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Nueva Orleans prospera sin cerrar la brecha racial

La ciudad, más blanca y desigual, se ha convertido en un laboratorio urbano

Foto: reuters_live | Vídeo: Reuters-Live
Marc Bassets

La llaman la nueva Nueva Orleans o el Brooklyn de Luisiana. Incluso el Silicon Valley del Sur de Estados Unidos. Diez años después de la catástrofe del huracán Katrina, causada por la ruptura de los diques el 29 de agosto de 2005, la ciudad se ha convertido en un gran experimento urbano. Existen dos Nueva Orleans: la blanca, recuperada y próspera, y la negra, que todavía sufre las secuelas de la catástrofe.

Los cinco encapuchados llegaron al mercado de Saint Roch en la madrugada del 1 de mayo. Reventaron las ventanas preparadas para resistir un huracán. Y dejaron dos pintadas. “Que se jodan los yuppies” y “yuppy=malo”.

Los yuppies son los nuevos vecinos de Saint Roch, un barrio negro en Nueva Orleans. Los yuppies son los profesionales blancos que se han instalado aquí en los últimos años, después del Katrina, y han desplazado a habitantes originales.

El sábado se cumplirá una década del Katrina. El viejo mercado, inundado tras romperse los diques que debían proteger la ciudad del océano, quedó abandonado. Hasta que unos empresarios foráneos lo alquilaron y, unos días antes del asalto, lo reabrieron. Esta vez, con oferta culinaria de lujo: inasequible para los vecinos de toda la vida; óptima para los turistas y emprendedores que repueblan la zona.

“Antes del Katrina la ciudad se estaba durmiendo”, dice Gilberto Torres, que trabaja en uno de los restaurantes de Saint Roch, de nuevo reluciente. “La ciudad empezó de nuevo”.

La nueva Nueva Orleans es una ciudad más rica, más blanca (y más hispana), más desigual. “El Brooklyn del bayou”, la llaman. Brooklyn, por el distrito de Nueva York que atrae a los burgueses bohemios, y bayou, por el nombre autóctono de los pantanos de Luisiana. Barrios como Saint Roch o Tremé se gentrifican, por usar el anglicismo que describe el aburguesamiento de barrios trabajadores. Llegan los blancos, se marchan los negros.

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El Katrina inundó el 80% de la ciudad del jazz, dejó un millar de muertos y golpeó a la autoestima de EE UU. ¿Cómo fue posible que el país más próspero dejara en la intemperie a sus ciudadanos? La ineptitud de las autoridades agravó la catástrofe. Desde el alcalde demócrata Ray Nagin —ahora en prisión por corrupción— al presidente republicano George W. Bush.

The New York Times publicó un editorial con el título “Muerte de una ciudad americana”. Nueva Orleans no murió: se convirtió en un laboratorio. Pocas veces una ciudad que bate récords de pobreza, crimen y corrupción puede empezar de nuevo.

En La doctrina del shock, la ensayista Naomi Klein describe Nueva Orleans como campo de pruebas del capitalismo salvaje. Los dirigentes locales creían que era una oportunidad para corregir décadas de disfunciones.

Pres Kabacoff, promotor inmobiliario, tiene el porte de un viejo caballero del sur, entre hippy y aristócrata. Hijo del hombre al que se atribuye la reinvención del turismo en Nueva Orleans, Kabacoff tiene poder en la nueva Nueva Orleans.

“El Katrina”, dice Kabacoff, “fue un acontecimiento bíblico de tales dimensiones que surgió la posibilidad de reposicionarse y desarrollar de nuevo un sistema escolar que estaba fracasando”.

Tras el Katrina, escuelas públicas se reconvirtieron en escuelas chárter o certificadas, gestionadas independientemente, como si fueran privadas. Compiten entre sí y tienen que rendir cuentas. La proporción de graduados en los institutos de la ciudad ha pasado de 54,5% antes del Katrina a 77,6%.

“Durante estos años”, explica, “mientras el resto del país estaba en recesión, Nueva Orleans iba bien, así que atrajimos a miles de jóvenes profesionales de todo el país”. El dinero público y privado para la reconstrucción fue un plan de estímulo exclusivo para la ciudad.

Antes del Katrina vivían aquí 323.300 negros y 128.800 blancos. Ahora viven 223.700 negros y 117.300 blancos. Los 100.000 negros que faltan están dispersados por todo EE UU. Quién sabe cuántos, y cuándo, volverán.

Nueva Orleans se jacta de ser la ciudad más mediterránea de EE UU, un lugar donde los vínculos familiares son estrechos y es posible nacer, crecer, vivir y morir sin moverse del barrio. Esto hace especialmente doloroso el exilio (“una limpieza étnica por medio de la inacción [de las autoridades]”, como dijo el congresista demócrata Barney Frank). Pero el exilio forzado permitió a algunos salir del bucle de subdesarrollo en Nueva Orleans.

“Hemos creado un ambiente en el que, aunque quisieran regresar, no podrían”, discrepa Oliver Thomas. Este veterano político negro, condenado a prisión en 2007 por corrupción, ha aparecido, interpretándose a sí mismo, en la serie de televisión Tremé, ubicada en el barrio del mismo nombre.

La división es racial. Lo fue en 2005, cuando la marea se ensañó con los negros más pobres. Y lo es hoy.

Esta es la ciudad de los emprendedores, que sueña con ser la Silicon Valley del sur, con 471 start-ups por 100.000 habitantes —la medida de todo Estados Unidos son 288— y una industria turística que casi ha recuperado los niveles de antes del Katrina. Pero también la capital de los homicidios per cápita, en reñida competición con Detroit.

"En el lado blanco de la ciudad la mayoría piensa que la ciudad nunca ha tenido mejor aspecto”, dice Gary Rivlin, autor del libro Katrina. After the flood (“Katrina. Después de la inundación”). “El lado negro todavía sufre, y nadie le presta atención”.

Por su pasado español y francés, por la herencia africana, por la comida criolla, por el jazz, por el ritmo de vida pausado, Nueva Orleans se considera especial. Pero sus patologías —la desigualdad, la violencia, la corrupción— son comunes a otras ciudades.

A mil kilómetros de Nueva Orleans, Mississippi arriba, se encuentra Ferguson. Allí, hace un año, estallaron las protestas por los abusos policiales contra los negros. En 2005, el Katrina ya expuso la discriminación en Estados Unidos. La brecha sigue abierta.

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Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

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