_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Nosotros, los humanos verdaderos

¿Quién estaba desnudo además del chico negro encadenado a un poste por unos justicieros?

Eliane Brum

Tuve que escuchar el discurso del bien. El que relatan aquellos que encadenaron a un niño negro a un poste con un candado de bicicleta en el  barrio de Flamengo, en Río, el 31 de enero. Aquellos que cortaron su oreja, que arrancaron sus ropas. El que cuentan aquellos que defienden a los jóvenes blancos que torturaron el joven negro. Yo sé que los hombres y las mujeres que evocan el derecho de encadenar adolescentes negros en postes, cortarles la oreja y arrancarles la ropa porque se proclaman hombres y mujeres de bien – y hombres y mujeres de bien pueden hacer todo eso – están a mi alrededor. Me los encuentro en la panadería, los saludo en el ascensor, les agradezco cuando me permiten atravesar el paso de peatones. Ellos están ahí cuando conecto la televisión. ¿Pero qué es lo que dicen que es necesario escuchar?

El discurso del bien cabe en pocas frases. El Estado es omiso. La policía está desmoralizada. La Justicia falla. Ante esos hechos, y todos los hechos son siempre inquestionables en el discurso del bien, atar a jóvenes negros en postes con candados de bicicleta, cortarles la oreja y arrancarles la ropa es un derecho de legítima defensa de los ciudadanos de bien. Si quisieran torturar un niño negro, como hicieron, ellos pueden, asegura el bien. Si quisieran matarlo, ellos pueden, también. Y algunos lo hacen. Los niños negros no son niños. No se necesita investigación, no se necesita un juicio, no es precisa la ley. Los ciudadanos de bien lo saben, porque son la ley. También son la justicia. El niño es un marginal, es también un vagabundo, dice el bien. Y bandido bueno es bandido muerto, garantiza el bien. Si tú no piensas así, el bien tiene algo que decirte: haga un favor a Brasil, adopte un bandido. Simple, directo, objetivo. El discurso del bien se enorgullece de ser simple, se enorgullece de tener solo certezas. La duda entorpece el bien. Y el bien no debe ser perturbado. ¿Y cómo dudar de que encadenar a un niño negro a un poste por el cuello, cortarle la oreja y arrancarle la ropa es el bien?

Encuentro una explicación definitiva en el discurso de los justicieros amplificado en las redes sociales. Quien encadena a un joven negro a un poste, le corta un pedazo de oreja y le arranca la ropa – y quienes defiende el derecho a hacer todo eso – son los “verdaderos humanos”. Y también los “humanos verdaderos”.

Adolescente amarrado a un poste con una traba de bicicleta. / Yvonne de Mello (Facebook)
Adolescente amarrado a un poste con una traba de bicicleta. / Yvonne de Mello (Facebook)

Es una guerra, descubro, entre humanos verdaderos y humanos falsos.

En este punto, tengo una duda. Tal vez yo no sea una humana verdadera – o una verdadera humana –, porque además de esa duda sobre la veracidad de mi humanidad, aún tengo otra. ¿Qué vieron los humanos verdaderos – o verdaderos humanos – al arrancar la ropa del niño negro? ¿Qué observaron al depararse con su desnudez? ¿Es posible que por eso que arrancaron sus ropas, para probar que él no era humano? ¿Qué sucedió cuando descubrieron que su cuerpo era igual al de ellos? ¿O no era? ¿Tal vez fue en ese momento que le cortaron la oreja, para marcarlo como a un humano falso, ya que Dios o la evolución no le habían providenciado esa diferencia en el cuerpo? ¿O basta el color, como ya dijo un pastor evangélico dedicado a los derechos humanos? Que perturbadora puede haber sido la desnudez del niño, al convertirse en espejo de los justicieros y dejarlos desnudos, mientras le golpeaban con sus cascos.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

¿Quién estaba desnudo en esa escena?

Las dudas no hacen bien al bien. Por asociación concluyo que también hay periodistas falsos y verdaderos. Los falsos tenderían a creer que, en el periodismo, una opinión solo puede darse con información, pesquisa e investigación de la realidad – o no es una opinión para el periodismo, solo un vómito de palabras. Los falsos pensarían que, para hablar de las calles, sería preciso ir a las calles. Los falsos mostrarían que, quienes más mueren por violencia, en Brasil, son los jóvenes negros y pobres como aquel que fue atado a un poste por el cuello. Mostrarían también que las principales víctimas de violencia de todos los tipos están en las periferias y en las favelas – y no en el centro, mucho menos en las urbanizaciones cerradas. Los falsos se preocuparían por desmenuzar el contexto en que se produjo el hecho, explicar las raíces históricas que hacen que las mayores víctimas de violencia sean los negros y los pobres, comenzando por la abolición de la esclavitud que no se completó. Los falsos se esforzarían para revelar la complejidad de que una escena que remite a la esclavitud se repita más de 125 años después de la Ley Áurea. Los falsos buscarían analizar como la violencia es una marca de identidad nacional, presente a lo largo de la constitución de la sociedad brasileña – y que aquel que dice punir, en realidad se venga –. Los falsos sabrían que una imagen no desvela todo ni es toda la verdad. Los falsos sospecharían que defender el linchamiento, incluso el de humanos falsos, y abrir espacio para incitar al linchamiento en los grandes medios de comunicación podría considerarse una irresponsabilidad que descalifica el periodismo y reduce la prensa.

¿Qué  vieron los justicieros al encontrarse con la desnudez del niño?

Pero ese es el problema de los falsos. Ellos creen que la realidad no cabe en media docena de frases repetidas de forma diferente. Son falsos y son débiles porque dudan de las verdades absolutas. Los periodistas verdaderos no tienen ninguna duda, ni siquiera una pequeña. El mundo acaba en los límites de su propio mundo, aunque este sea una urbanización cerrada y aunque las pocas veces que salgan de casa sea en coche blindado, de un lugar protegido por guardias de seguridad a otro lugar protegido por guardias de seguridad. Los periodistas verdaderos conquistaron, porque son verdaderos, el derecho de establecer los límites del mundo y de hablar solo a partir de él. La alteridad, así como escuchar al otro y probar su argumento, hace mal al bien y también al periodismo verdadero.

Divague. Y las divagaciones no hacen bien al bien. La cuestión principal, la que abarca al resto, incluso la de los periodistas, es la de los verdaderos humanos – o de los humanos verdaderos –. También conocidos como ciudadanos de bien.

Aquí, exactamente aquí, yo tengo otra duda. Esa me perturba más. Percibo que, si estos son los humanos verdaderos, los que encadenan jóvenes negros a postes con candados de bicicleta, les cortan la oreja y les dejan sin ropa – así como los que defienden a los ciudadanos de bien que hacen todo eso –, mi tendencia es alinearme a los humanos falsos.

La distinción, sin embargo, permanecería. Con el tiempo, yo podría sucumbir a la tentación de considerar que los falsos son los mejores. Y, en seguida, tal vez osara decir que los falsos, en realidad, son más humanos que los otros. Y, luego, aquellos que no atan jóvenes negros a postes, no les cortan la oreja, no les arrancan la ropa – y aquellos que no defienden a los ciudadanos de bien que hacen todo eso – serían los verdaderos humanos – o los humanos verdaderos. Y yo me colocaría de su lado, como una apaciguada compañera de manada.

Pero sería demasiado fácil.

Difícil sería comprender no la diferencia, sino la igualdad. Difícil no es diferenciarme, sino igualarme, percibir en qué esquinas mi humanidad se encuentra con la del niño negro amarrado al poste y también con la humanidad de los jóvenes blancos que encadenaran al joven negro al poste. Para eso, necesito darme cuenta de que aquellos que arrancaron las ropas del niño se quedaron desnudos, sí, pero también me dejaron desnuda. Nos dejaron desnudos. Nosotros, que no simpatizamos con quién encadena jóvenes negros en postes, somos los que estaban en la escena, pero no aparecen en la imagen. Y por eso pueden esconderse mejor.

Es para eso que también sirve el discurso del bien. O el discurso del odio, si lo prefieren. Para que podamos confrontarnos a él y nos aseguremos no solo nuestra diferencia, sino principalmente nuestra inocencia. Para que podamos continuar viviendo en la ilusión de que hacemos algo para que niños negros no sean encadenados por el cuello a postes. En la ilusión de que hacemos algo para que niños negros no vuelvan, si alcanzan la vida adulta, hombres y mujeres que ganan menos que los blancos, que tienen menos educación que los blancos, que tienen menos salud que los blancos, que sean la mayoría que vive en casas sin saneamiento. En la ilusión de que hacemos algo para que las mujeres negras no sean las que más mueren durante el parto, ni sus hijos los que llenen las estadísticas de mortalidad infantil. En la ilusión de que hacemos algo para que jóvenes negros no tengan la entrada proscrita en centros comerciales, excepto para trabajar. El discurso del odio también sirve para que podamos confrontarnos a él y mantener intacta la ilusión de que hacemos algo para que jóvenes negros no sean los que mueren más y antes.

El discurso del odio sirve para asegurarnos no solo de nuestra diferencia, pero principalmente de nuestra inocencia

Es necesario encarar nuestra desnudez ante ese espejo en el que la imagen, siempre incompleta, muestra solo al niño negro desnudo. Y renunciar a una cierta soberbia que hace que, en el fondo, creamos que somos nosotros los ciudadanos de bien – los civilizados contra los bárbaros –. Y que decir eso basta para un sueño sin sobresaltos.

La mayoría (79%), por lo menos en Río de Janeiro, según una encuesta del Instituto Datafolha, está contra encadenar jóvenes negros a postes. (El mayor índice de aprobación a los justiceiros se encuentra entre los blancos, los más ricos y los más escolarizados, y este es un dato importante.) Pero el poste es solo la imagen extrema, hiper real, con el que la mayoría convive, día tras día, sin darse cuenta de que debería ser imposible convivir con el hecho de que una parte de la población brasileña tiene menos todo, incluso vida. La abolición incompleta de la esclavitud está en todas las horas de Brasil. Si no fuera más conveniente ser ciego, observaríamos jóvenes negros atados a postes por el cuello todo el tiempo. Lo que la pandilla de jóvenes blancos, de clase media, hizo al encadenar al joven negro a un poste fue una interpretación literal de la realidad cotidiana. Porque su pensamiento es simplista, directo, objetivo, encarnaron lo que se expresa día a día de formas menos explícitas. Lo que los brutos realizaron, porque ese también es el papel de los brutos, es la materialización de una realidad simbólica con la cual convivimos sin inmutarnos. Al hacerlo, los justiceiros nos dan, de nuevo, la oportunidad de agotar nuestra omisión en una ruidosa revuelta, y volver cansados de la imagen para el sueño de los justos.

Los brutos no son la mayoría, por lo menos en ese caso, por lo menos en Río. La mayoría está contra encadenar jóvenes negros a postes, cortarles la oreja y arrancarles la ropa. Entonces, ¿por qué la abolición de la esclavitud aún no se completó en Brasil? Porque nuestra complicidad encuentra caminos para creerse inocente.

Somos los “no enterados esenciales”. El término es de Clarice Lispector, en el mejor texto que leí sobre la escena del niño negro atado por el cuello a un poste. Con el detalle de que fue escrito en la década de los 60 del siglo pasado. “Esa justicia que vela mi sueño, yo la repudio, humillada por necesitar de ella. Mientras tanto duermo y falsamente me salvo. Nosotros, los no enterados esenciales. Para que mi casa funcione, exijo de mí como primer deber que yo sea una no enterada, que no ejerza mi revolución y mi amor, guardados. Si yo no soy esa que se hace la tonta, mi casa se estremece. Debo haber olvidado que debajo de la casa está el terreno, el suelo donde una nueva casa podría levantarse. Mientras tanto, dormimos y falsamente nos salvamos. (...) Y yo sé que no nos salvaremos mientras nuestro error no nos sea precioso. Mi error es mi espejo, donde veo lo que en silencio yo hice de un hombre”.

Para hacer la diferencia es necesario diferenciarse. Pero solo se diferencia aquel que antes se iguala. Levanta los ojos y encara, en el espejo que es el otro, la enormidad de su desnudez.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentarista. Autora de los libros de no ficción La Vida Que Nadie ve, El Ojo de la Calle y La Niña Quebrada y del romance Una Dos. Correo electrónico: elianebrum@uol.com.br. Twitter: @brumelianebrum

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_