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Columna
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Otro momento decisivo

Vistas las costumbres criollas, es probable que nunca se sepa qué paso en ese baño

Martín Caparrós

La historia empezó en septiembre de 2004, cuando el entonces presidente Néstor Kirchner designó al fiscal federal Alberto Nisman al frente de una unidad judicial dedicada a seguir buscando a los culpables de la voladura de la Asociación Mutual Israelita Argentina –AMIA– que había dejado, diez años antes, 85 muertos.

En ese momento sólo había hipótesis: ni un acusado en firme. El fiscal Nisman trabajó durante años sin llegar a conclusiones definitivas. Pensaba, sin embargo, que el gobierno iraní estaba relacionado con el crimen; en enero de 2013, cuando el gobierno argentino firmó un “memorándum de entendimiento” con Irán para “colaborar” en la investigación –el principal sospechoso se transformaba en colaborador–, se sintió traicionado.

Hace unos días anunció que había descubierto, a través de escuchas telefónicas y otros informes, una conspiración de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, el canciller Héctor Timerman y varios más para ocultar la culpa iraní en el atentado: que el memorándum de entendimiento era el modo de garantizar la impunidad iraní a cambio de prebendas económicas. En un país menos anestesiado, la acusación de que un gobierno protegió a los culpables del peor atentado de su historia habría producido una crisis potente. En la Argentina hubo chistes e insultos, tuits y gritos, ministros que salieron a decir que el fiscal estaba loco y diputados que lo invitaron al Congreso a presentar sus pruebas. Debía ir este lunes 19 por la tarde; unas horas antes, en la madrugada, Alberto Nisman, 51, dos hijas, divorciado, apareció muerto de un balazo en el baño de su piso en el barrio más caro de Buenos Aires. Hay mañanas en que parece que la caída argentina no va a terminar nunca.

No se sabe qué pasó. La versión oficial dice suicidio, pero el secretario de Seguridad de la Nación, cuando la anunció ante la prensa, habló de “la víctima”. Es difícil suponer que alguien que ha pasado diez años trabajando se mate la víspera del gran día en que por fin presentará el resultado de sus esfuerzos. Portavoces oficiosos del gobierno dicen que lo hizo porque le dio vergüenza “que se descubrieran sus mentiras”. La presidenta Kirchner se apuró en apenarse por el “suicidio” y desarrolló, en una larga carta, otro relato de conspiraciones: en este caso, que la acusación del fiscal contra ella había sido un complot organizado una vez más por la prensa y relacionado –de forma casi delirante– con el atentado contra Charlie Hebdo.

Pero muy pocos argentinos creen en un suicidio o, en el mejor de los casos, hablan de “suicidio inducido” –por razones políticas. La duda se ha instalado: en la Argentina no es fácil despejarlas. De hecho, Alberto Nisman investigaba un caso de más de veinte años que sigue sin dilucidarse. Las conjeturas sobre su muerte son variadas: que si lo mató un comando iraní, que si algún sector desesperado del gobierno, que si un grupo de los servicios de inteligencia –cuyos jefes fueron despedidos semanas atrás– para ensuciar al gobierno con la sospecha.

Queda dicho: vistas las costumbres criollas, es probable que nunca se sepa qué pasó en ese baño. O, peor: si la policía anuncia que fue un suicidio, millones de argentinos no lo creerán –y supondrán que su gobierno tiene algo que ocultar, que de algún modo más o menos cercano fue cómplice del hecho. Es un dato brutal: no se puede gobernar un país en esas condiciones. Ni se puede, en verdad, vivir en un país en esas condiciones. O sí, como los argentinos nos empeñamos, una y otra vez, en demostrar.

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La muerte del fiscal Alberto Nisman parece uno de esos eventos que reescriben la historia, que se recuerdan muchos años después como aquel momento en que todo cambió. Pero también es cierto que la Argentina produce, de esos, demasiados.

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