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Tribuna
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¿ Por qué la política está perdiendo a los jóvenes?

Las nuevas generaciones no ven diferencia entre progresistas y conservadores. Para ellos son todos iguales. Y sobre todo, no les tienen miedo

Juan Arias

Aún nadie ha hecho un sondeo para saber lo que los jóvenes piensan de la política. Podría haber sorpresas porque en una gran mayoría, son apolíticos ya que no confían en los partidos. Los consideran anticuados, lo que no significa que aborrezcan la democracia. Mal distinguen ya entre izquierdas y derechas. Son pragmáticos y pospolíticos. No ven excesiva diferencia entre progresistas y conservadores. Para ellos son todos iguales, o casi. Y sobre todo, no les tienen miedo.

Joseph M.Colomer, profesor de Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en su artículo de opinión en este diario La larga agonía de los partidos políticos, se pregunta si son hoy indispensables para la democracia o podrían ser sustituidos por otras instituciones formadas, por ejemplo, por expertos.

Quizás sea esa la sensación que advierten los jóvenes, que se alejan cada vez más de los partidos tradicionales, y que pueden parecer conservadores a los ojos de la vieja izquierda porque sus héroes son otros. Más que a Che Guevara, los jóvenes exaltan hoy, por ejemplo, a los ídolos del mundo de internet. Siguiendo las huellas de estos jóvenes creativos que empiezan de la nada, también ellos quieren triunfar, ganar dinero, poder viajar, sentirse libres de ataduras. Son anti y al mismo tiempo no saben bien con quién estar. Tienen más claro lo que no quieren, lo que rechazan, que lo que buscan.

Si en el pasado el ideal del joven, por imposición de la sociedad, era poder heredar el puesto seguro del padre en un banco o en una empresa, hoy prefieren crear ellos su propio negocio, empezar de cero, guiados por su instinto y su creatividad.

Cada vez es más difícil “politizar” a los jóvenes porque para ellos la política clásica hace tiempo que ha dejado de interesarles. Se balancean entre la indiferencia y el rechazo al sistema,

A los jóvenes les gusta cambiar las cosas, son dinámicos, mientras que a la política la ven estática. Quieren mudarlo todo, a veces con demasiada prisa, porque ellos mismos, a causa de la adolescencia, que hoy se prolonga hasta cerca de los 26 años según los psicólogos, están también cambiando biológicamente.

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Por eso les gusta la velocidad. Les encantan las motos, los coches de carrera, los aviones. Son los hijos del movimiento, de lo instantáneo. No en vano, los creadores de internet cambian continuamente de aplicaciones. Se entusiasmaron con Twitter, después con Facebook, ahora con  WatsApp, mañana se cansarán e inventarán otro modo de comunicarse. Ya lo están haciendo. Ellos se conectan mejor con la antigua filosofía de los sabios griegos que decían “todo se mueve, nada está parado”. La inmovilidad no está en los genes del joven. Ellos aceptan cada vez menos a los líderes, a los capos, a los jefes. Son más de bandos que de partidos; más de manada que de ejércitos.

La política, en cualquiera de los regímenes, intenta conquistar a los jóvenes olvidando que ellos son sordos a los halagos de los que les dan órdenes y consignas.

Los jóvenes de hoy, los del planeta de internet, los que se nutren de la pantalla líquida y colocan sus mensajes en la nube, nos parecen llegados de otra galaxia. Están a caballo entre la modernidad en la que nacen y el DNA conservador recibido de los padres. Ambos suelen vivir en planos diferentes.

Quizás siempre fue así, pero antes no aparecía tan evidente como hoy. Los jóvenes fueron siempre la vanguardia en los movimientos que abrían caminos nuevos, pero mientras en el pasado actuaban a las órdenes de las instituciones políticas, sindicales, religiosas o militares, hoy van por su cuenta. Son líderes de sí mismos. Lo fueron ya en el mayo francés del 68 y lo son hoy en las nuevas primaveras revolucionarias. Nos pueden hasta parecer nihilistas y exclamamos: “¡Es que no saben lo que quieren!”. Lo saben y no lo saben, o mejor, lo saben a su modo, que ya no es el nuestro, el de los que creemos saberlo todo.Ellos tienen los ojos puestos en un futuro que quizás no sepan definir ni entender, pero saben que es eso lo que quieren aunque parezcan moverse dentro de la niebla.

Lo que quizás nunca hayamos entendido de los jóvenes, de los de hoy y de los de ayer, es que son siempre los más fuertes aún cuando nosotros intentemos castrar sus impulsos, porque es la edad en la que se creen inmortales.

Me lo decía ya hace tiempo mi amigo psiquiatra italiano, Carlo Brutti. Según él la fuerza del joven es que no piensa que puede morir. Quizás por ello pierdan la vida en accidentes más que los adultos, porque no se protegen, son arriesgados, no calculan el peligro, incluso les gusta, porque están convencidos que ellos, porque son jóvenes, son eternos.

De ahí la dificultad para los poderes constituidos de querer encuadrar o conquistar a los jóvenes con el miedo. No sirve porque no conocen ese virus. Son inmunes a las amenazas y a la violencia institucional. Se crecen con ella.

Los políticos que pretendan ganarse a los jóvenes con los instrumentos de la violencia contra ellos, acabarán decepcionados, porque ellos no conocen el miedo. Pueden hasta amedrentarlos por un momento, pero enseguida surgirán con nueva fuerza.

Lo estamos viendo en todas las revueltas que vive hoy el planeta. Los jóvenes están siempre en primera fila. Son los primeros en morir y los primeros en renacer.

En este mismo continente lo estamos observando, por ejemplo, en Venezuela donde son los jóvenes los que, fundamentalmente, están haciendo tambalearse un régimen que ya no les dice nada. Como ha escrito días atrás en este mismo diario Moisés Naim en su artículo ¿Qué está hoy en juego en Venezuela?, si en dicho país amaneciera un nuevo día de bienestar y libertad para todos, América Latina “deberá agradecérselo a los jóvenes que no han tenido miedo de enfrentar a un gobierno que ha hecho lo imposible para que le tengan miedo”.

Es que a los jóvenes no se les detiene, ni menos se les conquista con el miedo. Y lo más complejo es que tampoco se les conquista con los halagos fáciles o engañosos. A ellos les gustan los líderes radicales, los que llevan la marca de la autenticidad, algo que los políticos y los adultos solemos olvidar con demasiada frecuencia.

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