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Un día especial para muchos, un ritual para otros

El discurso del estado de la Unión del presidente despierta un abanico de reacciones entre los legisladores

Obama recibe una ovación de pie durante su discurso.
Obama recibe una ovación de pie durante su discurso.J. ERNST (REUTERS)

Es un día especial. Lo delatan los rostros de los invitados en el público y los congresistas sentados en el hemiciclo. Su actitud. Para muchos es la única vez al año que ven en persona al presidente de Estados Unidos, Barack Obama. Para algunos será la primera vez. El discurso del estado de la Unión es el “gran momento” del año en el Capitolio, constata un veterano trabajador de la Cámara de Representantes.

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El trabajador supervisa el acceso a un pasillo y habla frente a la puerta en la que hacen cola algunos de los cientos de invitados a la alocución presidencial. Dos parejas de mediana edad, vestidas de gala, no pueden ocultar su expectación. Se preguntan quién les ha invitado. Cada pareja dice el nombre del congresista. Se cuentan que es la primera vez que acuden al discurso anual en el Capitolio. Intercambian sonrisas. Y miran al guarda de seguridad con ganas de que les abra la puerta para acceder a las gradas situadas encima del austero hemiciclo rectangular de la Cámara de Representantes.

En la planta inferior, varios congresistas andan por el pasillo central -rodeado de solemnes estatuas de héroes estadounidenses- que lleva a la puerta del hemiciclo. Algunos miran de reojo a la hilera de periodistas que se agolpan alrededor del pasillo. Tienen ganas de que les hagan preguntas, pero reciben poca atención.

Para una gran parte de los asistentes es la única vez al año que ven en persona al presidente de Estados Unidos

Dentro del hemiciclo, cuando queda media hora para el inicio del discurso de Obama, la sala ya está casi llena. El ambiente es festivo. Los congresistas se abrazan, se toman fotografías con sus teléfonos móviles y comparten bromas. A un lado se sitúa la bancada republicana. Al otro, la demócrata.

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Un joven reparte lápices entre los demócratas, que más tarde los agitarán cuando el presidente haga una mención al atentado contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo. Uno de los receptores del lápiz es Charles Rangel, de 84 años y representante por el distrito de Harlem (Estado de Nueva York) desde hace 44. Para Rangel no parece ser un día tan especial aunque viste con elegancia. Está tranquilo. Lleva más de cuatro décadas siguiendo este ritual anual de la política estadounidense. La parafernalia que lo rodea parece no sorprenderle.

El ambiente es festivo. Los congresistas se abrazan, se toman fotografías con sus teléfonos móviles y comparten bromas

Rangel está repantingado en su asiento. A él lo vienen a saludar. No tiene que ir en busca de manos que estrechar, como les sucede a otros. Mantiene la calma hasta que, poco después de las nueve de la noche, entra Obama al hemiciclo. Hay vítores y aplausos generalizados de los más de 500 senadores y representantes que abarrotan la sala.

La emoción de Rangel dura poco. Vuelve a sentarse y empieza a seguir con extrema atención la alocución de Obama. Lee el discurso en papel, que han entregado a unos cuantos congresistas. Lo va subrayando con el lápiz, con detenimiento. De vez en cuando, bebe agua.

Nada parece alterarle. A diferencia de sus compañeros de partido, que lo hacen constantemente, Rangel no se levanta ni una sola vez para aplaudir al presidente. Quizá es por su avanzada edad o porque su veteranía le hace casi inmune a sorpresas y promesas. O por todo. Solo durante un par de minutos dirige su mirada reflexiva hacia el atril en el que habla Obama: es cuando hace una reflexión racial. El representante, como Obama, es afroamericano.

La bancada republicana sigue con escrupoloso respeto la intervención del presidente Obama

Rangel está ubicado en una esquina. En el centro sigue con atención el discurso otro veterano. Es el senador republicano por Kentucky, Mitch McConnell. De 72 años, 30 en el Senado y líder desde el 6 de enero, tras las elecciones legislativas de noviembre, de la mayoría republicana en la Cámara Alta. McConnell también escucha con calma las palabras de Obama. Él no las lee en papeles. Mira directamente al presidente. Con las piernas cruzadas y un brazo apoyado al borde del asiento, muy poco parece inquietarle.

McConnell permanece casi impasible ante cada gran anuncio de Obama. Seguramente porque sabe que, por mucho énfasis que ponga el presidente en su retórica, solo podrá sacar adelante su agenda si la mayoría republicana en el Capitolio se lo permite. Si hay que juzgar por las reacciones faciales del senador, el entendimiento en muchos asuntos es improbable.

McConnell acepta las reglas del juego. No lograr contener una sonrisa pícara cuando Obama amenaza con vetar leyes. Busca con su mirada ojos de aprobación a su alrededor. Los encuentra. El senador solo se levanta a aplaudir cuando el presidente menciona grandes asuntos del país, como la lucha contra el terrorismo o los veteranos de guerra. Lo hace casi todo el hemiciclo. Allí no hay partidismo. La bancada republicana sigue con escrupuloso respeto la intervención.

Al cabo de una hora, termina el discurso con palabras sonantes del presidente. McConnell y Rangel se levantan rápido, saludan a su alrededor y se marchan del hemiciclo, mientras otros luchan por encajarle la mano a Obama. El discurso no parece haberles alterado. Hasta el año que viene.

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