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Columna
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El túnel

En oleadas sucesivas, el euroescepticismo se ha comido el territorio de los europeístas

En los comienzos, hace sesenta años, el túnel por el que tenía que transitar el proyecto de integración europeo era muy ancho. Allí cabían los federalistas, pero también los llamados intergubernamentalistas, partidarios de compartir soberanía pero sin diluir a los Estados-nación. Cabían las derechas, mayoritariamente democratacristianas, partidarias de combinar la economía de mercado con el gasto social; los liberales y el empresariado, entusiasmados con la profundización de los mercados; y la socialdemocracia, deseosa de, por fin, poder gobernar y redistribuir la riqueza hacia las clases trabajadoras. Esa coalición proeuropea incluía también a los partidos comunistas, que no por casualidad eligieron llamarse eurocomunistas, y a los sindicatos, atraídos por la promesa de un capitalismo social. Todos compartían la visión del pasado formulada por Robert Schuman en la declaración fundacional de la Unión Europea (“Europa no se hizo, y fue la guerra”) y una visión optimista de un futuro en el que todos ganarían.

Pero en estos sesenta años el túnel se ha ido estrechando, tanto por la izquierda como por la derecha. En oleadas sucesivas, hemos visto el euroescepticismo comerse el territorio de los europeístas. Por la derecha, han aparecido preocupaciones por la identidad y la soberanía que han limitado cómo de lejos pueden ir los gobiernos de centroderecha en cuestiones claves como las políticas de inmigración, la libre circulación de trabajadores, la solidaridad entre los territorios de la Unión o la armonización de políticas sociales. En el centro, los liberales acusan a la Unión de ahogar la competitividad con rigidez burocrática, exceso de regulación y una fiscalidad desbordada. Y por la izquierda hemos asistido al desenganche progresivo de quienes creyendo que la Unión Europea les iba a proteger de la globalización, consideran que les ha desarmado y entregado a ella. El resultado de los referendos francés y holandés en mayo de 2005, más las amenazas de retirada del Reino Unido, la caída de la participación en las elecciones europeas y el auge de los partidos euroescépticos resumen muy bien este proceso.

El problema no es solo que el túnel por donde tiene que pasar el proyecto se haya estrechado sino que, en paralelo, el proyecto de integración se ha ensanchado enormemente. La vieja Europa del carbón y el acero se ocupa hoy de prácticamente todo: desde la agricultura a los servicios pasando por el comercio y el medioambiente, la supervisión de los bancos, la igualdad de género o el mercado de trabajo. Y los vagones que vienen detrás son aún más voluminosos, pues traen mercancías de gran calado político (eurobonos, un presupuesto para la eurozona o un ministro de finanzas europeo). Cuando un vehículo es grande y el túnel es pequeño sólo caben dos opciones: ensanchar el túnel o reducir el volumen del vehículo. Eso es en el fondo lo que se juega en estas elecciones europeas y lo que hay que dilucidar. Porque de seguir así, el proyecto se atascará.

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