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Tribuna
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“Selfi, luego existo”

¿Será el autorretrato una forma freudiana de lucha contra la soledad y de búsqueda de un sentido a la vida?

Juan Arias

Brasil vive un momento paradójico. La impresión es que está como un cristal quebrado. La crisis económica que ha engendrado la política, o quizás al revés, encona los ánimos. Resuenan palabras duras como “odio”, “venganza” o “traición”. Es el gusto amargo de la división, del “nosotros contra ellos”, o la queja del “ellos contra nosotros”.

Y sin embargo, como en un mundo que vibra a la vez en otro diapasón, nunca los brasileños disfrutaron tanto como hoy de estar juntos, de fotografiarse abrazados, de selfiarse.

¿Estarán esas dos sociedades condenadas a ser una asíntota de hipérbola, esas dos líneas que aun caminando juntas, nunca se encontrarán? ¿O será solo una polvareda levantada en el desierto por los cascos de los caballos en fuga que pronto volverá a serenarse?

Hace 400 años, el filósofo francés Descartes, padre de la filosofía y de la matemática moderna, precursor del idealismo, resumió su pensamiento en la célebre frase: “Pienso, luego existo”.

Hoy nuestro mundo, que poco tiene que ver con el del filósofo (no sé si más profundo e iluminado o más superficial) podría decir: “Selfio, luego soy”. Me refiero a esa fiebre de autorretrato analizada por sociólogos y psicólogos y por los que se dedican a olfatear las tendencias de la sociedad.

¿Esa moda del selfi (selfie en inglés) servirá para entender mejor el sentido de la vida de hoy con sus contradicciones, penas y glorias?

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Hace unos días, otro filósofo francés, Charles Taylor, afirmaba en una entrevista a Frances Arroyo en este diario que “las personas no tienen hoy claro el sentido de la vida”. ¿Será eso cierto o lo mismo habría podido decir Descartes en su tiempo, o se seguirá diciendo dentro de otros cuatro siglos?

Mientras exista la muerte, decía el Nobel de Literatura ateo José Saramago, existirán las religiones y las filosofías, que nacieron todas ellas arrastradas por ese interrogativo sobre el más allá y sobre el sentido de la vida aquí abajo.

En esta encrucijada de la historia somos todos, brasileños y chinos, una sociedad de la imagen que mira más al cuerpo, a la salud, al presente, a lo tangible, que a lo abstracto. A la felicidad, más que al pecado. Los ángeles y demonios tienen en ella cuerpo y sexo.

Mejor o peor, el mundo de hoy es sin embargo el nuestro y no podemos fingir que no existe. Y es un mundo diferente del de los filósofos griegos o latinos, aunque a veces con las mismas contradicciones y dudas.

Los niños del futuro quizás no volverán ya a escribir con las manos. Los de hoy saben ya fotografiar con el celular a los dos años. Cambiamos porque seguimos vivos. Solo los muertos no mudan.

Esa moda del selfi que ha pegado con fuerza en todo el planeta y mucho también en Brasil, es ante todo algo democrático, ya que la usan los ciudadanos de todas las categorías sociales y de todas las clases económicas. Desde el presidente de la República al camarero del bar, del millonario al trabajador pobre de las favelas.

¿Será más que una moda? Etimológicamente, el selfi, que ya hemos convertido en verbo, era un acto individualista, un “autorretrato”. Aquel narcisismo inicial dio paso, sin embargo, a algo más importante: la socialización de la fotografía. El selfi individual se ha pluralizado. Hoy lo que abundan son los retratos a dos o en grupo. ¿Será una forma inconsciente, freudiana, de luchar contra la soledad y para tener conciencia del “yo también existo”? ¿Necesitamos de alguien a nuestro lado, sin el cual nuestro narcisismo inicial se nos quedaría vacío, puro vicio solitario?

Alguien me ha hecho notar que, mientras en los selfis individuales pueden existir retratos serios, no existen prácticamente selfis en pareja o grupo en el que los interesados no rían o sonrían ¿Existe una complicidad espontánea en esos retratos? Hasta en los selfies con una personalidad importante, que deberían ser serios, las personas siempre ríen.

¿Nos ayudan los selfis a tomar conciencia en una sociedad de anónimos, de que somos, de que valemos algo, aunque solo sea a través de la sombra de alguien más importante que nosotros?

Cuando el selfi se da entre parejas que se aman, entre padres y madres embelesados con sus pequeños o entre amigos, nos brinda un convencimiento interior de que no solo existimos sino que también somos, que nos quieren, que no rechazan nuestra presencia y hasta quieren perpetuarla.

Ya sé que muchos pensarán que la filosofía y la estética moderna del selfi parece más bien una banalidad frente a la antigua y sesuda filosofía de los griegos y romanos.

Sin embargo no olvidemos que nuestro mundo de hoy, tan criticado de superficialidad e injusticias, es infinitamente mejor, casi en todo, que el de hace solo cien años.

Que lo digan sino las mujeres, que hasta hace poco eran una triste caravana de esclavas de los maridos; que lo digan los niños cuyo estatuto en su defensa, proclamado por la ONU, tiene solo 25 años.

Hasta no hace mucho, los niños y las mujeres tenían menos derechos que los que hoy gozan hasta los animales. Que lo digan los negros, los homosexuales, que también empiezan a gozar de derechos que siempre les fueron negados. Hoy existen en el mundo más democracias que dictaduras y menos violencia. Sí, menos violencia, y menos guerras que hace solo cien años.

Hoy, en Brasil, las manifestaciones masivas de protesta de derechas o izquierdas son pacíficas, sin sangre.

No es todo, pero tampoco es poco. Y es mejor que ayer.

Las sonrisas festivas de los selfis podrían ser hasta una bella profecía del deseo inconsciente de querer buscarle a la vida un sentido menos doloroso y belicoso.

Mi padre, maravillosamente ético, inteligente y sensible, nunca nos abrazaba ni jugaba con nosotros. No tengo fotografías con él sonriendo. Nos amaba de otro modo.

¿Un selfi con los lectores?

Gracias.

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