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El agente cuádruple

Morten Storm, un danés convertido al islamismo radical que acabó trabajando para la CIA, el MI5 y el servicio secreto de su país, relata su experiencia en ‘Mi vida en Al Qaeda’

Morten Storm con su hijo Osama en una foto incluida en el libro de los años en que aquél fue yihadista.
Morten Storm con su hijo Osama en una foto incluida en el libro de los años en que aquél fue yihadista. Politiken

Lo primero que vi fue una hilera de armas apoyadas contra la pared: más fusiles AK-47, fusiles antiguos, incluso un lanzagranadas. Aquel grupo estaba preparado para luchar en cualquier momento, pero su enemigo podía ser tanto una tribu rival como los servicios de seguridad yemeníes. Alrededor de un gran cuenco de plata situado en el suelo y repleto de arroz con pollo y azafrán se sentaban una docena de hombres, algunos de ellos extremadamente jóvenes. En medio de todos estaba Anuar el Aulaki [ideólogo de Al Qaeda en la Península Arábiga, muerto en 2011 por un dron estadounidense], delgado, elegante, con aquellos ojos vivaces que ya habían seducido a tantas almas inquietas en Europa y América. Se levantó con una cálida sonrisa y me abrazó.

—Salam aleikum— dijo con afecto. Emanaba una autoridad natural; el ademán que hizo con la mano señalando la habitación parecía subrayar que era el señor de aquel lugar y aquellas gentes.

(…) Escrutando a El Aulaki vi en él tristeza y desapego, como si su aislamiento en Shabwa y la presión de Estados Unidos empezaran a pasarle factura. Habían transcurrido casi dos años desde su excarcelación, gracias a la intervención de su poderosa familia. En los primeros meses de 2008 se había marchado de Saná y se había refugiado en su patria ancestral.

En el año transcurrido desde la última vez que lo había visto, El Aulaki había extremado las precauciones (...). El jeque se trasladaba continuamente de un refugio a otro. (...).

Le dije a El Aulaki que yo apoyaba los atentados contra objetivos militares, pero no contra civiles

A pesar de su reclusión, continuaba ofreciendo sermones por Internet y comunicándose con sus seguidores a través de cuentas de correo electrónico y mensajes de texto. Su tono se había vuelto más estridente, tal vez a causa de los meses que había pasado en prisión, sometido casi siempre al régimen de aislamiento, o porque su lectura de los autores islamistas había radicalizado sus ideas.

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(...) Cuando acabamos de comer, El Aulaki se levantó y me pidió que lo acompañara a una habitación más pequeña.

—La yihad es el camino de los profetas y los hombres piadosos.

(...) El Aulaki me dijo que era aceptable que los civiles sufrieran y muriesen en la yihad. El fin justificaba los medios. Discrepé al instante.

(...) Le dije a El Aulaki que yo apoyaba los atentados contra objetivos militares, pero le aclaré que ni podía ni quería ayudarle a conseguir nada que se pudiera utilizar contra civiles. No quería recorrer Europa en busca de equipos de fabricación de bombas que, en última instancia, matarían a inocentes.

(...) También advertí que su animosidad contra Estados Unidos era más virulenta (...). Lo habían detenido en San Diego —aunque nunca llegaron a presentar cargos contra él— por solicitar los servicios de prostitutas. La humillación —el hecho de que el FBI hubiera filtrado que su conducta no era la propia de un imán, falsas insinuaciones dirigidas a mancillar su reputación— lo atormentaba.

En nuestra conversación, que duró hasta altas horas de la madrugada, el tema de las mujeres estuvo muy presente. El exilio que El Aulaki se había impuesto a sí mismo significaba que ya no tenía ningún contacto personal con sus dos esposas.

(...) —A lo mejor podrías buscarme en Occidente alguna blanca conversa— me dijo.

(...) No sería fácil y habría riesgos, pero sabía que muchísimas mujeres veían en El Aulaki un regalo de Alá.

Hubo otras peticiones por su parte: tenía que encontrar “a hermanos para colaborar con la causa” y conseguir “dinero y algo de equipamiento en Europa”.

También quería que reclutara a militantes para entrenarlos en Yemen y “después mandarlos a casa, listos para la yihad en Europa o en Estados Unidos”. (...) Me quedé con la impresión de que El Aulaki quería iniciar una campaña de atentados terroristas en países occidentales.

A la mañana siguiente, El Aulaki se había marchado. Su partida me permitió pasar algún tiempo con Abdulá Mehdar, el líder tribal al que había conocido la noche anterior. No podía sino admirar a aquel hombre aparentemente honorable y su lealtad incondicional a El Aulaki. Parecía no tener ningún interés en atacar a Occidente, pero quería convertir Yemen en un Estado islámico donde imperase la sharía.

(...) Yo tenía prisa por marcharme: nuestro avión partiría hacia Europa desde Saná la noche siguiente. (...) Fadia salió de las habitaciones de las mujeres y nos preparamos para irnos.

Cuando las imponentes puertas se abrieron, descubrí que el coche tenía un pinchazo, lo que tal vez no fuera de extrañar, tras conducir a toda velocidad por las montañas.

Abdulá salió corriendo y me ayudó a cambiar el neumático.

Los ojos se le volvieron a humedecer; parecía sentir un peligro incipiente.

—Si no volvemos a encontrarnos, nos veremos en el paraíso— dijo, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.

Los muyahidines nos escoltaron hasta la carretera principal y nos despidieron.

(...) En tres capitales occidentales había gente ansiosa por escuchar todos los detalles de mi reunión con Anuar el Aulaki. Tenía que llegar a Saná y salir de Yemen sin dilación.

Extracto de Mi vida en Al Qaeda, la historia del yihadista danés que espió para la CIA. Escrito por Morten Storm en colaboración con Paul Cruickshank y Tom Lister. Editorial Península.Precio: 20,90 euros en papel, 9,90 en formato electrónico.

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