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La ardua muda de piel de Crimea

Dificultades técnicas y reticencias de las minorías marcan la transición en el península anexionada a Rusia

María Antonia Sánchez-Vallejo (enviada especial)

Tener que renunciar a algo que no se tiene ni desea, como deberán hacer los ucranios (24%), los tártaros (12%) o el resto de habitantes (5,4%) de la nueva Crimea que quieran conservar su viejo pasaporte ucranio en vez del ruso que ahora les corresponde, entra dentro de la categoría de paradoja. Pero en modo alguno lo es, sino uno de tantos episodios surrealistas que estos días, y los venideros, se viven en la península del mar Negro tras su incorporación a Rusia, sancionada el viernes por Moscú. Para seguir siendo lo que eran tendrán que rechazar expresamente una nueva ciudadanía que les ha caído de rebote, por voluntad ajena. Para los demás, es decir, para los rusos confesos (58%), el trámite es sencillo: guardar cola, entregar la documentación, esperar 10 días hábiles y, al fin, recibir el pasaporte y sentirse definitivamente rusos, eso a lo que aspiraba el 97% de quienes el domingo votaron a favor de la integración en Rusia de la antigua república autónoma de Ucrania.

En tres meses como máximo, los dos millones de crimeos tendrán nuevo pasaporte, recuerda a diario la televisión local. Todos los habitantes censados serán automáticamente rusos, dice un cartel a la puerta del consulado de la Federación en Simferópol, pero aquellos que no quieran serlo, subraya, deben renunciar expresamente al pasaporte no solicitado antes del 20 de abril, justo un mes después del referéndum. Pese a que la mayoría ha nacido en Crimea, muchos de los hasta ahora ucranios serán en adelante extranjeros en su propia tierra.

“A mí me da igual ser ucranio o ruso, pero por razones prácticas —para alquilar un apartamento o registrar una empresa— es mejor el pasaporte ruso, así que lo pediré”, explica Oleg Vorobiov, traductor de 32 años, en Simferópol. “Soy ruso étnico y no rechazo a Ucrania, pero se lo han buscado con esos políticos tan corruptos e impresentables. Seguiría siendo ucranio al 200% si las cosas fueran de otra manera… Eso sí, tener que renunciar a algo que no se quiere me parece el colmo”, advierte.

Si la renuncia forzada fuera el único sinsentido de este proceso de ‘renacionalización’, no pasaría de simple anécdota. Pero si al papeleo se suman las incógnitas (¿qué título recibirá un licenciado este año? ¿bajo qué legislación se juzgará en los próximos meses a los presos? ¿quién pagará las pensiones?), los balbuceos de la Crimea rusa adquieren relieves kafkianos. Para despejar al menos una duda, el Gobierno local ha anunciado que la introducción progresiva del rublo empezará a partir de este lunes. La integración plena de Crimea en Rusia concluirá, oficialmente, el próximo 1 de enero.

Mudar de piel no tendría que resultar difícil a Crimea —lleva haciéndolo desde hace siglos: antes que ucrania y rusa, ha sido sucesivamente griega, tártara, rusa imperial y soviética—, pero darle la vuelta a la administración como a un calcetín costará más de un sacrificio, y puede que más de dos experimentos. Las alumnas de 5º de Biología de la Universidad de Simferópol, vaso de café en ristre en sus pupitres, se encogen de hombros cuando se les pregunta cómo van a licenciarse en un trimestre, si vía Rusia o vía Ucrania: “No sabemos nada. Algunos profesores nos han dicho que este año podemos elegir entre un diploma ucranio o ruso, pero son sólo rumores. Información real no hay”.

Información es lo que intenta instrumentar Natalia Gonchareva, ministra de Educación, quien anuncia un periodo de transición —en grados y contenidos— de tres años para la educación primaria y secundaria, y de cinco para la superior. “El mayor problema son los que se licencien ahora”, explica en una comparecencia ‘programática’ ante periodistas en Simferópol. “Los egresados en 2014 no van a tener diploma ruso, no hay tiempo, pero hay que garantizar la convalidación por si desean ampliar estudios en Rusia; también al revés si quieren hacerlo en Ucrania. En primaria los programas son más parecidos, nos preocupa menos”.

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Esas titulaciones un punto ‘reversibles’ muestran qué puede suceder en el resto de estructuras del Estado, de la recaudación fiscal a la política de turismo —hasta el 70% de los crimeos trabajan en el sector— , de la oficialidad de la lengua —o lenguas— al sistema legal. La abogada penalista Eminia Biriukova responde con un mar de dudas a las preguntas sobre el diseño de la futura administración de justicia. “Esperamos indicaciones de Moscú, parece que nos informarán esta semana. Intuyo que habrá algún tipo de convenio bilateral y que los presos que cumplen condena en Crimea serán eventualmente transferidos a Ucrania; otra cosa serán los futuros detenidos, o peor aún, los juicios programados… Es mi opinión personal, y la de mis colegas, porque nadie sabe nada”, concluye Biriukova.

La economía crimea, que llegó a suponer el 3% del PIB de Ucrania, deberá cortar también su cordón umbilical. Dos tercios del gasto público de la península eran sufragados por Kiev, así como el 80% del presupuesto de Sebastopol. El suministro ucranio de electricidad (el 85% de la que consume Crimea), agua (90%) y algunos alimentos podría tener las horas contadas, aunque en el mercado central de Simferópol, un enorme bazar con olor a especias y miles de falsificaciones, no se percibe escasez alguna. A cambio de adhesión tan inquebrantable como la mostrada por el referéndum, Moscú ha prometido 55.000 millones de rublos para aliviar el déficit presupuestario y encauzar la viabilidad financiera de la que ya es, junto con la ciudad de Sebastopol, la 85ª región de la Federación.

Aun así los jubilados no las tienen todas consigo, en un ‘minipaís’ donde el sueldo medio es de 2.700 grivnas (poco más de 200 euros) y que está sujeto a un corralito para impedir la retirada masiva de efectivo. Víctor M. es oficial retirado del Ejército ucranio (“cobré mi pensión, de 150 euros, el mes pasado, ignoro qué pasará el próximo”) y vive en Crimea desde 1996. Ahora no sabe qué hacer con su vida. “No tengo muchas opciones. Renunciaré al pasaporte ruso, porque soy ucranio, pero aparte de eso, si no dejo Crimea me convertiré en un paria, y si me quedo lo seré también. Llevo aquí muchos años, no es tan fácil deshacer un hogar, y menos por imperativos nacionalistas”.

Los únicos que no ven obstáculos, ni salvables ni imposibles, son los rusos, que han abrazado la transformación con entusiasmo y cierto regusto soviético (Vitali, en la oficina de pasaportes del distrito central de Simferópol, a voz en grito: “¡Llevamos años esperando esto. Desde el colapso del PCUS [Partido Comunista de la URSS] nada ha ido bien. Ahora sí!”). La imposición del pasaporte ruso pondrá fin a anomalías domésticas como la de la familia de Anna Selivanova, abogada de 45 años. Siempre ha tenido pasaporte ruso, y su marido, nacionalidad ucrania. De sus tres hijos, las dos mayores son rusas y el pequeño, nacido tras 1991, año de la independencia de la antigua república soviética, ucranio. Es una de las muchas familias mixtas en Crimea, aunque no hay datos disponibles al respecto; los datos fehacientes, además, se los va tragando la guerra de propaganda entre Kiev y Moscú. Selivanova repite el mantra que está en boca de sus compatriotas: “En casa estamos todos de acuerdo: nos espera una vida mejor, con más oportunidades, dentro de Rusia. Y todos rusos, por fin”. Todos, menos los que apostaten —a la fuerza— del Kremlin.

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