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Tribuna
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Falta una palabra

Ankara lamenta la deportación de los armenios pero no pronuncia el término 'genocidio'

Antonio Elorza

La cuestión de que el gobierno de Ankara asuma o niegue el genocidio armenio de 1915-1916 tiene una indudable importancia histórica, moral y política, a la vista de actitudes anteriores del entonces primer ministro Tayyip Erdogan y del actual, Ahmet Davotoglu, y de las reacciones airadas de estos días tras el discurso pronunciado por el Papa el 12 de abril. En abril de 2014, la expresión inequívoca de condolencias, presentadas a los herederos de “los armenios que perdieron sus vidas”, parecía representar un paso decisivo hacia un reconocimiento por su gobierno de las matanzas, aun cuando la palabra maldita siguiera ausente. Davotoglu insistió más tarde en augurar “un nuevo comienzo a las relaciones turco-armenias”. Incluso designó como principal asesor a un armenio, Elyen Mahsupian, quien por otra parte acaba de manifestar que lo ocurrido en 1915 fue un genocidio.

Después de ejercer con fortuna presiones para que el Papa no hablase del tema en el día del centenario, 24 de abril, según Hürriyet, el tándem Erdogan-Davotoglu sufrió un ataque de ira ante la calificación inequívoca dada por el Papa a la tragedia armenia: “el primer genocidio del siglo XX”. Al parecer, Francisco se había unido a “la conspiración” (sic) contra el gobierno turco. Al ser imposible una declaración de guerra real, la simbólica fue lanzada y la mantiene el jefe espiritual del sunnismo turco, quien califica al Papa de “inmoral”. Los tópicos de siempre son desempolvados: el olvido del sufrimiento musulmán en la época –cárguenselo, como el genocidio, a los Jóvenes Turcos que metieron al Imperio en la Gran Guerra-, la equiparación de las violencias, y los archivos abiertos de par en par. Olvidan que la destrucción de documentos se inició ya en 1918, siendo además el cerebro del exterminio una organización secreta dentro del partido de los Jóvenes Turcos y del Estado, la Teskilat i-Mushusha de Talaat Pachá que se cuidó lógicamente de borrar huellas.

Y las pruebas sobran: confesiones de los verdugos satisfechos –Talaat, Noury Bey- con el exterminio en curso, abrumadores testimonios neutrales, actas del proceso que acabó con condenas a muerte de responsables del crimen aun en el Imperio otomano, amen de las manifestaciones sobre las masacres, asimismo inequívocas, del propio Mustafá Kemal. La conclusión fue redactada por el gran poeta Nazim Hikmet: “No perdonarás a aquellos que ensuciaron el nombre del pueblo turco”.

A pesar de las grandes gestos, Erdogan ha entendido el mensaje de la UE, que el Parlamento alemán ratifica el día 24. La declaración del primer ministro, el 20 de abril, regresa, y con mayor intensidad, a las expresiones de sensibilidad del pasado año. Alguna, la protección del patrimonio armenio, es tristemente vacía. Pero no lo es decir que “compartimos el dolor de los descendientes de los armenios otomanos que perdieron su vida en la deportación de 1915”, por vez primera admitida, ni aseverar que “es posible identificar las razones y a los que perpetraron” lo ocurrido. El anuncio de la ceremonia religiosa en Estambul el día 24 confirma esa evolución. Falta la palabra, una vez más negada.

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