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Columna
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La “sinvergüenza” que abandonó a su bebé

Cómo el mito de la maternidad demoniza a las mujeres todavía hoy y las reduce a madres desnaturalizadas o criminales

Eliane Brum

En los últimos días, Brasil eligió a una nueva villana para lanzar a la hoguera del moralismo. Sandra Maria dos Santos Queiroz, de 37 años, es una nordestina de Vitória da Conquista, en el estado de Bahia, que emigró a São Paulo para trabajar como empleada doméstica. El domingo, 4 de octubre, parió sola, escondida en el cuarto de baño anexo a la habitación de criada, a su tercer hijo. Al primero, un chico de 17 años, lo crían unos parientes suyos en Bahia. La segunda, una niña de tres años, vive con ella en la casa de sus patrones, en el barrio rico de Higienópolis. Sandra escondió el embarazo durante nueve meses y pasó por todos los dolores del parto, que tanto atemorizan a las mujeres, sin hacer alarde. Cortó ella misma el cordón umbilical. Le dio de mamar a la niña, la envolvió, la puso no en cualquier bolsa, sino en una muy elegante —Au Pied de Cochon, nombre de un restaurante tradicional de París—, lo que dice mucho. La dejó bajo un árbol, frente a un edificio. Se escondió y se quedó esperando hasta estar segura de que el bebé sería encontrado. En ese momento apareció otro empleado del barrio, el celador Francisco de Assis Marinho, migrante de Paraíba, otro estado del noreste, la región más pobre de Brasil. Francisco le extrañó la bolsa, la levantó, por el peso llegó a la conclusión de que era ropa y la dejó caer. El bebé lloró. Francisco llamó a la policía, soñó con adoptar a la niña, afirmó que sintió amor inmediato por ella. En el drama de Higienópolis emergen de los bastidores de la escena cotidiana del barrio dos personajes por lo general invisibles: el celador y la empleada doméstica. Él se convirtió en un héroe. Ella, en una madre desnaturalizada.

El celador y la empleada doméstica. Él se convirtió en un héroe. Ella, en una madre desnaturalizada.

“Sinvergüenza” es el término que otro trabajador de las áreas de servicio, un empleado de seguridad, elige para referirse a Sandra, como cuenta la reportera Camila Moraes, en un texto imprescindible. “¿Por qué abandonó a la niña?” Gritaban los periodistas cuando la policía la detuvo. En Brasil, “abandonar” a un bebé es un delito castigado con hasta tres años de prisión, una pena que puede aumentar en un tercio cuando es la madre u otro familiar cercano quien consuma el acto. Sandra fue registrada in fraganti por cámaras de seguridad instaladas para detectar extraños al barrio. Fue identificada, llevada a la comisaría y expuesta. Después la dejaron en libertad a la espera de la sentencia. Al bebé lo llevaron a un hospital, ya lo han dado de alta y lo han puesto en adopción.

En este escenario de la vida real, Francisco, el celador, encarna el lado virtuoso del hombre que no ha fecundado, pero quiere ser el padre del bebé. Y, así, borra la ausencia elocuente del hombre por quien casi nadie pregunta, que es tan responsable del embarazo como Sandra. Ella, Sandra, solo puede ser transformada en una villana por ser víctima del mito de la maternidad.

En Brasil, “abandonar” a un bebé es castigado con hasta tres años de prisión

En los últimos años, Brasil ha visto crecer un movimiento fuerte, creativo y solidario, de defensa y rescate de parto natural y humanizado, para que la mujer recupere el protagonismo en el nacimiento de sus hijos, secuestrado por las autoridades médicas en el país campeón del mundo de cesáreas. También hay un movimiento fuerte y mucho más antiguo, que nació junto con los diversos feminismos, por la descriminalización del aborto.

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En Brasil, se permite el aborto solo en tres casos: embarazo por violación, riesgo de muerte para la mujer y gestación de feto anencefálico, una anomalía incompatible con la vida. En la práctica, el aborto obedece a la lógica del apartheid racial y social que rige la vida cotidiana del país: está disponible para las mujeres que pueden pagar por él en clínicas seguras y vetado para las mujeres que no se lo pueden permitir, las más pobres, la mayoría de ellas negras y jóvenes, que dependen del Sistema Público de Salud. Estas se someten a charlatanes y a condiciones peligrosas, o apelan a recursos solitarios y desesperados. Muchas mueren en el intento de interrumpir la gestación de un niño que no quieren o no pueden tener, lo que hace del aborto la quinta causa de muerte materna en el país. La criminalización del aborto es, en la práctica, una máquina estatal de producir cadáveres femeninos. Y también huérfanos, ya que parte de estas mujeres tienen otros hijos esperándolas en casa. Hay estudios que muestran que la muerte de la madre multiplica las debilidades y acentúa la miseria, condenando así a la familia que quedó.

Defender el protagonismo de las mujeres en el parto y defender el derecho de las mujeres a decidir si quieren o no llevar un embarazo adelante no es una cosa y otra cosa diferente. Es la misma cosa, aunque parte de las militantes de un movimiento y de otros no lo vea de esta manera. Se trata del respeto a la autonomía de las mujeres sobre su cuerpo, hoy sometido por la autoridad médica, en el primer caso, por el Estado, en el segundo. Y hay que dar un paso más si las mujeres contemporáneas quieren recuperar el control sobre sí mismas: es necesario luchar junto a Sandra —y a todas las Sandras— para que no la reduzcan a una paria social.

Defender el protagonismo de las mujeres en el parto y defender la descriminalización del aborto habla del mismo derecho: el de autonomía sobre sus cuerpos

Para ello, es necesario confrontar el mito de la maternidad, que aplasta a las mujeres desde hace tantos siglos. La idea de que ser madre es la realización suprema de cualquier mujer y de que nos convertimos en mujeres más completas al vivir la experiencia de la maternidad es una trampa en la que algunas de nosotras caemos alegremente. Otras incluso se tiran a ella. Aún hoy en día las mujeres que no tienen hijos son vistas por muchas de sus contemporáneas como una especie de seres por la mitad. Ora histéricas, ora frustradas. Para siempre incompletas. En el mismo sentido, es necesario combatir la idea de que la maternidad es feliz. Es feliz incluso cuando es triste, el clásico “ser madre es padecer en el paraíso”. El lugar mitificado dado a la maternidad por una serie de razones históricas reduce a las mujeres como Sandra a “sinvergüenzas” en la jerga popular, a criminales en el Código Penal.

Los periodistas también agredieron a Sandra con la pregunta presuntamente legítima: “¿Por qué abandonó a la niña?” Digo presuntamente legítima porque el verbo “abandonar” ya revela un juicio y no un hecho. Y de inmediato produce un estigma, con gran repercusión en el imaginario: el de la madre “abandonadora”. Si fue abandono o no, solo la historia de Sandra podrá mostrarlo. El hecho es que ella dejó a la niña al pie de un árbol. Con lo que sabemos, lo más probable es que ella no haya abandonado al bebé. Ella tal vez lo haya dado. Y el cambio del verbo —de “abandonar” a “dar”— puede cambiar la interpretación del movimiento hecho por Sandra.

Sandra hizo la versión posible de esa escena, que en el cine despierta tanta compasión y lágrimas por la mujer, y, en la vida real, apenas furia y dedos señalando

En la medida de sus circunstancias, pues deseaba permanecer anónima por miedo a perder su empleo, como ella diría después, planeó dejar a la niña en un lugar visible, para que la encontraran lo más rápido posible. Y se aseguró de que eso sucedería. Conocedora de los hábitos del barrio, Sandra sabía que alguien se sorprendería al ver la bolsa junto a un árbol. Como dijo Francisco, el celador que rescató al bebé: “Sé que el domingo no es el día en el que pasa el camión de la basura. Me quedé curioso (por la bolsa)”.

El goce de la mujer siempre puede castigarse

Sandra también sabe que el domingo no es el día en el que pasa el camión de la basura. Y que la bolsa despertaría la curiosidad de aquellos que necesitan cuidar de la limpieza delante de los edificios, bajo pena de perder sus empleos. Cabe recordar que la clásica escena de película de Hollywood, en la que la madre desesperada deja al bebé a la puerta de una mansión, toca el timbre y se esconde llorando para asegurarse de que su bebé estará en buenas manos, no es posible en la metrópolis amurallada, donde el territorio de cada uno está protegido por rejas, alarmas y cercas electrificadas. Sandra hizo la versión posible de esa escena, que en el cine despierta tanta compasión y lágrimas por la mujer, y, en la vida real, apenas furia y dedos señalando. Dejó a la niña en el mejor lugar que podía, junto a un árbol. Y esperó.

A la pregunta de por qué abandonó al bebé, Sandra, tapándose la cara, dijo: “Por desesperación”. Es obligatorio escuchar esta respuesta. “Por desesperación”. No se conoce la profundidad de las circunstancias de Sandra. Pero es posible entender lo poco que se sabe: una migrante del noreste trabajando como empleada doméstica en São Paulo, con un hijo adolescente criado lejos de ella, otra hija pequeña criada en casa de sus patrones. ¿Cómo tener un tercer hijo? En ese momento, como el enredo es más que previsible, gritan los de siempre, escupiendo su odio: “Pero en el momento de hacerlo, te gustó, ¿no?” El goce de la mujer siempre puede castigarse. Siempre hay un lado sinvergüenza y salido embutido en la sexualidad de la mujer. A final de cuentas, en la moralidad cristiana, el sexo solo puede justificarse por la reproducción. Y, así, la palabra sinvergüenza utilizada por el empleado de seguridad para referirse a Sandra también recibe una connotación sexual, ya que ella no quiso ser madre de aquella niña, con lo que vació el acto sexual de legitimidad moral y lo transformó en una “falta de vergüenza” sexual.

Reconocer la complejidad del acto de Sandra no es quitarle la responsabilidad a Sandra. Esa sería apenas una violencia más contra ella. Tratar como “incapaz” o como “loca” a aquella que elige no ser madre parece ser la única justificación aceptable para la sociedad. Es eso o el linchamiento moral, y a veces físico. Como si la “sinvergüenza” solo pudiese redimirse parcialmente al ser convertida en “loca”. Y como si de “sinvergüenza” a “loca” hubiese una mejora de estatus. Alternativas que respeten la autonomía y la dignidad de la mujer no existen en este caso, y eso debería indignar a hombres y mujeres dispuestos al pensamiento.

A final de cuentas, en la moralidad cristiana, el sexo solo puede justificarse por la reproducción

Reconocer la complejidad del acto de Sandra es reconocer que la maternidad puede no ser la elección de todas. Y por las más diversas razones, que deberían ser de la alzada solo de aquellas que escogen. Reconocer la complejidad del acto de Sandra es, sobre todo, reconocer que la maternidad puede ser aterradora incluso para aquellas que eligen ser madres. En esta época, en la que todo se puede decir de forma testimonial en las redes sociales, es el momento de abrir la temporada de los relatos confesionales acerca de cuánto el embarazo puede causar pavor, incluso para aquellas mujeres que soñaron con él y lo planificaron y tienen todas las circunstancias materiales para criar a sus hijos. Una situación, es fundamental recordarlo, totalmente distante de la realidad de Sandra, que no contaba con ninguna de esas circunstancias.

El embarazo puede ser una experiencia aterradora

Es necesario decir, en voz muy alta y con todas las palabras, que, para muchas de nosotras, el niño que crece en el útero, alimentándose de nosotras, es un alienígena. Esa fue también mi sensación al quedarme embarazada y pasar por la experiencia del embarazo. La frase más perfecta sobre el potencial de horror contenido en la experiencia de la maternidad es esta de la escritora francesa Colette Audry: “Una nueva persona que entró en tu vida sin venir de fuera”. ¿Puede haber algo más aterrador que ese extraño íntimo que invade tus entrañas desde dentro y crece sin parar y que un día tendrá que salir de ahí? Yo solo cambiaría la palabra “persona”. Mi sensación, y de de otras mujeres con las que he hablado, es la de que no estamos seguras de que sea de hecho una persona. Puede tener cualquier forma ese alienígena. Y esa también es una expectativa muy inquietante sobre el momento del parto.

Reconocer la complejidad del acto de Sandra es reconocer que la maternidad no es la elección de todas las mujeres

En este punto, hay otro tabú que tenemos que romper con urgencia. El de que una mujer ama a su hijo desde siempre y es madre desde el momento de la gestación. El acto de quedarse embarazada y parir no hace de una mujer también una madre, ni vuelve al niño que nace un hijo. Tanto la madre como el niño pasan a serlo. O no. Son dos los nacimientos de esa historia. Solo uno de ellos es seguro. Si habrá el segundo parto, aquel en el que nacen una madre y un hijo, no se sabe. Me acuerdo de que, al volver a casa después del parto, me quedé sola en mi cuarto con la niña. Yo la miré, ella me miró. Las dos lloramos. Yo me preguntaba: “¿quién es esta?” Hasta hoy estoy buscando la respuesta, lo que es fascinante. En aquella indagación emprendí el largo e incompleto camino que me hizo madre y que hizo de aquella niña mi hija.

En el caso de Sandra y de tantas otras, por una serie de circunstancias que se dan en cada historia —siempre única, singular e intransferible— puede producirse el acto del embarazo y el parto sin que esto signifique hacerse madre y hacerse hijo. En el caso de Sandra y de tantas otras, podrá existir otra mujer que se haga madre de aquel bebé y haga de él un hijo, sin pasar por el embarazo y por el parto. O habrá un hombre que se hará madre de aquel bebé y hará de él un hijo. La maternidad no es prerrogativa exclusiva de la mujer, ni tiene nada que ver con el género. A veces, incluso, es colectiva. Lo que MENOS necesitamos en este momento de la historia, y esta puede ser una advertencia importante para muchas militantes, es a supermadres, en competición para ver quién es más extraordinaria que la otra. Supermadre es el superlativo que nos empequeñece a todas, comenzando por aquella que eructa su competencia en la maternidad. Cuando nos convertimos de hecho en madres, estamos todas condenadas apenas a la imperfección de lo posible.

Para convertirse en madre e hijo es necesario un segundo nacimiento, que puede producirse o no

El aumento del número de mujeres en el cine, en la literatura y en las artes, así como en el periodismo, ha tenido un impacto a la hora de cuestionar mitos como el de la maternidad. En este contexto es donde se inserta una película muy delicada, que se proyectó en el Festival de Río, a principios de octubre, que se estrenará en los cines brasileños en noviembre. En Olmo y La Gaviota, una pareja de actores del Théâtre du Soleil, Olivia Corsini y Serge Nicolaï, se representan a sí mismos en la experiencia del embarazo real de la actriz, mientras se pone en escena la obra La Gaviota, del ruso Anton Tchekhov. El documental está dirigido por la brasileña Petra Costa, del bellísimo Elena, y por la danesa Lea Glob, con producción ejecutiva de Tim Robbins.

(Alerta de spoiler: quien prefiera ver la película sin saber nada sobre ella, debe saltarse los próximos tres párrafos y volver al texto en seguida).

Como el embarazo es de riesgo, Olivia necesita dejar la pieza y el mundo del teatro, donde ella y Serge vivían mucho más en la piel de otros personajes que en la propia. Olivia tendrá que hacer algo aún más arriesgado que representar a Arkádina en la pieza de Tchekhov, no por casualidad una actriz que envejece. Olivia tendrá que vestir su propio cuerpo invadido por esa criatura desconocida y voraz. En cierto momento, Olivia dice: “Todas las mujeres me dicen que ah, el embarazo, qué momento extraordinario, qué momento maravilloso... Solo si es después”. Después, uno de tus dientes se ablanda. Una amiga le explica, con una naturalidad abrumadora, que es habitual perder dientes durante la gestación, “porque el bebé necesita calcio”. Olivia se queda aterrorizada: “Como si fuese normal perder pedazos...” Ella siente que hay un “alienígena” dentro de ella, alimentándose de ella, “imponiendo las reglas del juego”.

Entre Olivia y Serge, que continúa en el mundo en el que siempre ha estado, el cuerpo habitado la mayor parte del tiempo solamente por personajes de ficción, la tensión va en aumento. En una discusión, Olivia quiere saber si la actriz que la sustituye es mejor que ella, porque después de todo también está eso. Desde que se quedó embarazada, ya no es ni la actriz principal ni la más joven, sino aquella que envejece y que no sabe si habrá un lugar para ella después del parto. Serge dice que está cansado y que cada uno de ellos tiene su propia vida diaria complicada: “Tengo mi ‘presente’, y tú tienes el tuyo”. Olivia responde con un gesto: “¡Alto!” Y continúa: “Mi presente ‘presente’ es tuyo también, pero solo lo cargo yo”.

“Hay un alienígena dentro de mí. Mi regalo es tuyo también, pero solo lo cargo yo”

Olmo y La Gaviota es una película preciosa. Al final sabemos lo que todas las mujeres intuyen al quedarse embarazadas. Mucho más que la consagración de lo femenino, la experiencia de la maternidad es el entierro de la mujer que existía antes. Habrá otra, que aún necesitará saber quién es, pero no aquella. Todo nacimiento de un hijo es también el nacimiento de una madre, y la muerte de una de las tantas mujeres que somos a lo largo de una vida. Fascinante, sí. Sobrecogedor, también. Lo contrario de fácil o de simple.

Olivia tiene que ver conmigo, Sandra tiene que ver conmigo. Estamos todas implicadas en ese mito de la maternidad que nos aplasta y que lamentablemente ayudamos a reproducir. Somos cómplices de nuestros verdugos históricos cuando le llamamos a una mujer como Sandra “sinvergüenza” por haber relegido no hacerse madre de la forma desesperada y desesperante que sus circunstancias le permitieron. No puedo ni alcanzar la soledad y el horror de Sandra pariendo un bebé en un cuarto de baño, escondida, cortando ella misma el cordón umbilical, dándole de mamar al bebé para poder entregarlo para que lo adoptase quien de él pudiese hacerse madre.

Para alcanzar la dignidad, tenemos que decir lo más difícil. Lo mucho más difícil: #SomosTodasSandra. Yo lo soy.

Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o Avesso da Lenda, A Vida Que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma Duas.

Sitio web: desacontecimentos.com E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: @brumelianebrum

Traducción de Óscar Curros

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