_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

No hay problema

En Irán, más que en Irak o Palestina, se juega Barack Obama la presidencia

Francisco G. Basterra

Alguien dijo que un problema deja de serlo si no tiene solución. Podría estar pensando en el conflicto más perenne de nuestro tiempo: el que hace casi 100 años enfrenta a palestinos e israelíes por la misma tierra. En el territorio bíblico ha vuelto a desatarse un nuevo episodio de David contra Goliat con el estremecedor resultado, aún provisional, unos 270 a 1, los muertos palestinos y una víctima, israelí. Más del 40%, mujeres y niños.

Pero, a tenor de la indiferencia mundial ante el castigo colectivo de los habitantes de la cárcel a cielo abierto de Gaza por la tecnología punta militar norteamericana desatada por Israel para responder a la cohetería de Hamás, estaríamos ante una cuestión menor. Nos coge cansados por el sopor veraniego. Insoluble no alcanza la categoría de problema.

El problema es la indiferencia que le produce a la comunidad internacional la suerte de una población acorralada, sitiada desde hace ocho años en una estrecha franja de terreno, ocupada ilegalmente por Israel que, de tanto en tanto, harta de sufrir miseria y el bloqueo de sus fronteras, se rebela contra Goliat. Un país democrático, culto, rico, vive patológicamente su terrible historia de sufrimiento y exterminio a manos del nazismo y parece que, inconscientemente, quisiera devolver a sus vecinos parte del dolor sufrido. Y a pesar de ello ni siquiera se siente seguro dentro de sus fronteras. No hay voluntad de situarse en la piel del otro, en el sentido de aceptar los dos bandos enfrentados renuncias mutuas. La cuestión palestino-israelí, en contra de lo que pensábamos, ha perdido la centralidad de antaño.

¿Por qué hablamos de esta vieja madeja enredada cuando lo que queremos es tratar de Irán, de su bomba nuclear, o del intento de la nueva Al Qaeda en forma de Estado Islámico suní de desatar urbi et orbi la guerra santa contra los infieles occidentales o musulmanes, y de la necesidad de atajar el terrorismo de raíz islámica? Esta es la pregunta que se hace Obama que quiere, sin lograrlo, abandonar el avispero de Oriente Próximo, olvidando su mano tendida a musulmanes y árabes en su discurso de la universidad de El Cairo en 2009 y, posteriormente, su fallido ultimátum a Netanyahu para que detuviera los asentamientos judíos en suelo palestino y regresara a las fronteras anteriores a 1967. El petróleo, Israel y el terrorismo le impiden lavarse las manos. El abandono no es una opción.

Mañana acaba el plazo para llegar a un acuerdo con Teherán sobre su programa nuclear, la negociación aún no ha madurado y necesitará una prórroga. En Irán, más que en Irak o en Palestina, Obama se juega la presidencia. El Golfo Pérsico es hoy el epicentro de un Oriente Próximo ampliado, que sufre un terremoto. Estados Unidos, el Gran Satán, quien lo hubiera pensado, deberá considerar a los herederos de Jomeini socios potenciales para corregir el rumbo de Irán, y desactivar la competencia por el poder regional entre el Teherán chií y los petroestados suníes del Golfo.

Únete a EL PAÍS para seguir toda la actualidad y leer sin límites.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_