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“Este verano me di cuenta de que había perdido mi guerra”

El escritor Sayed Kashua, de origen árabe-israelí, escribe desesperado a su colega Etgar Keret tras la guerra de este verano. Sus cartas explican el conflicto

El escritor Sayed Kashua, en Jerusalén.
El escritor Sayed Kashua, en Jerusalén. Ziv Koren (POLARIS)

Sayed Kashua y Etgar Keret son dos grandes escritores israelíes contemporáneos a los que les une la literatura y el éxito. Últimamente, también el desaliento que les ha provocado la reacción de los israelíes ante los demoledores bombardeos de este verano a la franja de Gaza. El espacio para la crítica ha mermado de forma alarmante en el país, mientras la barbarie y las pulsiones más xenófobas afloran de la mano de la ultraderecha radical con la complicidad de gobernantes que miran hacia otro lado, según la lectura de estas dos figuras clave de la vida cultural israelí.

Kashua, de 39 años, es un reconocido escritor y un personaje único en la escena israelí. Es algo parecido a un Woody Allen oriental, al que le gusta presumir de ser patoso, mal padre y peor hijo. Es un tipo acomplejado e inseguro, con una increíble capacidad para burlarse de sí mismo. Las columnas semanales y autobiográficas que publica en el diario Haaretz y sus series de televisión son hilarantes.

Más allá de su talento literario, Kashua, árabe-israelí como el 20% de la población, se ha convertido con el paso de los años en la prueba viviente de que la coexistencia entre israelíes y palestinos podía llegar a ser posible. De que se puede ser palestino, tener pasaporte israelí y triunfar en el Estado judío. Por eso, cuando el 4 de julio pasado anunció a los lectores que se marchaba de Israel, que el país se había vuelto insoportable para los ciudadanos árabes, la noticia dejó huérfanos de esperanza a una legión de israelíes. “Mi intento de vivir junto a los otros en este país ha terminado. La mentira que le conté a mis hijos sobre un futuro en el que árabes e israelíes puedan compartir el país en igualdad ha terminado. He perdido mi pequeña guerra”, escribió. Kashua hizo apresuradamente las maletas y se autoexilió con su familia en una universidad de Estados Unidos.

Etgar Keret, de 47 años, considerado uno de los mejores escritores israelíes de su generación, se sintió abatido cuando se enteró de la marcha de su colega. Keret representa lo opuesto a Kashua en el ecosistema social israelí. Keret es judío, hijo de supervientes del Holocausto y producto del Tel Aviv más relajado, progresista y cosmopolita. Es además un hombre que, al revés que Kashua, da la sensación de que se siente cómodo en su propia piel. Comparte, sin embargo, con su compatriota el sentido del humor y la falsa modestia. También como su colega, Keret perdió la sonrisa cuando mientras los misiles segaban la vida de civiles y niños, la sociedad israelí respaldaba casi al unísono la ofensiva sin ser capaz de exigir una alternativa negociada a la guerra.

13 de septiembre. 5:53. Correo de Sayed Kashua (Champaign, Illinois) a Etgar Keret (Tel Aviv)

Hola Etgar:

¿Cómo estáis Shira, Lev y tú?

Sabes, resulta muy extraño estar escribiéndote. Justamente esta semana estuve pensando en ti. Hablé de ti en mi clase de hebreo, y al final, les llevé a los estudiantes uno de tus cuentos, Hope They Die [Espero que se mueran]. Tardamos una hora en leer la mitad. Mis estudiantes son majos, pero su hebreo deja mucho que desear. Pero esa no fue la razón por la que pensé en ti. Pensé en ti porque están empezando a verse las primeras señales del invierno aquí. Y es como los días más fríos de un invierno en Jerusalén. En el centro de Illinois hace frío, y casi todo el que se encuentra conmigo y sabe que acabo de llegar se siente obligado a avisarme del cruel invierno que nos aguarda.

Esta semana tuvimos que comprar ropa de abrigo. Como sabes, llegamos aquí en verano, o quizás más exactamente, huimos a este lugar en verano, y salvo algunas camisas de manga corta y un par de pantalones, no cogimos casi nada de casa. (...) "No compréis en el centro comercial", nos dijeron los padres de un niño israelí que mi hijo conoció en la escuela elemental, "hay un enorme outlet a una hora en coche, con ropa genial a unos precios fantásticos".

Seguimos el consejo de nuestros nuevos amigos y compramos la ropa de los niños en los outlets, hasta que llegamos a los abrigos. "No vamos a hacer concesiones en el tema de los abrigos", le dije a mi mujer. "No para la clase de invierno que nos han prometido que tendremos".

Y, sabes, es por ti por lo que no estoy siendo tacaño con los abrigos.

Probablemente no te acuerdes, pero una vez, cuando compartimos un taxi de Leipzig a Berlín, puede que hace 15 años, me contaste una historia sobre tu padre, y se me quedó grabada una frase: “Sobrevivió porque se llevó un abrigo”. “No vamos a hacer concesiones en el tema de los abrigos”, le dije a mi mujer, “tenemos que comprar los mejores, los más caros”.

En cualquier caso, estamos en Champaign, Illinois. No hay mucho que hacer aquí, hay una universidad y campos de maíz interminables, y salvo eso, no conozco mucho más. ¿Te creerías que ya han pasado unos meses y que no he salido ni siquiera una vez a tomarme una cerveza? (...)

De alguna manera, los niños se han adaptado más rápido de lo que pensaba, y aunque el idioma es nuevo y totalmente extraño para ellos, a pesar del tiempo y de la comida, y aunque hayan tenido que dejar a sus amigos, parecen contentos en general. Lo sé porque veo cómo me meten prisa para que arranque el coche por la mañana y salir pronto de casa porque no quieren llegar tarde al colegio. De alguna manera, mi mujer se ha adaptado a este lugar, aunque me temía que iba a volverse loca de aburrimiento porque es la primera vez en 20 años que se toma unas vacaciones del trabajo.

Y yo, que estaba tan contento de marcharme y de llevarme a mi familia lejos de ese terrible lugar llamado Israel, y de alejarla del olor de la pólvora y de la sangre, me siento a veces el más triste de todos. Tengo miedo de quedarme aquí, y temo mucho el día en que tenga que volver a casa, a Jerusalén, a Israel, a Palestina. La marcha fue traumática. Me sentía como un refugiado que huía para salvar su vida, y la decisión de marcharnos a toda prisa la tomamos incluso antes de que empezase la guerra con Gaza. El día que quemaron vivo al niño palestino en Jerusalén, me di cuenta de que no podía dejar que mis hijos saliesen de casa nunca más. Ese día, llamé a la agencia de viajes y les pedí que nos sacasen de allí lo antes posible. Por desgracia, tardamos unos días, y esa maldita guerra, otra maldita guerra, ya había empezado, y el racismo que había visto aflorar a finales de 2000 estaba alcanzando cotas aterradoras. Tenía mucho miedo y me sentía realmente perseguido. Ya sabes que soy una especie de estrella en la cumbre de mi éxito, está previsto que se estrene una película este verano y se estaba rodando una nueva serie durante esos primeros días de la guerra, y de repente, me habían convertido en el enemigo. De repente, todos los periodistas arrogantes pensaban que podían desahogar su ira contra mí, de repente tenía miedo de la chica que trae el agua en el plató, Etgar, de repente, hasta el ayudante de producción al que no conozco pensaba que podía plantarse delante de mí y decirme con un claro aire de superioridad: "Tenemos que bombardearlos uno por uno", y tenía miedo. Miedo de mis bondadosos vecinos de al lado porque tenían una nueva mirada en sus ojos que nunca había visto antes de la guerra, miedo del barman que me ha estado sirviendo cervezas durante más de 20 años.

Mi mujer siempre ha dicho que soy un cobarde con un trastorno de la personalidad paranoico y que la situación es aterradora, pero que estoy exagerando. Pero te lo juro, Etgar, he visto cómo mis amigos judíos más íntimos empezaban a mirarme de forma diferente. A veces procuraban no mirarme directamente a los ojos, y a veces sus miradas eran acusadoras, condescendientes, estaban cargadas de odio. (...)

Nunca se me había ocurrido vivir en otro lugar cuando me preguntaban con tanta frecuencia si me estaba planteando marcharme de Israel. Siempre rechazaba la posibilidad con arrogancia: “¿De qué está hablando? Tengo una guerra que librar aquí”. Y, sabes, este verano me di cuenta de que había perdido. Este verano, los últimos vestigios de esperanza que me quedaban en el corazón fueron pulverizados. Este verano, me di cuenta de que ya no podía mentir más a mis hijos y decirles que, algún día, tendrían igualdad de derechos en un país democrático. Este verano, me di cuenta de que los ciudadanos árabes del país nunca tendrán un futuro mejor. Al contrario, será peor, los guetos en los que viven solo estarán más atestados y serán más violentos y más pobres a medida que pasen los años. Me di cuenta de que ya no podía prometer más a mis hijos un futuro mejor.

Por otra parte, me da mucho miedo quedarme aquí. ¿Qué será de mí aquí si no puedo escribir? ¿Y qué haré sin el hebreo que es el único idioma en el que sé escribir? Al principio, pensaba que aprendería un nuevo idioma y que dejaría el hebreo por el inglés, y lo creas o no, el primer libro que compré aquí fue uno tuyo. Me duele mucho saber que, si ya estoy buscando un nuevo idioma, ni siquiera me plantee que el árabe, mi lengua materna, sea una opción válida.

Aquí me tienes, un árabe palestino que sólo sabe escribir en hebreo, atrapado en el centro de Illinois.

Aunque sé que tu mujer y tú pasasteis malos momentos porque os atrevisteis a expresar una opinión diferente, oponiéndoos a la violencia y a las máquinas de guerra, todavía os escribo, quizás porque quiero que me deis un poco de esperanza. Podéis mentir, si os apetece. Por favor, Etgar, cuéntame un cuento con un final feliz, por favor.

Os deseo lo mejor,

Sayed

13 de septiembre. 18:44. Correo de Etgar Keret a Sayed Kashua (Champaign, Illinois)

Hola, Sayed:

Me alegré mucho al recibir una carta tuya, y me entristecí mucho al leerla. Odio decirlo, pero conozco bastante bien la ciudad de Illinois en la que vives. Hace unos años, cuando Lev aún estaba en la guardería, me invitaron a dar unas clases en la Universidad y pasé allí unas semanas con mi familia. Cuando volvimos a Israel, todos pesábamos unos cuantos kilos más, y agradecimos que las aerolíneas cobren por el sobrepeso de las maletas, y no de los pasajeros. Así son las cosas cuando uno vive en un país en el que, en lugar de celebrar el Yom Kippur y el Día de Conmemoración del Holocausto, celebran el Día del Donut (existe, lo juro). Todavía hoy, Lev dice que Roma y Nueva York son ciudades fascinantes, pero ningún lugar del mundo se acerca a Urbana, Illinois, y todo por la bolera y la tienda de videojuegos que recuerda con tanto cariño (lo que más le impresionó de allí fue el enorme número de máquinas de refrescos). Así que no me sorprende que tus hijos se hayan adaptado con tanta facilidad (tendrás que limitarles las tortitas y los donuts, porque si no van a acabar mal). En lo que a nutrición se refiere, la cocina estadounidense es peor que el Estado Islámico). Me pediste un cuento optimista con un final feliz y ahí va. Lo intentaré:

El año 2015 fue un año histórico en Oriente Próximo, y todo por una sorprendente y brillante idea que tuvo un expatriado árabe-israelí. Una tarde, el escritor estaba sentado en el porche de su casa de Urbana, Illinois, mirando los infinitos campos de maíz que se extendían hasta el horizonte. Viendo esa enorme extensión, no pudo evitar la idea de que quizá los problemas de su lugar de procedencia se debían a que simplemente no había espacio para todos. “Si pudiera sencillamente meter todos esos campos en mi maleta”, se dijo para sus adentros, “doblarlos con muchísimo cuidado, muy, muy pequeñitos, podría llevármelos en avión a Israel. Pasaría la aduana por la línea verde de quienes no tienen nada que declarar, porque ¿qué tenía en realidad? No es que llevase en el equipaje una ideología subversiva ni cualquier otra cosa que pudiese interesarle a un inspector de aduanas. Todo lo que tendría serían unos enormes campos de maíz doblados muy pequeñitos, y cuando llegase a casa, abriría la maleta, los sacaría, y ¡tachán!, de repente habría tierra para todos, palestinos e israelíes, e incluso sobraría para poner un inmenso campo de atracciones al que ambos pueblos llevarían todos los conocimientos y la tecnología que aplican a desarrollar armas, y los usarían para construir la más asombrosa montaña rusa del mundo”.
Cuando entró en casa estaba muy excitado e intentó compartir su fascinante idea con su mujer, pero ella se negó a dejarse entusiasmar. “Olvídalo”, le dijo con frialdad, “nunca funcionará”. El escritor admitió que todavía tenía que resolver varios problemas logísticos, como convencer a los agricultores de Illinois de que le entregasen los campos de maíz, por no hablar de encontrar el método adecuado para doblarlos que le permitiera meter a presión todos esos campos en una gran maleta. “Pero”, reprochó a su esposa, “esos obstáculos sin importancia no son motivo para abandonar una idea que podría traer la paz a nuestra región”.

“Ese no es el problema, tonto”, le replicó ella. “Aunque consiguieses meter toda la tierra del mundo en tu dichosa maleta desvencijada nunca conseguirías traer la paz a la región. Por un lado, los radicales ultraortodoxos dirán que Dios les prometió esos campos de cultivo a ellos, y por otro, los racistas mesiánicos dirán que los campos les pertenecen por nacimiento. No hay salida, marido”, dijo encogiéndose de hombros. “Hemos nacido en un lugar en el que, aunque mucha gente desee convivir en paz, en ambos bandos hay aún suficientes personas que no lo quieren así, y nunca permitirán que ocurra”.

Esa noche, el escritor tuvo un extraño sueño. En él aparecía un campo de maíz infinito, y desde ese campo se disparaban misiles que eran derribados por misiles antimisiles mientras pasaban aviones de combate lanzando bombas desde los cielos. El campo fue pasto de las llamas y el escritor se encontró a sí mismo preguntándose quién demonios luchaba contra quién. Porque en su sueño no había nadie, solo misiles, bombas y mazorcas ardiendo.

La mañana siguiente, el escritor se bebió su repugnante café americano en silencio, sin tan siquiera dar los buenos días a su mujer (estaba muy ofendido porque ella le había llamado tonto el día anterior), y después de dejar a los niños en el colegio y en la guardería, se sentó delante de su ordenador e intentó escribir una historia. Algo triste, con mucha autocompasión, sobre un hombre bueno y honesto cuya vida y cuya mujer habían sido crueles con él sin razón alguna. Pero mientras trabajaba en la historia, se le ocurrió una idea brillante, cien veces mejor que la anterior, sobre cómo resolver los problemas de Oriente Próximo. Si el problema no era el territorio sino el pueblo, lo único que tenían que hacer era actualizar la “solución de dos Estados” con una “solución de tres Estados”, de modo que los palestinos viviesen en el primero, los israelíes en el segundo y los fundamentalistas radicales, los racistas y todos aquellos a los que les divierte luchar viviesen en el tercero. Su mujer se mostró menos desdeñosa con este plan de lo que se había mostrado con su idea de doblar los campos de maíz, por no mencionar que a Barack Obama, con quien el escritor se tropezó en la cafetería de una gasolinera en las afueras de Urbana, Illinois, simplemente le encantó.

En menos de una década, había tres países uno al lado del otro en un diminuto rincón de Oriente Próximo: el Estado de Israel, el Estado de Palestina y la República  de la Fuerza es el Único Idioma que Entienden, un lugar en el que la guerra civil no terminaba nunca y que solo les gustaba a los presentadores de los informativos y a los traficantes de armas. El escritor (que, en la historia, es bastante modesto) rechazó amablemente el Premio Nobel de la Paz que le ofrecieron, hizo su maleta y volvió con su familia a su antigua casa en Israel. Y cada vez que Barack Obama venía a Oriente Próximo en otro de sus infructuosos esfuerzos por llevar la paz a la República de la Fuerza es el Único Idioma que Entienden, hacía una parada para visitar al escritor que había logrado, él solito, llevar la paz a su pueblo. Se sentaban juntos en silencio en la terraza del escritor, que daba a un valle con campos terraplenados, y comían con apetito las mazorcas de trigo que había en las fuentes frente a ellos. 

Esa es la historia. No estoy seguro de que sea realmente una historia, y no sé si es realmente optimista, pero es lo mejor que se me ha ocurrido. Cuídate, y ocurra lo que ocurra, no escatimes en lo que se refiera a abrigos. Un abrigo es algo importante.

Tuyo, Etgar

P. D. Ten cuidado. Es frecuente que los israelíes que emigran a EE UU empiecen a hablar yiddish, y en el caso de los árabes, ¡podría parecer cómico!

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18 de septiembre. 5:27. Correo de Sayed Kashua (Champaign, Illinois) a Etgar Keret (Tel Aviv)

Hola, Etgar:

Mira, he leído tu carta al menos dos veces, tratando de encontrar un rayo de esperanza, pero ha sido en vano. Aunque mentiría si negase que me vienen a la mente ideas sobre posibles soluciones cada vez que paso con el coche por esos interminables campos de maíz. (...)

Aparte de eso, ¿a qué te refieres cuando dices que no hay sitio para todos? ¿De verdad piensas que el problema es que el país es pequeño? No sé, a veces creo que el principal problema radica en el modo de definir este país. ¿Cuáles son sus fronteras exactamente? Cuando hablas de Israel, ¿incluyes también Cisjordania y Gaza? Yo antes pensaba que llegaría un día en el que sabríamos cuáles son las fronteras del país. El Gobierno israelí, que es el que tiene el control aquí, celebraría una ceremonia pública para anunciar cuáles son las fronteras oficiales del país y anunciaría que todos los que vivan dentro de esas fronteras tienen los mismos derechos como ciudadanos. Esto todavía no ha sucedido, y esta semana he vuelto a leer que el país tiene planes de anexionarse 360 hectáreas de los territorios de Cisjordania para destinarlas a asentamientos o terreno estatal o alguna otra denominación que signifique robar tierra palestina para los judíos. Dime, Etgar, ¿hasta qué punto te asusta lo que hace el Gobierno? Es decir, ¿hasta qué punto te asusta que el mundo entero empiece a tratar oficialmente a Israel como a un Estado donde reina el apartheid?

A mí me asusta mucho, muchísimo. ¿Te puedes creer que me sigue importando el país? No me refiero al Gobierno, Dios no lo quiera, ni a su denominación de Estado judío. Me refiero al futuro del lugar en el que he vivido. La verdad es que no estoy seguro de hasta qué punto el país considera siquiera ciudadanos a los árabes que hay en él. Hace todo lo que puede por explicarnos que somos un remanente, un problema demográfico, una quinta columna. Pero yo siempre (...) he afirmado que soy un ciudadano que se preocupa por el país, que como ciudadano que no tiene otro país, el futuro de este lugar es importante para mí y quiero que el país sea un sitio para vivir tan bueno para mis hijos árabes como lo es para los hijos de mis vecinos judíos.

No sabes lo mucho que me asusta el momento en el que ya no pueda decir que soy ciudadano de ese país. En una conferencia en la que participé hace poco, una mujer del público me preguntó si pensaba que el Estado de Israel era un país legítimo. La verdad es que me puse a sudar. “Sí”, le respondí. “Es decir, el Gobierno hace cosas terribles que no son legítimas, la ocupación no es legítima, los asentamientos son un crimen, la discriminación contra los ciudadanos árabes es puro racismo y el país se fundó sobre las ruinas del pueblo palestino, la Nakba, por supuesto, y…”. Y la misma mujer del público insistió: “¿Entonces? No lo entiendo. ¿Sigue afirmando que el país es legítimo?”.

“Pero la gente”, intenté responderle, y puede que también decirme a mí mismo. “Mire, hay gente allí y…”.

Resumiendo, Etgar, es algo que me preocupa muchísimo. Sé que, en Israel, la gente sigue adelante y grita: ¡cómo podéis atreveros siquiera a compararnos con Sudáfrica! Pero lo que está ocurriendo en los territorios ocupados es una segregación en función de la raza. El hecho es que un colono puede votar, moverse libremente, estar cubierto por la seguridad social y tener un seguro médico, mientras que un palestino no puede; eso es segregación en función de la raza. Y no sucede solo en los territorios ocupados, sino dentro de las fronteras de 1948 cuando hablamos de ciudadanos árabes como yo. (...)

Ni siquiera sé por qué me estoy desahogando contigo y soltándote mis quejas políticas. (...) Ya puedes ver que estoy haciendo lo que cualquier israelí hace cuando, por ser árabe, me pregunta: “Y dime, ¿qué pasa con el Estado Islámico? ¿Qué es lo que pretenden?”. Como si, por el hecho de ser árabe, tuviese sin duda que conocer el gen, el misterioso gen que hace que todos los árabes se comporten del mismo modo. Puede estar inactivo, pero nunca se sabe cuándo cobrará vida, es solo cuestión de tiempo. Así que lo siento pero, aun así, Etgar, ¿qué pasa con los israelíes, por qué se comportan así? Hazme un favor, no me digas que es miedo, porque esa es una cualidad que valoro y admiro con toda mi alma, pero el miedo no explica la discriminación, y el miedo no explica los asentamientos en pleno Hebrón o Silwan, y el miedo no explica por qué se permite que una aldea árabe pase sed.

Bueno, discúlpame por soltarte esta parrafada, pero fuiste tú quien empezó con lo del maíz y la idea de que no hay espacio suficiente para todos. Llegados a este punto, pondría una carita sonriente, y la verdad es que quería preguntarte qué opinas sobre las caritas sonrientes y los demás emoticonos. Supongo que pensarás que, siendo escritor, no debería usarlos en la correspondencia electrónica ni en los mensajes de texto porque, a primera vista, es un estilo de escritura mediocre. Pero, por otro lado, pienso en las primeras personas que usaron los signos de interrogación y exclamación, y en cómo los escritores serios las consideraban una especie de traidoras de poca monta por usar dibujos cuando no eran capaces de expresar sus sentimientos con palabras. ¿Tú qué opinas?

Recuerdos para Shira y Lev de su tío de Estados Unidos. Venid a visitarnos, hay sitio para todos.

Tuyo, Sayed

19 de septiembre. 13:23. Correo de Etgar Keret (Tel Aviv) a Sayed Kashua (Champaign, Illinois)

Hola Sayed:

Tu última carta ha sido difícil de digerir, pero no es culpa tuya, sino de la situación, que pesa una tonelada. Hace solo unos días paré en la calle a un taxista muy amistoso. Después de enseñarme fotos de sus hijos, me ofreció un caramelo de menta y me invitó a ver algunos vídeos de las decapitaciones del EI en su teléfono (“Le advierto que no es para remilgados”) y luego se puso a hablar de cómo se gana la vida. “La gente no ha puesto el pie en la calle durante la guerra”, decía, “estaba de pésimo humor. Y cuando la gente está de pésimo humor, yo no me gano la vida”. Su monólogo pasó enseguida a la política, y sorprendentemente, dijo de repente. “Ya basta. Estoy harto. Una guerra cada año y medio. Nunca lograremos acabar con ellas, así que deberíamos darles un país y dejarles que se atraganten con él. El caso es que nos dejen en paz”. Me pedías que intente explicar por qué siguen ocurriendo las injusticias que describes, y añadías que no debía decir que es por el miedo. Así que intentaré explicarlo, aunque ni siquiera estoy totalmente seguro de entenderlo yo mismo, y no diré que es por miedo, porque lo que sentí a mi alrededor durante la pasada guerra no fue miedo sino una sensación general de impotencia y desesperación.

Durante la guerra leí los resultados de un sondeo que afirmaba que casi el 90% de los israelíes está a favor de ocupar toda Gaza y deponer a Hamás, pero el día antes, me encontré con los resultados de un sondeo distinto que indicaba que casi el 80% de los israelíes no cree que la ocupación de Gaza provoque la caída de Hamás. Una sencilla operación matemática demuestra que la mayoría de los israelíes que apoya el uso de fuerza y más fuerza no piensa realmente que eso vaya a resolver el problema, simplemente no cree que haya alternativa. “La violencia es el último refugio del incompetente”, decía Isaac Asimov, y en la última guerra, en muchos ciudadanos israelíes, el deseo colectivo de imponerse por la violencia estuvo inspirado por la misma necesidad que lleva a alguien a patear una máquina expendedora que se ha tragado su moneda sin soltar la lata de refresco: no lo hace porque piense que eso vaya a ayudarle a llevarse el refrescante líquido a sus resecos labios, sino porque no se le ocurre qué otra cosa hacer.

Las explicaciones que oigo de muchos conocidos son: el fundamentalismo islámico está cobrando fuerza en todo el mundo, los Gobiernos de la región son inestables, y todas las negociaciones acabarán con la pérdida de territorio sin compensación, porque de todos modos allí no hay nadie a cargo. Y eso es solo lo que oigo de personas que procuran ser racionales. Otros muchos rechazan sin más cualquier idea o iniciativa alegando cosas como que “no quieren la paz, y no van a dejar de luchar hasta quedarse también con Tel Aviv y Jaffa”. Pero todas estas afirmaciones dudosas no logran ocultar un sentimiento: la desesperación. Y la desesperación es un sentimiento mucho más peligroso que el miedo. Porque el miedo es un sentimiento intenso, y aunque pueda resultar momentáneamente paralizador, al final exige acción, y sorprendentemente, también puede crear soluciones. Pero la desesperación es un sentimiento que exige pasividad y aceptación de la realidad aunque esta sea insoportable, y que ve cada chispa de esperanza, cada deseo de cambio como un enemigo taimado.

Me es fácil entender por qué tantos israelíes han escogido la desesperación. La historia de este conflicto es infinitamente deprimente. Hemos visto tantas oportunidades perdidas, demostraciones de desconfianza y falta de valentía en ambos bandos a lo largo de los años, con una persistencia similar a la de las fuerzas de la naturaleza. Pero incluso si todos tenemos la culpa del fracaso, los israelíes (siento arrastrarte también a ti a esto, Sayed, pero ni mil tarjetas de residencia te servirán de nada; para mí, tú siempre serás israelí), somos los únicos capaces de empezar un proceso que nos rescate de esta situación inhumana. Israel es el bando más fuerte de este conflicto, y como tal, es el único bando que puede de verdad iniciar el cambio. Y para hacerlo, tiene que desprenderse de esa desesperación.

Y yo creo que ocurrirá. Creo que esta desesperación es temporal aunque haya bastantes elementos políticos que prefieran vernos desesperados. (...) Cuando miro a mi alrededor, aparte de la minoría de judíos mesiánicos que hacen cabriolas en la cima de los montes y en el Kneset [Parlamento israelí], no veo a nadie contento con la situación actual y dispuesto a aceptarla. Solo algunos de ellos tienen un problema moral con la ocupación, pero incluso los que no lo tienen comprenden que mientras los palestinos no tengan un país, a nadie le va a ir bien aquí. (...) Sí, esta situación temporal es terrible, pero paradójicamente, cuanto más empeore, más inevitable se hace el cambio.

Lo sé, Sayed, lo sé, siempre que me entusiasmo con algo parezco un hippie ebrio, así que voy a acabar esta carta con una historia algo menos deprimente, para equilibrar las cosas.

Hace unos días, Shira me contaba que Lev le había pedido que dejásemos de hablar de que la gente desea la paz. Cuando Shira le preguntó por qué, él se sorprendió. “Mamá, ¿no te han enseñado nada en el colegio? ¿Sabes quiénes dijeron que querían la paz? Rabin, Sadat, John Lennon, y a todos los asesinaron. Yo también quiero la paz, pero quiero aún más a mis padres”.

Cuando Shira me lo contó, sentí escalofríos por todo el cuerpo. He aquí a mi inteligente y curioso hijito de ocho años y medio, que el año pasado participó en un muy promocionado programa antirracista del Ministerio de Educación, y la única verdad que consiguió sacar de la locura de mundo que lo rodea es que desear la paz es peligroso. Perdona, corrijo: querer un futuro no violento en el que todos los habitantes de la región puedan definir su identidad y ejercer todos sus derechos básicos está bien, pero decirlo en alto o, Dios no lo quiera, intentar hacer algo al respecto, es demasiado peligroso.

Cuidaos tú y tu familia, amigo, y prometo ir a visitaros pronto a Urbana, Illinois, que en opinión de Lev es el mejor lugar del mundo.

Etgar

P. D. Y ya que hablamos de política, zalma, dime, ¿de qué va todo ese asunto del Estado Islámico?

El 13 de septiembre de este año, Kashua decidió escribir una carta a Keret, el autor que de joven le había inspirado hasta el punto de animarse a dedicar su vida a la literatura. Lo hizo desde la Universidad de Illinois, donde Kashua ahora vive y enseña. En esa primera carta, le cuenta que su vida es miserable, que su nuevo país no le gusta. Que haber huido de Israel le ha sentado fatal, pero que volver sería aún peor. Y le pide a Keret que le cuente un cuento, que le mienta, que le regale un atisbo de esperanza. Así comienza este cruce de cartas tiernas y excepcionalmente reveladoras de los tiempos que corre el conflicto palestino-israelí. 

Traducción de News Clips.

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