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La pena de muerte sobrevive en EE UU gracias al secretismo

Texas paraliza en el último momento una ejecución para considerar si el preso tiene un bajo coeficiente intelectual

Yolanda Monge
Camilla de la prisión de Huntsville (Texas).
Camilla de la prisión de Huntsville (Texas).REUTERS

Dos horas antes de que el Estado de Texas se dispusiera a acabar con la vida de Robert Campbell mediante una inyección letal cada día más polémica, una corte de apelaciones ordenaba suspender la ejecución al considerar que los abogados del condenado no había tenido ocasión de argumentar que debido al bajo coeficiente intelectual del preso este no debía de haber sido nunca candidato a la máxima pena, algo que se ignoró durante su juicio en los noventa.

Sin embargo, esa misma corte, la perteneciente al Quinto Circuito, rechazó paralizar la ejecución por motivos relacionados con los medicamentos usados en la inyección letal, lo que los abogados del reo creían era su argumento más potente para salvar en el último minuto la vida de su cliente.

Imagen del reo Robert Campbell.
Imagen del reo Robert Campbell.

De haber sido así, si Texas hubiera aceptado considerar que el pentobarbital que usa desde hace dos años como único componente de la inyección letal –frente a los tres que indica el protocolo – está en cuestión, la brecha que se hubiera abierto en la pena de muerte en ese Estado, y por extensión a nivel nacional, hubiera sido un punto de inflexión en la batalla contra la máxima pena.

De momento, Campbell vivió otro día, aunque no fuera porque Texas pone en cuestión la inyección letal. Porque quienes consideran una vergüenza que Estados Unidos comparta medallero con países como Arabia Saudí, China, Irán y Yemen, debido a la posesión de cifras récord de ejecuciones cada año, han encontrado un nuevo caballo de batalla para lograr la abolición de la pena de muerte en el país más desarrollado del mundo. La palabra mágica con la que los abogados argumentan en sus recursos de última hora que se salve la vida de su cliente es “secretismo”.

La cortina que un alguacil decidió correr para evitar testigos incómodos cuando la ejecución de finales de abril de un preso en Oklahoma se tornó una pesadilla o la falta total de información sobre qué se inyecta en las venas de los condenados a muerte en Texas forman parte del nuevo paisaje que rodea a una práctica cruel, inhumana y atávica desde que hace un par de años los Estados se quedaron sin uno de los tres componentes del triple cóctel mortal de barbitúricos en el que se basa la inyección letal. “Los ciudadanos, en cuyo nombre se está matando a alguien, tienen derecho a saber cómo y con qué se les mata”, asegura el columnista del diario The Washington Post, E. J. Dionne.

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Si el Departamento de Justicia Criminal de Texas aseguraba que no tenía planes de cambiar su protocolo de ejecuciones “basado en el incidente de Oklahoma, según informaba un escueto comunicado de ese departamento, la Corte de Apelaciones del Quinto Circuito le allanó el camino para no tener que hacerlo.

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El recurso de Jonathan Ross, uno de los letrados de Campbell, reclamaba el aplazamiento hasta que el Estado revelase qué compañía provee el medicamento que debía usarse en la aplicación de la pena capital y de qué está compuesto, ya que en ocasiones son farmacias clandestinas quienes fabrican los barbitúricos sin ningún control de calidad.

Desde 2012 y en medio de una crisis de abastecimiento que está poniendo en peligro la horrenda seña de identidad estadounidense, Texas ha usado tan solo pentobarbital -un barbitúrico que se suele usar para sacrificar animales-, para acabar con la vida de los residentes de su corredor de la muerte. Desde entonces, Texas ha ejecutado con este componente a 33 personas y solo la última de ellas –José Villegas el mes pasado- se quejó por sentir “una quemazón”.

Según el recurso de los abogados de Campbell, el derecho establecido en la Octava Enmienda de la Constitución Americana solo queda garantizado “si se aporta la información requerida para asegurar que una ejecución no constituya una tortura”. “El señor Campbell busca que se garantice su derecho a no sufrir la muerte experimentada por el señor Lockett”, aseguran los letrados del condenado de Texas en referencia al preso que tardó 43 minutos en morir en Oklahoma el pasado 29 de abril.

Como establece Robert Perkinson en su libro Texas Tough: The Rise of American´s Prison Empire, el Estado de la Estrella Solitaria es “el mejor de la nación” a la hora de matar gente de forma legal y su cámara de la muerte es “una máquina perfectamente engrasada”.

De hecho, tanto es así que a la penitenciaría de Huntsville –considerada la capital de la pena de muerte por el gran número de ejecuciones que se practican- llegan funcionarios de prisiones de otros Estados para aprender y observar cómo se llevan a cabo las ejecuciones en Texas. En ocasiones, incluso trabajadores de Huntsville han viajado hasta otros Estados para practicarlas ellos mismos.

De alguna manera, Texas está siendo el Estado hacia el que vuelven la vista otros corredores de la muerte, el modelo a seguir dentro de este nuevo escenario que cuestiona el método por desabastecimiento y que se ha planteado para los defensores de la pena de muerte, que con el gobernador Rick Perry a la cabeza, se niegan a renunciar a ese castigo. “Tengo total confianza en que la manera en como se llevan a cabo las ejecuciones en Texas es la correcta”, declaró Perry este pasado fin de semana. La Corte de Apelaciones le ratificado en su creencia.

“Una nueva era”

YOLANDA MONGE, Washington

La muerte de Clayton Lockett el pasado mes de abril en Oklahoma tras 43 minutos de cruel agonía ha abierto, en opinión de Richard Dieter, director del Centro de Información sobre la Pena de Muerte, “una nueva era”. “La opinión pública no había estado del todo implicada en el debate de la inyección letal hasta el caso de Oklahoma”, explica Dieter, cuya organización expone el sinsentido –en ocasiones por motivos económicos, ya que es más barato tener a alguien de por vida en la cárcel que ejecutarle- de la pena de muerte.

Oklahoma dictó a raíz de la muerte de Clayton una moratoria de seis meses en la aplicación de la pena capital. Además, analistas y contrarios a la máxima pena reclamaron el derecho del público a saber qué pasaba una vez que se ata en la camilla al reo y pedían –en una reclamación hiperbólica para probar la brutalidad del castigo- que las ejecuciones pudieran ser vistas por los ciudadanos.

La Casa Blanca emitía un comunicado tras Oklahoma en el que reconocía que la ejecución de Lockett había carecido de “humanidad”, si es que existe una forma humana de matar a alguien en nombre del Estado. Barack Obama añadió además que había ordenado a su fiscal general que analizara el estado de la cuestión.

Y sin embargo, a pesar de que la máxima pena se usa mucho menos que hace 40 años, a pesar de que hoy es menos popular (55%, 2013) que, por ejemplo, en 1996 (78%), su final va a ser una lucha batalla a batalla en cada Estado. “La pena de muerte está tan arraigada en este país que es como arrancar de la tierra un árbol de profundas raíces”, dice Deborah Denno, experta en pena de muerte y profesora en Fordham University. “El árbol se va a resistir a que lo corten”, explica, ya que la pena de muerte para muchos estadounidenses es “una seña de identidad y parte de la historia del país”.

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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