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crisis en ucrania

La huella de Kiev se desvanece en Crimea

En un complejo proceso de transición tras el referéndum de marzo, los habitantes de la península empiezan a acostumbrarse al rublo y a la bandera tricolor rusa

Pilar Bonet
Una mujer ondea una bandera rusa en Sebastopol ante la presencia de aviones rusos en la celebración del Día de la Victoria.
Una mujer ondea una bandera rusa en Sebastopol ante la presencia de aviones rusos en la celebración del Día de la Victoria.MAXIM SHEMETOV (REUTERS)

Sobre el terreno, los habitantes de Crimea están viviendo un incómodo, extraño e incierto “periodo de transición” entre Ucrania, el país al que pertenece la península desde el punto de vista del derecho internacional, y Rusia, el país que controla de hecho este territorio tras anexionárselo. Los crimeos en general aceptan con paciencia y filosofía las dificultades, convencidos de que son problemas normales en un proceso sin precedentes. A incrementar su paciencia contribuyen los canales de la televisión rusa y las emisoras de radio, que les bombardean desde las frecuencias que antes ocupaban los canales y emisoras ucranianas. “Menos mal que nos fuimos” y “de buena nos hemos librado” son expresiones corrientes ante los relatos instrumentalizados y deformados de la propaganda rusa sobre realidades ya de por sí preocupantes.

En la vida cotidiana, el rublo va sustituyendo a la grivnia y las banderas tricolores han desbancado a las enseñas azules y blancas y los tridentes. Las instituciones de poder locales se adaptaron para ponerse al frente de dos nuevas unidades administrativas de la Federación Rusa, -la república de Crimea y Sebastopol-, que desde el 21 de marzo forman conjuntamente el Distrito Federal de Crimea. Ambos territorios preparan elecciones a los nuevos parlamentos, adaptados a la legislación rusa, que tendrán lugar en septiembre. Todas las transacciones inmobiliarias de compraventa están congeladas en Crimea, ya que Ucrania bloqueó el acceso al catastro. Esta situación impide tanto la marcha de personas que no aceptan la jurisdicción rusa como la llegada de nuevos empresarios en búsqueda de oportunidades. La otra cara de la moneda es el aumento de las pensiones de quienes han pasado a cobrar de las arcas de Moscú, que han visto crecer sus ingresos hasta el doble de lo que percibían en meses anteriores.

En todos estos procesos hay precipitación, desorden, improvisaciones y muchos problemas que se plantean sobre la marcha. A los habitantes de Crimea que querían seguir siendo ciudadanos de Ucrania se les dio el plazo de un mes para que renunciaran explícitamente a la ciudadanía rusa. Las colas eran inmensas y las oficinas escasas. Según datos del Servicio Federal de Emigración, el 19 de abril se habían entregado 300.000 pasaportes rusos y 3.000 personas habían renunciado a la ciudadanía rusa.

Los que no renunciaron a la ciudadanía rusa de forma explícita, son considerados ciudadanos rusos por Moscú, aunque conserven su pasaporte ucraniano. Este no es incompatible de momento con el pasaporte ruso, aunque impide trabajar como funcionario para la administración. De momento, la población se divide entre quienes han entregado ya sus documentos y tienen que esperar varios meses para que se cumplimente su solicitud y quienes demoran sus decisiones y sopesan las ventajas e inconvenientes de decisiones importantes que afectan a su identidad como ciudadanos. “Tenemos un terreno y hemos construido una casa”, afirma Olga, una ciudadana ucraniana, que teme verse privada de garantías sobre la propiedad que tiene junto con su marido, en caso de que ambos insistan en seguir siendo “ucranianos” con “residencia permanente en Crimea”. Su hijo, un estudiante, reside en Kiev y no piensa regresar a la península.

En Crimea, según el último censo, de 2001, residían 2,4 millones de habitantes, de ellos el 64% rusos, el 24%, ucranianos y el 10,21%, tártaros. Debido a su tasa relativamente alta de natalidad y la emigración desde los países de Asia Central, los tártaros suponen hoy entre el 18% y el 20% de la población de Crimea, según distintos cálculos. Es de prever que la proporción de ucranianos disminuya también debido a la anexión rusa.

El cese del funcionamiento del sistema bancario ucraniano en la península ha supuesto que los crimeos se han quedado sin acceso a sus cuentas y depósitos en las filiales de los bancos locales . “No podemos retirar nuestros ahorros, pero tampoco tenemos que pagar los créditos”, señala Guennadi, que muestra cierta desazón ante la posibilidad de que las deudas contraídas con un banco ucranio sigan incrementándose con los intereses, fuera de la península. Rusia compensa con un máximo de 700.000 rublos (unos 14.400 euros) por los ahorros perdidos, pero para ello hay que presentar un certificado que los bancos, con excepción del Privat Bank, no dan, señala un afectado. Para ir a buscar esos documentos a la “Ucrania continental” es necesario cruzar la “frontera”.

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Con la “legalidad” rusa se refuerzan las instituciones rusas, y la iglesia ortodoxa no es una excepción. Un templo ortodoxo, perteneciente al patriarcado de Kiev, ha sido cerrado en Sebastopol "después de la Pascua”, afirma el arzobispo Kliment de Sinferópol, según el cual la situación de la confesión que representa es “crítica” en Crimea. Las razones para cerrar el templo fueron que “la iglesia está en el territorio de una unidad militar que es un objeto estratégico y que no tenemos derecho a estar ahí. Sin embargo, afirma la administración de Sebastopol: “no nos compensa ni con tierra ni con locales alternativo e ignora las exigencias del patriarcado de Kiev”. El arzobispo afirma que en situación apurada se encuentran los católicos de rito oriental, que recibieron de la anterior administración un terreno para construir una iglesia. La iglesia ortodoxa , que recibió un terreno contiguo, intenta ahora arrebatárselo, afirma Kliment. En Simferópol el local de la iglesia ortodoxa fiel a Kiev está arrendado a las autoridades de Crimea hasta 2050, pero el arzobispo teme una revisión de contrato. Citando encuestas, el arzobispo señala que el 11% de los habitantes de Crimea apoyan al patriarcado de Kiev. "Teníamos registradas 60 parroquias en Crimea y quedan 15, entre otras cosas porque se van los sacerdotes y se va la gente”, dice.

Dispuestos a quedarse en Crimea a toda costa están los tártaros, la comunidad autóctona de la península que fue deportada por Stalin en 1944 por presunta colaboración con los invasores nazis. Los tártaros, que fueron regresando poco a poco a Crimea, están ante un problema. Su líder histórico, Mustafá Dzhemilev, que es diputado de la Rada Suprema (parlamento) en Kiev, se dispone a cruzar la “frontera” entre Ucrania continental y Crimea el 17 de mayo para conmemorar el 18 de mayo el aniversario de la deportación a Asia Central. El pasado 3 de mayo, cuando las autoridades rusas negaron la entrada a Dzhemilev en Crimea, en el puesto de control de Armiansk una multitud de 1500 personas se manifestaron en contra de la decisión rusa y unas 500 de ellas cruzaron a pie “la frontera”. El resultado ha sido el primer conflicto grave entre la comunidad de los tártaros y los dirigentes rusos. La fiscalía rusa en la península ha emitido una “advertencia” contra Rifat Shubárov, el líder del Mezhlis (el Ejecutivo de la organización de autogobierno tártaro) por “actividades extremistas” y ha amenazado con “liquidar el Mezhlis y todas sus actividades en la Federación Rusa. Dzhemilev ha buscado ayuda en organizaciones como la OSCE y en Turquía. Sin embargo, nadie sabe qué va a pasar cuando el líder tártaro se acerque de nuevo a la frontera.

“Esperamos que las autoridades de la Federación Rusa dejen entrar a nuestro líder y no cometan errores. Deberían hacer un comunicado antes de que venga e informar que el no haberle dejado pasar fue un error”, señala Abduramán Egiz, miembro del Mezhlis. “Somos un movimiento no violento y exigimos a las autoridades que no cruce la línea roja de nuestros derechos y libertades, en primer lugar la libertad de movimiento de nuestro líder, que no es negociable”, señala.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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