolita para destruir la France éternelle. El domingo pasado no se vio a Marine le Pen ni a sus seguidores. Pero la repercusión y la facilidad de manipulación de las redes sociales han aumentado la influencia de la extrema derecha; las absurdas historias de que en las escuelas se fomenta la homosexualidad son el ejemplo más descarado.

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Nos encontramos ante el ascenso de un tipo de populismo cristiano que ya no encuentra cauce en la política tradicional. A diferencia del Tea Party de EE UU, no es un movimiento surgido de la UMP. No se corresponde con el enfado de áreas geográficas ni sociales concretas. Fiel a la tradición francesa, no renuncia al Estado como árbitro y protector supremo. Sin embargo, afirma que existe un espacio en el que los ciudadanos tienen más legitimidad que sus representantes electos, en el que no sirve el gobierno de la mayoría, en el que, en definitiva, la democracia política está fracasando. Es un fenómeno preocupante, mucho más allá de las idiosincrasias de la política francesa.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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