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“Los chamacos están vivos”

La desconfianza de los padres de los 43 sostiene su fe en que no estén muertos

Vídeo: SAÚL RUIZ
Pablo de Llano Neira

Lunes 14 de septiembre. Diez días antes de la reunión con Enrique Peña Nieto.

Nicanora García teje una servilleta con hilos de mal genio. “Es lo que hago para quitarme el coraje”. Su hijo Saúl Bruno es uno de los 43. Sus otras hijas le han pedido que se mueva ya de la escuela de Ayotzinapa y vuelva al pueblo de una vez. Ella se niega. Su marido volvió hace unos meses. Es diabético y estaba empeorando. Al poco de volver se le paralizó un ojo. Lo cuidan sus hijas, porque su mujer sigue tejiendo, “más enojada que nunca”.

Llevan un año esperando, no abandonan. “No estamos cansados, estamos encabronados”, dice Óscar Ortiz echado en un colchón sobre el suelo. Padre de Cutberto Ortiz, desaparecido. Está en una habitación sencilla y ordenada con otros cuatro padres. Otros cuatro padres echados sobre colchones. “Estamos seguros de que los chamacos están vivos. Sabemos que los tiene el gobierno, encuartelados se supone. Ellos saben dónde los tienen”, añade.

Los padres mantienen la fe en que no estén muertos, fe retroalimentada en la convicción de que se les está ocultando toda la verdad. “Sabemos que están vivos, nomás que el pinche gobierno siempre está mintiendo”, dice Lauro Villegas, padre de Magdaleno Rubén, aunque al propio Lauro se le desliza cinco minutos después un pensamiento de resignación: “Y si mi hijo está muerto, al menos que me den un pedazo de hueso. Con eso me conformo”.

En la pista de baloncesto de la escuela, una plancha de concreto cubierta que hace de plaza central, la orquesta de alumnos ensaya ritmos marciales. Estanislao Mendoza, padre de Miguel Ángel Mendoza, los mira sentado en una silla de plástico con un sombrero de paja. “Tenemos que exigirle a Peña Nieto que nos cumpla los diez puntos que nos firmó la primera vez que nos reunimos con él. En un año no ha hecho nada”, reclama cuando la orquesta de Ayotzinapa hace una pausa en su ruidero de metales y vientos.

Ezequiel Mora enseña fotos de su hijo. Guardadas entre las pocas cosas que tiene junto al colchón, las entrega con cuidado, con mimo, con sus manos viejas de campo
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De vuelta en la habitación: Ezequiel Mora se queja de que haya habido rumores de que alguno de los estudiantes podría haber estado metido en el mundo de los narcos locales, algo de lo que no existen pruebas. “Han dicho que eran delincuentes, y somos pura gente campesina”. Él es padre de Alexander Mora, uno de los dos desaparecidos que han sido identificados por pruebas de ADN en un laboratorio independiente de Austria. Aún así, aunque sin expresar una verdadera convicción, dice: “No creo que él esté muerto”.

Y enseña fotos de su hijo. Guardadas entre las pocas cosas que tiene junto al colchón, las entrega con cuidado, con mimo, con sus manos viejas de campo.

Explican que aguantan en la escuela y viajando a cada rato a hacer protestas por México (aunque hasta en Estados Unidos y en Europa han estado) porque los sostiene el apoyo de los grupos de solidaridad. “Gracias a esas personas que se han movilizado seguimos aquí en la lucha”, dice Nicanora García. “Eso es lo que me mantiene aquí. Eso y la esperanza de que voy a encontrar vivo a mi hijo”.

“Han venido hasta de Japón” –de nuevo en la habitación– subraya Óscar Ortiz.

Su hijo Cutberto se perdió en el camino de licenciarse como maestro en la orgullosamente roja escuela de magisterio rural de Ayotzinapa, y su padre sin embargo nunca tuvo ideología. “Yo voté a Peña Nieto. Ahora me arrepiento. Y creo que la mayoría de los padres lo votaron. Por nosotros, él está ahí arriba. Yo nunca había votado, pero una pariente me dijo que lo votara para que las cosas cambiaran, y yo lo voté, eso lo reconozco. Y así me lo está pagando”.

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