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Libertad (controlada) de movimientos

Terrorismo e inmigración ilegal amenazan la libre circulación de la UE. ¿Cómo gestionar la seguridad en las fronteras sin traicionar el espíritu comunitario?

Un policía polaco en un puesto fronterizo entre Polonia y la República Checa el 21 de diciembre de 2007.
Un policía polaco en un puesto fronterizo entre Polonia y la República Checa el 21 de diciembre de 2007.Fabrizio Bensch (Reuters)

Es lógico que en el fragor de la batalla las emociones se disparen. Pero tan peligrosos enemigos son aquellos que atentan contra nuestro modo de vida y libertades como los errores que podemos cometer si nos dejamos llevar por esas emociones. Es lo que en cierta medida ha ocurrido a raíz de los recientes atentados en París contra Charlie Hebdo y la comunidad judía cuando a caballo del shock y la repulsa por dichos ataques muchos se dejaron llevar por la tentación de mezclar en una misma y confusa amalgama la lucha contra el terrorismo, la política hacia Oriente Próximo, el control de fronteras, la inmigración irregular, la libertad de circulación de trabajadores, el papel del islam en nuestros espacios cívicos y la integración y asimilación de minorías de distinta cultura o religión en nuestras sociedades.

Prueba de esa confusión, en Francia vimos, por un lado, al presidente François Hollande encaramarse a la cubierta del portaviones Charles de Gaulle para declararse en guerra contra el Estado Islámico aunque hubiera dudas de si el atentado estaba inspirado por ese grupo o por Al Qaeda y tampoco estuviera muy claro si una reacción de tipo bélico y en caliente no era precisamente el objetivo del ataque o si pudiera tener efectos amplificadores incentivando futuros atentados. Por otro lado, ignorando deliberadamente que los atacantes parisienses eran ciudadanos franceses nacidos en Francia a los que difícilmente los controles fronterizos hubieran supuesto un impedimento para entrar y salir del país, escuchamos al expresidente Nicolas Sarkozy demandar el fin de la libertad de circulación dentro de la UE y la reinstauración de los controles de fronteras dentro del espacio Schengen. También asistimos a la enérgica demanda de Marine Le Pen y su xenófobo Frente Nacional de reinstaurar la pena de muerte o, en otros contextos como el español, la introducción en el Código Penal de la cadena perpetua, ambos objetivos populares entre muchos votantes pero de nula eficacia como instrumento de lucha contra el terrorismo yihadista. Y a ese coro de peticiones se sumaron reclamaciones en las que se mezclaba la hostilidad contra la comunidad musulmana en Francia con una revitalización de las discusiones en torno a la naturaleza violenta o pacífica del islam o su compatibilidad con la democracia. En definitiva, una gran y poco provechosa confusión.

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Con la distancia del tiempo y la recuperación de la serenidad, es hora de separar ámbitos y deslindar problemas y soluciones. El mejor sitio por donde comenzar esta tarea es el relativo a la lucha contra el terrorismo yihadista. Esa lucha requiere mayor coordinación policial y legal y de servicios de inteligencia entre los europeos y muchos más medios de los actualmente disponibles. Pero el combate contra el terrorismo no se agota en la vía policial o judicial: exige una política exterior y de seguridad que merezca tal nombre. Nuestra vecindad, espacio esencial para nuestra seguridad y prosperidad, se está deshilachando ante nosotros, convirtiendo nuestras fronteras, especialmente el mar Mediterráneo, en la válvula de escape de la desesperación de millones de refugiados que huyen tanto de los conflictos como de la pobreza que nos rodea. Se trata de un flujo que no va a cesar y que requiere algo más que un bienintencionado pero insuficiente dispositivo de salvamento marítimo en el Mediterráneo.

Nuestra vecindad, esencial para nuestra tranquilidad y prosperidad, se está deshilachando ante nosotros
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Los progresos en el ámbito de la política exterior europea, que conocieron un avance importante en la primera década del siglo pasado, se paralizaron e incluso retrocedieron bajo el mandato de la anterior Alta Representante para la Política Exterior y de Seguridad, Catherine Ashton. Ha llegado ahora el momento de recuperar el impulso político en esa área y lograr de una vez por todas poner a disposición de la Unión Europea una capacidad militar que pueda actuar tanto para prevenir conflictos antes de que comiencen como para detenerlos después de comenzados y estabilizar las zonas de conflicto permitiendo la reconstrucción de la paz y la convivencia.

La política exterior europea tiene que funcionar como un tridente en el que a la diplomacia y la defensa se añada una política de cooperación y desarrollo con la vecindad dotada de suficientes recursos. Y, cómo no, necesitamos también una política de asilo y refugio digna de tal nombre, así como la capacidad de actuar de forma decisiva ante emergencias y catástrofes humanitarias en nuestras fronteras. No se trata de sembrar la alarma, sino de anticiparse a lo que está por venir. Según la agencia europea de fronteras (Frontex), 270.000 personas intentaron entrar irregularmente en el territorio de la UE en 2014. Piensen ahora, vista la experiencia de los tres millones de refugiados sirios desperdigados por la región, en lo que puede ocurrir si Rusia tiene éxito en su plan de convertir Ucrania, un país de más de 43 millones de habitantes, en un Estado inviable y fallido y los ucranios deciden hacer las maletas y cruzarse a este lado. Si no estabilizamos nuestra vecindad de forma decisiva, vamos a pasar una década atrincherados detrás de unos muros cada vez más altos y con cientos de miles de inmigrantes irregulares internados en campos de detención e igual número de asilados políticos pululando por el territorio europeo sin ninguna perspectiva de retorno a sus países. Aunque suene contradictorio, el día que veamos fuerzas de paz europeas, jueces, policías, diplomáticos y cooperantes desplegados en nuestra vecindad, desde Ucrania hasta Túnez, pasando por Libia o Cisjordania, será señal de que las cosas están yendo a mejor.

Esta ingente tarea requiere más Europa, no menos, pero sobre todo mucha valentía por parte de los líderes políticos. La Unión Europea no es popular hoy en día, como tampoco lo son la mayoría de los Gobiernos de sus Estados miembros. Quizá eso explique la reticencia de los líderes políticos a reconocer ante el público algunas verdades muy incómodas respecto a la inoperancia del ámbito nacional como marco válido para resolver los grandes problemas que enfrentamos. El gran relato de la integración europea como proveedor de paz, seguridad y prosperidad parece haberse quedado huérfano de defensores. Al contrario, es el relato soberanista y nacionalista el que parece estar en auge, de ahí que el empeño en acabar con la libre circulación de personas se haya convertido en la plataforma común de los xenófobos, incluidos algunos Gobiernos, como el húngaro, que no tienen reparo en manifestar públicamente que la democracia liberal, es decir, con derechos, no es la única forma posible de democracia.

Como los tejidos que transpiran sin que pase el agua, las fronteras deben ser porosas y flexibles pero seguras

Por razones económicas, dados los problemas de envejecimiento que enfrenta, pero también por sus principios y valores, Europa necesita una completa revisión de sus políticas migratorias. Como los tejidos que permiten transpirar pero no dejan pasar el agua, las fronteras europeas deben ser porosas y flexibles pero a la vez seguras, incentivando los flujos que nos benefician y disuadiendo los que nos perjudican, y a la vez permitiendo el retorno a sus países de origen de aquellos que están en condiciones de hacerlo y aportar a su crecimiento económico. Por el contrario, cuando las fronteras se cierran herméticamente, las personas quedan atrapadas a los dos lados y los flujos migratorios quedan en manos de redes criminales.

El último ámbito donde la Unión Europea debe mantener la firmeza es el relativo a la libertad de circulación. Para existir como proyecto político y ciudadano, Europa necesita preservar esa libertad; sin ella sería solo un área de libre comercio sin dimensión política o ciudadana. Cuando un español se establece en Alemania o un alemán lo hace en Reino Unido, no está emigrando: está ejerciendo un derecho y ese derecho debe ser preservado. Que haya abusos, fraudes o turismo de prestaciones no puede servir para cercenar ese derecho, solo para mejorar colectivamente la posibilidad de su ejercicio. Si cedemos ahí, Europa perderá su sentido. Pero ese debate, vital, es un debate entre nosotros, que nada tiene que ver con el terrorismo. Si no conseguimos separar todos estos debates, no progresaremos en ninguno de ellos. Al contrario, retrocederemos. Y eso es, en gran medida, lo que está ocurriendo en estos momentos.

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