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Tribuna
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Mao 2.0

El presidente de China exhibe en su semana grande elementos del viejo maoísmo

Lluís Bassets

Mao Zedong nunca se fue. Su cadáver, o algo que se le parece, se exhibe todavía embalsamado en el corazón del corazón del país, en un mausoleo situado en la plaza de Tiananmen, frente a la Ciudad Prohibida. A los seis años de su muerte, el Partido Comunista destacó en el balance oficial de su presidencia que habían sido mayores sus aciertos que sus errores. Condenó su papel en la Revolución Cultural, pero siguió reivindicándole como el principal inspirador de la revolución china. El maoísmo y sus símbolos pertenecen a otra época, cuando en Pekín no había rascacielos ni automóviles, solo cuellos Mao y proletarias bicicletas, y China era Tercer Mundo.

Deng Xiaoping fue todo lo contrario. Nada de culto a la personalidad. Primacía de la política pragmática sobre la ideología. Reformismo en vez de rupturas revolucionarias. Apertura al mundo en vez del enclaustramiento maoísta. Gestión detallista en vez de grandes visiones filosóficas. Pero asumió el legado del Gran Timonel, expresado sobre todo en el monopolio del poder por parte del Partido Comunista. Y marcó con su personalidad discreta pero determinante el nacimiento de la nueva China que asciende de nuevo hacia el centro del mundo, como en la época imperial.

Después de Deng, la idea de la dirección colectiva y la mediocridad de los líderes apartó toda idea de resurrección maoísta. Las sucesiones quedaron pautadas y limitados a diez años los liderazgos. Los sucesivos presidentes, Jiang Zemin, Hu Jintao, intentaron como Mao hacer grandes aportaciones filosóficas, pero quedaron en deslavazadas consignas y trucos mnemotécnicos. La cultura del capitalismo, con el consumo desenfrenado y la soterrada admiración por occidente, barrieron los símbolos, incluyendo el más famoso de todos ellos, la blusa de cuello Mao.

Hasta que llegó Xi Jinping, el actual presidente, perteneciente a la quinta generación y dispuesto a resucitar, amortiguados y adaptados, elementos folklóricos del maoísmo, como el cuello Mao o los libros con sus propios discursos y algunos no tan folklóricos como la personalización y la acumulación de poder e incluso un cierto talante autoritario que no tenían los anteriores líderes.

Esta ha sido su semana grande, su primera gran ceremonia de presentación internacional, cuando ha ejercido de anfitrión en Pekín de una nutrida reunión de líderes asiáticos y americanos, con motivo de la cumbre anual del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico. En los encuentros se ha visto que China, tal como querían los emperadores, incluido Mao, el emperador rojo, está de nuevo en el centro del mundo, de donde se sentía desplazada desde hacía dos siglos. Lo evidencian un alud de acuerdos sustanciales en todas direcciones: de seguridad, comerciales, medioambientales... Acompañados de caras serias con Japón; sonrisas cómplices con Rusia: por algo Ucrania es como Hong Kong; y un trato de tú a tú con Estados Unidos. Todos vestidos como Mao, en versión de lujo, en la típica y algo ridícula foto de familia de la APEC, símbolo redondo de la irradiación mundial de la nueva superpotencia que, a semejanza de Estados Unidos, también quisiera ser imprescindible.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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