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70 años del desembarco de Normandía

La alianza más larga

EE UU entró en Europa por Normandía, hace ahora 70 años, y ya no se marchó. Se quedó en el continente para asegurar la reconstrucción económica, política y moral de los europeos

El veterano de guerra Fred Holborn, en la playa de Gold.
El veterano de guerra Fred Holborn, en la playa de Gold. Peter Macdiarmid

Dicen que el Día D, cuyo 70º aniversario ahora se conmemora, fue el día más largo. Pero más larga ha sido la alianza que se fraguó ese día. Eso explica por qué esas cruces blancas perfectamente alineadas en los cementerios militares de Normandía son tan importantes: lo son porque no solo hablan de los que dejaron su vida allí, sino del compromiso inquebrantable que los que sobrevivieron adquirieron para que aquello no se volviera a repetir. Observando el legado de prosperidad, paz y libertad que esos jóvenes dejaron en nuestro continente puede decirse con toda solemnidad que su sacrificio, el máximo, no fue en vano.

Como ocurre tantas veces en la vida, hay hechos que tienen pleno sentido cuando los miramos desde la distancia, pero que en realidad son solo el producto de un cúmulo de circunstancias y casualidades que muy bien pudieran haber acabado de forma diferente. Porque que unas playas de Normandía recibieran nombres clave como Omaha o Utah no fue algo que respondiera a un plan prediseñado. Al contrario, acostumbrados durante décadas al intervencionismo americano en todo el mundo (recuérdese que desde 1950 ha habido tropas estadounidenses estacionadas en nada menos que 54 países diferentes), olvidamos que en diciembre de 1941, con toda la Europa continental ocupada por Hitler y los ejércitos nazis a punto de doblegar a Stalin, Estados Unidos todavía dudaba de si aquella guerra era su guerra. Fue Japón, con su ataque sorpresa a Pearl Harbour, y no la brillante retórica de Churchill, quien inclinó la balanza del lado de la intervención.

Si todo cambió a partir del Día D fue porque Estados Unidos, al contrario que lo que había hecho al acabar la I Guerra Mundial, decidió no marcharse de Europa, sino quedarse y asegurar la reconstrucción económica, política y moral de los europeos. La vieja Europa, cuna de la Ilustración, la Revolución Francesa y de las más bellas artes y letras, se había suicidado en 1914, e increíblemente otra vez en 1939, alcanzando unos niveles de devastación económica y moral que todavía hoy se nos antojan incomprensibles. “Europa no se construyó y fue la guerra”, dice la Declaración Schuman con la que se inicia en 1950 la reconciliación franco-alemana. Así que si este tortuoso y complicado proceso de integración en el que estamos embarcados los europeos pudo ver la luz fue gracias al paraguas de seguridad, económico y político, que Estados Unidos le concedió. Sin los juicios de Núremberg, el Plan Marshall o la Alianza Atlántica, Europa no sería hoy la que es.

Los europeos alcanzaron sus máximas cotas de bienestar y libertad coincidiendo con su máxima debilidad militar

Paradojas de la vida, que a veces parece que tiene sentido y no es solo aquel “cuento relatado por un idiota, lleno de ruido y furia, sin significado alguno” del Macbeth de Shakespeare, igual que Estados Unidos nació del ansia de libertad y prosperidad de unos europeos que tuvieron que emigrar para dejar de ser súbditos y convertirse en ciudadanos, la Unión Europea no hubiera visto la luz sin que aquellos jóvenes del nuevo mundo dieran su vida para que las futuras generaciones del viejo mundo pudieran también construirse un mundo nuevo. Pero las paradojas de la historia no acaban ahí: tras siglos de conflicto por la hegemonía, los europeos (occidentales) alcanzaron sus máximas cotas de bienestar y libertad coincidiendo con su máxima debilidad militar. Sorprende que Estados Unidos se extrañe, y se queje, del grado de desmilitarización de los europeos cuando es el principal artífice de ese fenómeno.

No son palabras, son hechos. Entre 1950 y 2000, Estados Unidos mantuvo una media de 535.000 soldados estacionados en el exterior. Algo más de la mitad de ese medio millón de soldados estuvieron siempre destinados en Europa y, en concreto, en Alemania, el país que bate el récord mundial de presencia estadounidense, con una media de 235.000 soldados estadounidenses permanentemente estacionados durante más de cuatro décadas. Sumados, estamos hablando de que durante la segunda mitad del siglo XX algo más de 10 millones de jóvenes estadounidenses pasaron un año de sus vidas en Alemania, armados y prestos a defenderla (datos de Tim Kane para la Fundación Heritage).

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Ese inmenso esfuerzo giró obsesivamente en torno al compromiso de defender Berlín, una ciudad militarmente indefendible que sobrevivió sobre algo tan increíble como el hacer creíble ante Moscú que Estados Unidos estaría dispuesto a usar armas nucleares para defenderla. Todos los presidentes estadounidenses, de una manera o de otra, desde Kennedy que en 1963 proclamara el “Ich bin ein Berliner [soy berlinés]” hasta Reagan que en 1987 exigiera “Mr. Gorbachov, tear down this wall [derribe este muro]” hicieron visible ese compromiso.

Berlín es hoy, sin embargo, en otra paradoja de la historia, una capital relajada, amable e inacabada que se siente incómoda con la responsabilidad de liderar Europa. Esa misma Alemania que recientemente dejó en la estacada a Reino Unido y a Francia en la votación del Consejo de Seguridad sobre Libia; que hoy, enfrentada al desafío de Putin, sigue confiando en que los intercambios comerciales traerán la paz y la sensatez, y que se indigna porque Estados Unidos espía las comunicaciones de su canciller es, aunque le pese a Washington, la obra maestra de Estados Unidos, la joya de la corona de su increíble esfuerzo por moldear una Europa a su imagen y semejanza.

Todo eso no es Historia con mayúscula, sino presente con minúscula. Hoy, los que fueron llamados “pueblos cautivos del este de Europa”, vergonzosamente abandonados a su suerte en los acuerdos de Yalta de 1945, no solo están orgullosos de haber logrado finalmente ingresar en la OTAN, sino que, ante el resurgir de una Rusia nacionalista, irredentista y autoritaria, piden a Obama la presencia permanente de militares estadounidenses en sus países y el reforzamiento de sus garantías de seguridad. Es lo último que se esperaba de Obama, concentrado en una agenda en la que la reconstrucción de la base económica, social y de conocimiento de Estados Unidos y la reducción de sus compromisos militares en el exterior son la prioridad absoluta.

Con la caída del Muro y el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos dio el problema europeo por resuelto

Con la caída del Muro y el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos dio el problema europeo por resuelto, permitiendo redesplegar su diplomacia y su ejército hacia Asia para así contrapesar el auge de China y mantener su dominio marítimo en el Pacífico, considerado la arteria vital del comercio mundial. De los 400.000 militares estadounidenses estacionados en Europa en lo más álgido de la Guerra Fría, hoy quedan 67.000, 40.000 de ellos en Alemania, aun así una cifra todavía muy considerable. Gracias a la insensatez de Putin, Obama se ha encontrado, como todos sus predecesores, ante un hecho ineludible: que el Tratado del Atlántico Norte, firmado en 1949, designa, en virtud de su artículo 5, que las fronteras de Lituania o Polonia con Rusia son, a todos los efectos, tan Omaha o Utah como lo fueron en su momento las playas de Normandía (“las partes”, dice el Tratado, “acuerdan que un ataque armado contra una o más de ellas, que tenga lugar en Europa o en América del Norte, será considerado como un ataque dirigido contra todas ellas”).

Con todos sus altibajos e idas y venidas, la intensidad de la relación transatlántica, sigue siendo la misma. Estadounidenses y europeos han logrado construir lo que en 1957 el politólogo Karl Deutsch (nacido en Praga y exiliado a Estados Unidos en 1939) definió como una “comunidad de seguridad”, un espacio en el que la intensidad de los lazos que vinculan a países e individuos, tanto desde el punto de vista material como moral, son tan intensos que el conflicto armado entre ellos se vuelve impensable e imposible.

España quedó, por un margen temporal muy estrecho, apartada de este proceso, lo que permitió a Franco expiar su colaboración con Hitler y Mussolini ofreciendo España como retaguardia para las bases de Estados Unidos. Para los españoles, el presidente Eisenhower no sería el Ike que en la víspera del Día D se dirigiera a sus soldados diciendo: “Las esperanzas y las plegarias de las gentes amantes de la libertad en cualquier lugar marchan con vosotros”, sino el que en 1959 amigablemente se abrazó a Franco en el aeropuerto de Barajas. Que los españoles no pudieran mostrar igual gratitud a Estados Unidos resulta comprensible. Como tantas otras veces en nuestra historia, llegamos tarde, mal o no llegamos. Pero eso no quiere decir que estuviéramos ausentes: la Novena Compañía de la II División Blindada del general Leclerc que liberó París estaba íntegramente formada por soldados españoles, restos del Ejército republicano que en 1939 habían decidido sumarse a la Francia libre que encabezaba el general De Gaulle. Esos curtidos soldados españoles, pertrechados con armas y uniformes estadounidenses y encaramados a blindados que mostraban el nombre de las batallas más emblemáticas de la Guerra Civil (Guadalajara, Brunete, Jarama) fueron los primeros en entrar en París. Su presencia allí permitía presagiar que algún día nos incorporaríamos a esa comunidad de valores transatlántica que hoy es parte esencial de nuestra identidad. 

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