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Capturado el jefe de sicarios del caso Ayotzinapa

La investigación policial sitúa a el Gil en medio de la matanza y desaparición de Iguala

Jan Martínez Ahrens
Mosaico de 84 personas con las fotos de sus familiares desaparecidos.
Mosaico de 84 personas con las fotos de sus familiares desaparecidos.Dario Lopez-Mills (AP)

Gildardo López Astudillo, alias El Gil, se mueve a gusto en las tinieblas. Durante prácticamente un año, el hombre que supuestamente condujo a la muerte a los estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa ha logrado zafarse de las fuerzas de seguridad. Astuto, escurridizo y letal, El Gil ha caído finalmente en manos de la Policía Federal. Las circunstancias de su detención permanecían en la oscuridad, pero pocos dudan de que con su captura el Gobierno se ha apuntado un tanto en un momento de extrema debilidad. Sus declaraciones pueden arrojar luz sobre uno de los episodios más debatidos de la historia reciente de México. 

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Las investigaciones oficiales sitúan a El Gil en el centro de la trama. Como jefe de sicarios, tuvo conocimiento de los ataques de la Policía Municipal de Iguala contra los normalistas el 26 de septiembre de 2014 y, una vez detenidos, fue quien se puso en contacto con el líder del cártel, Sidronio Casarrubias Salgado, para pedir instrucciones. Esa comunicación, según la versión policial, fue la que prendió la llama de la barbarie.

En diferentes mensajes, El Gil identificó a los normalistas como integrantes de Los Rojos, el cártel rival. Su irrupción en Iguala, bajo este luz, suponía un ataque en toda regla al más importante bastión de Guerreros Unidos. Una escalada insólita en un conflicto que duraba años y que tuvo una de sus primeros destellos el 14 de diciembre de 2012, cuando un sicario con bata blanca entró en una unidad de cuidados intensivos del DF, sacó una pistola con silenciador y mató de un tiro en el tórax al paciente Crisóforo Rogelio Maldonado, más conocido como El Bocinas, y jefe supremo de Los Rojos.

En esa larga y cruenta guerra entre bandas, Iguala (110.000 habitantes) representó siempre una de las plazas más codiciadas. Guerrero es el mayor productor de opio de América, y la ciudad ocupa un lugar estratégico. Su control otorga el dominio zonal de la producción, las rutas y, aun más importante, de la maquinaria policial y política que permite al narco vivir en la impunidad. A ese objetivo se había dedicado con ahínco Guerreros Unidos, hasta el punto de que, tras años de plomo y plata, había logrado situar en la alcaldía a un matrimonio acólito.

Al recibir el mensaje de su lugarteniente, siempre según la versión de la Procuraduría, el líder de Guerreros Unidos dio orden de acabar con los invasores “en defensa del territorio”. El Gil cumplió con creces. La Policía Municipal, un apéndice del narco, entregó los 43 normalistas a los sicarios. Fue su fin. La reconstrucción oficial señala que el cártel les condujo hasta un basurero de Cocula, donde en una enloquecida secuencia les dio muerte y prendió una inmensa pira con sus cuerpos. Para no dejar rastros, arrojaron los restos al río San Juan. “Los hicimos polvo y los echamos al agua, nunca los van a encontrar”, escribió El Gil a su jefe.

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Confiado por años de impunidad, quien ordenó la desaparición de los normalistas no calculó los efectos su devastadora acción. México, como pocas veces en su historia reciente, se sumió en el horror y de sus entrañas emergió una enorme ola de protesta. El estallido, un año después, aún no ha terminado.

Más de un centenar de sospechosos, entre ellos, el líder de Guerreros Unidos, ha sido detenido. Las sucesivas capturas, sin embargo, no han apagado las dudas sobre un caso que siempre se movió en las sombras. Nadie ha dado explicación cabal de por qué los normalistas, bien conocidos en Iguala, fueron confundidos con Los Rojos. Las familias tampoco admiten la versión oficial. Y el prestigioso equipo de expertos de la Organización de Estados Americanos (OEA) que revisa el caso, ha puesto en duda un eslabón clave del relato policial: la hoguera de Cocula. Apoyados en un perito internacional, este comité sostiene que no hay evidencias científicas de que en el lugar se prendiese un fuego con capacidad suficiente para incinerar a los normalistas.

La estocada es profunda. Si no hubo hoguera, entonces tampoco son ciertas las confesiones de los sicarios. Y el caso, contaminado de raíz, quedaría invalidado, al menos, tal y como lo ha presentado la Procuraduría General.

Ante estas dudas, el Gobierno, en un gesto conciliador, ha admitido un nuevo peritaje del vertedero y ha puesto el pie en el acelerador de la investigación. El miércoles hizo pública la identificación genética de los restos de un segundo normalista y hoy ha detenido al jefe de sicarios. Son dos balones de oxígeno en un momento de erosión. Pero también un recordatorio de que, al año de la desaparición de los normalistas, el caso Iguala aún sigue abierto.

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Sobre la firma

Jan Martínez Ahrens
Director de EL PAÍS-América. Fue director adjunto en Madrid y corresponsal jefe en EE UU y México. En 2017, el Club de Prensa Internacional le dio el premio al mejor corresponsal. Participó en Wikileaks, Los papeles de Guantánamo y Chinaleaks. Ldo. en Filosofía, máster en Periodismo y PDD por el IESE, fue alumno de García Márquez en FNPI.

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